El coronavirus, entre nosotros, es también una batalla entre la ley y la anomia

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El control de los que transitan en plena cuarentena en Buenos Aires (Foto: Franco Fafasuli)
El control de los que transitan en plena cuarentena en Buenos Aires (Foto: Franco Fafasuli)

Según los astrónomos, nuestro sol se apagará dentro de cinco mil millones de años, y la pequeña esfera celeste que nos albergó entre genio y locura, habrá sucumbido congelada.

Pero según la Biblia, el fin del mundo –el Apocalipsis– será más rápido y brutal. Sus cuatro jinetes (el hambre, la peste, la guerra y la muerte) se encargarán de la tarea.

Cierto, falso o puro azar, el verdugo del Apocalipsis acaba de mandarnos dos embajadores a través de un virus que “no vuela, no camina, no nada”, según los infectólogos, pero está devorando medio mundo.

¿Cómo defenderse? Ya se sabe, según el inagotable mensaje: quedarse en casa.

Pero bastó la primera advertencia y las cifras de infectados y muertos, que aumenta a cada golpe de este teclado, para que los nativos, los argentos, se lanzaran a decenas de miles, en sus autos, rumbo al más cercano paraíso: ¡la costa!

De poco sirvió la advertencia de que hoteles, hosterías, restaurantes, etcétera no abrirían sus puertas. Los que tienen casa en esos lares, ¡salvados! Los que no, a boyar como la suerte quisiera.

Ante ese dislate, un hombre dijo “Esto no va…”: el presidente Alberto Fernández. Pero de nada sirvieron el desencanto y la furia… y su poder: día tras día, el caótico panorama del Puente Pueyrredón (por ejemplo) avergonzó a los ciudadanos sensatos que respetan la ley… y pagan impuestos más altos que el Aconcagua.

¿Cuál es el quid de la cuestión? Simple y terrible. Un gran ejército de vivillos, tramposos, evasores, simuladores, mentirosos… odia a la ley. Es decir, a los Códigos (Civil, Penal, de Comercio y cuantos juntan polvo en los estantes…), y a la Constitución Nacional,en especial, su sabio artículo 14:

“Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender… etcétera.”

¿Por qué? Porque proclama la libertad y los derechos “conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio” ¿Leyes? Jamás, ¿Obligaciones? ¡Vade retro, Satán!

La Ciudad de Buenos Aires en medio de la cuarentena por el coronavirus (REUTERS)
La Ciudad de Buenos Aires en medio de la cuarentena por el coronavirus (REUTERS)

A cuento, esta vieja anécdota. Rondaba yo los veinte años. Quería ser abogado (fantasía derrotada muy pronto por el periodismo). De pronto, sin ton ni son, el taxista que me llevaba quién sabe a dónde se despachó con este discurso:

-Chorros eran los de antes. Porque los de hoy te afanan, y por ahí ligas un puntazo o un plomo…

Intrigado, le pregunté:

–¿Cómo eran los chorros de antes?

–Verdaderos señores. Te afanaban el auto, te decían “en tres días va a estar en tal dirección”, ¡y allí estaba!

–Sin embargo, a usted le robaron su auto. Debió hacer la denuncia a la policía.

–La policía no sirve para nada –dicho con tono doctoral.

Insistí.

–¿Cómo sabe si en ese auto se cometió un asesinato o una violación?

No me contestó.

Por esos días yo había leído algunos escritos del marqués Alexis de Tocqueville, francés, filósofo, historiador muerto a sus 54 años, y una de sus predicciones… ¡escritas en 1835!, casi sesenta años antes de la independencia americana, se grabó para siempre en mi cabeza: “Los Estados Unidos serán el país más poderoso de la tierra por el respeto sagrado de la ley que guardan sus habitantes”

Pues bien. O pues mal.

Porque eso, la anomia, el rechazo a toda forma de derechos y obligaciones, es la religión de una gran mayoría de nativos. Con consecuencias funestas.

Carlos Santiago Nino, porteño, abogado (UBA y Oxford), especialista en filosofía del derecho, publicó en 1992 su libro Un País al Margen de la Ley (emecé), donde trata profundamente el fenómeno de la anomia, y arriesga: “es un componente del subdesarrollo argentino”.

Y en términos contemporáneos, ese virus viene de lejos.

Jorge Luis Borges, genio literario y caballero de impolutas costumbres, rendía culto al acero y al coraje de los guapos que mandaban en los andurriales más allá de Puente Alsina. Y tenía un ídolo: el cuchillero y asesino Juan Muraña, a quien le dedicó un poema que así termina: “Que el tiempo, que los mármoles empaña, salve este firme nombre: Juan Muraña”. Y sobre esos años sangrientos escribió: “Una canción de gesta se ha perdido, en sórdidas noticias policiales”.

No es todo…

El crimen de Fernando Báez Sosa sacudió a la sociedad (Nicolás Stulberg)
El crimen de Fernando Báez Sosa sacudió a la sociedad (Nicolás Stulberg)

En 1933, Celedonio Flores y Francisco Pracánico componen un tango que a la vez es u himno… de la cómoda y peligrosa ilegalidad: Corrientes y Esmeralda. Con toques como “y te dieron lustre las patotas bravas, allá por el año novecientos dos”.

Toda patota lleva la semilla de la violencia: ¿qué lustre pueden darle a lugar alguno, salvo amenazas, provocaciones, ataques?

Sin embargo, la patota es una institución nacional, y es extraño que ciertos grupos de cualquier índole no cuente con la suya para dirimir un conflicto a palo y bala.

En los mismos tiempos en que se escribió Corrientes y Esmeralda, la prostitución estaba en auge, y las enfermedades venéreas marchaban al mismo compás. Faltaban casi dos décadas para la panacea: la penicilina, descubierta –un luminoso golpe de suerte y de genio– por Alexander Fleming.

El flagelo obligó al gobierno a cerrar los prostíbulos: Ley de Profilaxis 12331 del 17 de diciembre de 1936, y carnet sanitario obligatorio para las trabajadoras sexuales. Pero su majestad la transgresión pudo más. Bien o mal lo dice el tango de marras: “De Esmeralda al norte pal lao de Retiro, franchutas papusas caen a la oración, gambeteando el lente que tira el botón”.

Franchutas, polacas, húngaras, serbias y nativas… sin más carnet que sus cuerpos.

Vuelvo a mi taxista. Al final del viaje, enriqueció mi mente con esta sentencia digna de Cicerón:

–Los chorros y nosotros teníamos códigos.

Desde luego, no se refería al Código de Hamurabi, aquel rey de Babilonia que lo dictó en 1750 Antes de Cristo, y que establece el derecho de un acusado a ser defendido.

No. Se refería a los códigos mafiosos de la omertá. De “lo que pasa en el vestuario e queda en el vestuario”, “el hombre para ser hombre no debe ser batidor”, aunque haya sido testigo del asesinato de un hombre frente a sus hijos por un motochorro amparado por su edad (menor) o por el código de la puerta giratoria: entrada y rápida salida.

Jubilados y personas con planes de asistencia social hacen cola fuera de un banco cuando abrió por primera vez desde la cuarentena obligatoria (REUTERS)
Jubilados y personas con planes de asistencia social hacen cola fuera de un banco cuando abrió por primera vez desde la cuarentena obligatoria (REUTERS)

No olvidemos, como leading case, aquellos ”¡Dale campeón, aguante Carlitos”, de apoyo a Monzón, condenado a once años de prisión por el asesinato de Alicia Muñiz, su mujer. Porque la anomia, entre otras calamidades, siempre perdona a los peores.

Pregunto: ¿quién determinó por su cuenta y orden que para mantener algún desmán de adolescentes era necesario contratar a gigantes expertos en box y karate, los patovica, cuyos puños y patadas mataron a más de un joven que, al amanecer yacía en una vereda o una cuneta?

¿Por qué Inglaterra terminó en apenas un año con los feroces hooligans, y en este país crecen de la peor manera los barras? Más violencia, más sangre, algunas muertes, negocios espurios, y el bochorno de jugar el súper River-Boca… en Europa.

Trágico corolario. Entre las muchas tribus urbanas nacidas a la sombra de la anomia apareció la banda de los rugbiers, poco cerebro y puro músculo, cuyo único mandato era salir de cacería. Y cobró su presa mayor en Villa Gesell: Fernando Báez Sosa, masacrado a trompadas en una pelea que él y sus compañeros no iniciaron, y con un final aterrador y filmado que vio todo el país: ya agonizante, una brutal patada en la cabeza cerró su vida y la cacería: salieron a matar, y lo lograron.

(Dato de un experto en rugby: esa patada equivale a la de un animal de trescientos kilos de peso contra una cabeza humana de ocho kilos con un cerebro que lo llega a dos).

Crimen con tiro de gracia deliberado: la filmación no deja dudas… Y las palabras “negrito de mierda”, que me recordó a los acólitos de la Supremacía Blanca, esclavistas linchadores de negros en el sur norteamericano.

La furia social fue unánime: “Prisión perpetua para todos”. Pero el ajedrez de los juristas –infinitas pericias, testimonios, psicólogos– parecieron diluir el horrendo caso, y el COVID-19 lo sacó de escena. ¿La anomia jugará su partida?

Y ahora, el coronavirus: el terrible modificador de leyes y costumbres para quienes cumplen, con sacrificio, las cuarentenas, y una bomba de tiempo para quienes escapan de ellas.

Lo vemos todos los días. Colas infinitas respirando bocas contra nucas- “¿Por qué estar a dos metros de mis amigos y de mis vecinos… ¿querés un mate, Pepe”. Y por si poco fuera, el viernes, por apuro y acaso eficaz golpe político, ¡casi un millón de jubilados frente a los bancos! Los responsables no habían dado ninguna indicación ni solución y los adultos mayores -vulnerables–, durmiendo en la calle por las dudas…

Ningún infectólogo puede predecir el impacto de esa multitud en el crecimiento del virus, pero no será poco.

Dos novelas vienen a mi mente: Diario de la Guerra del Cerdo, de Adolo Bioy Casares, donde un grupo de jóvenes vándalos quieren acabar con los viejos, y el extraordinario final de La Peste, de Albert Camus:

"Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.

La más terrible metáfora del Mal de cuantas se hayan escrito. Nunca la olvidemos. Porque lo que pasó puede retornar, inexorable.

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