La posición uruguaya sobre Venezuela compromete nuestros valores esenciales

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El tema de Venezuela ha desnudado todas las contradicciones del Frente Amplio, puesto en evidencia la falta de convicción democrática de actores relevantes de su dirección y, como consecuencia, comprometido valores esenciales del prestigio nacional uruguayo.

Tengo, desde muchos años ya, una relación amistosa con el canciller Nin Novoa y un diálogo cordial y respetuoso con el Presidente de la República Oriental del Uruguay. No les hago, por lo tanto, cargos personales, porque —como he escrito más de una vez— los observo prisioneros de esa maraña de prejuicios y dogmas que configuran la visión del mundo de la coalición de gobierno.

El hecho es que este episodio ha herido seriamente nuestra institucionalidad, más de lo que pueda advertirse a simple vista. Para empezar, una vez más queda claro que Uruguay adolece todavía de vastos sectores que no creen en la democracia y siguen, al pie de la letra, el dogma de la Revolución cubana y el impresentable esperpento del "socialismo del siglo XXI" de Venezuela. No son marginales. No son dos o tres, son muchos. Y esto es grave.

Pensemos luego que nos hemos distanciado de lo que hoy es la mayoría de América Latina, muy especialmente de nuestros vecinos. Mauricio Macri visitó el miércoles a nuestro Presidente. Los trascendidos fueron, como siempre, amables y positivos, pero está claro que no tenemos una sintonía sólida. El comunicado conjunto de ambos mandatarios, empero, da cuenta de un nuevo episodio de la saga que viene escribiendo el Gobierno en torno a Venezuela, esta vez en línea con el documento del Grupo Internacional de Contacto, reclamando "elecciones libres, creíbles y con controles internacionales fiables".

La Argentina de Cambiemos ha sido muy amistosa con Uruguay. Sin ir más lejos, el primer paso del presidente Macri fue levantar aquellas medidas agresivas para con nuestro puerto que abusivamente había adoptado el Gobierno Kirchner. Él mismo, como su canciller Faurie, es notoriamente afín a nuestro país y seguramente hará todo lo que pueda para mantener esa relación en el mejor signo, pero en su Gobierno todos tienen claro que el oficialismo uruguayo hoy les es hostil y está deseando su derrota.

Con Brasil, el Presidente hizo muy bien en asistir a la toma de posesión de Jair Bolsonaro e intentar recomponer una relación puesta en riesgo por las imprudentes declaraciones en contra de quien terminaría siendo nada menos que presidente de nuestro poderoso vecino. El lógico resentimiento quedó claro en la primera salida al exterior del mandatario brasileño, que nos ignoró olímpicamente. Todo este culebrón venezolano, ahora, nos ha dejado también bastante lejos.

De todo lo cual va resultando que estamos mal con todos. Con el antichavismo, por el idilio chavista-madurista de nuestros sucesivos gobiernos, que por cierto no se borra por esta voltereta contorsionista del viernes pasado, cuando votamos la declaración del Grupo Internacional de Contacto, pero con expreso pronunciamiento de que solo reconocemos como presidente a Nicolás Maduro. El modo como se insiste desde ese ámbito en los contratos y los negocios del chavismo con Uruguay revela un mar de fondo que no se desvanece con esta maniobra de última hora, tan sorprendente como desesperada.

Por el otro lado, hemos quedado muy mal con México, con quien habíamos integrado dos días antes el Mecanismo de Montevideo. El anuncio se hizo con los dos cancilleres presentes. Fue lo único parecido a una "cumbre" que hubo en esta semana, en que se abusó del término para describir una reunión con representantes de rango inferior al ministerial. Pues bien, los dos ministros presentes explican la posición y Uruguay enfáticamente declara que poner condiciones es alejar la salida. Poco después, nos desdecimos y desairamos nada menos que a una gran potencia latinoamericana, con la cual tenemos, fuera del Mercosur, el único tratado de libre comercio relevante.

Paso a paso, va quedando poco del prestigioso Uruguay de la democracia, de los grandes diplomáticos, que desde Guani a Mora Otero, Lacarte Muró a Gustavo Magariños, construyeron nuestra tradición internacionalista. No hay nada peor que perder la seriedad. En esta materia, como en general en la vida política, se puede discutir y aun discrepar, dentro de los cánones del respeto y la coherencia. Lo que no se puede es debilitar el valor de la palabra empeñada, instaurar la ambigüedad como norma o responder a pequeños microclimas internos que se saltean el interés nacional.

Si este Gobierno ha podido triplicar la deuda externa para solventar sus enormes déficits, ha sido por la confianza ganada en nuestra historia y, muy especialmente, en la crisis de 2002, en que —cuando Argentina se caía en default— nosotros honramos nuestros compromisos. Del mismo modo, si nuestro país ha tenido una influencia mucho mayor de la que se derivaría de su escaso poderío económico y militar, ha sido por ese prestigio, ganado en los foros internacionales en décadas de trabajo serio, responsable y coherente. En la cuenta negativa del Frente Amplio, esta perspectiva es uno de sus peores saldos, que —como tantos otros— costará tiempo levantar.