Manipulación, explotación y democracia

Guido Risso

Un diagnóstico basado en la experiencia real sobre el funcionamiento de la democracia actual nos mostraría una democracia básicamente formalista, sin conexión sustancial e incapaz de resolver los verdaderos problemas que las sociedades modernas reclaman.

Esta democracia responde a un modelo procedimental de reconocimiento por parte de la doctrina clásica, pero incapaz de resolver los flagelos históricos —cuya lucha la inspiraron y definieron— como el autoritarismo, la explotación, la desigualdad y la opresión.

Tanto el autoritarismo como la opresión y la explotación son fenómenos políticos que han sido incansablemente debatidos y enfrentados política, intelectual y popularmente. Sin embargo, hemos sido tan socializados en la idea de que las luchas por la libertad, los derechos y las constituciones del siglo XX pusieron fin al autoritarismo y la explotación, que podría considerarse paranoico, es decir, sería patológico afirmar que aún seguimos explotados y oprimidos y que, en realidad, el autoritarismo cambió de forma o, como una serpiente, solo cambió de ropaje.

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¿Cómo abordamos entonces, sin ser patologizados, este complejo proceso de continuidad opresiva con cambio? ¿Cómo demostramos que aquello que denunciamos y enfrentamos victoriosamente en realidad aún permanece como algo diferente de lo que fue, pero sin modificar su esencia?

En primer lugar, debemos asumir que las categorías que usamos para definir la realidad son precarias y demasiado elementales para captar la complejidad de aquello que cambió sin dejar de ser lo mismo. Nuestra mayor dificultad radica en nombrar adecuadamente este paradójico proceso de cambio con continuidad. Aun así lo intentaré.

Aquello que terminó fue el autoritarismo y la explotación histórica o clásica, caracterizados por la utilización de la fuerza y la falta de derechos y garantías. Sin embargo, el modo de dominación y explotación continuó bajo otras formas aun en plena vigencia del Estado constitucional de derecho.

Para entender en qué consiste el autoritarismo moderno es necesario entender entonces quién es el opresor y explotador actual. Somos nosotros mismos manipulados por una construcción cultural economicista y deshumanizante cuya matriz reconfigura los sistemas jurídicos y políticos. Esta construcción se completa con un modelo de éxito de tipo exclusivamente económico, todo reducido a la culpa o al mérito personal. Propone una situación de asfixia continua donde la persona debe estar siempre ocupada y activa, es decir, produciendo.

Los valores legitimantes de este autoritarismo consisten en no tener tiempo para nada, dormir poco, que el almuerzo se convierta en un café, resignar vínculos sociales, ver cada vez menos a los amigos y la familia, que un momento de recreación sea visto como algo negativo o una inútil perdida de tiempo. Consiste en vivir al límite, buscar el agotamiento, llegar al "no doy más", sobreexigir el cuerpo y la mente al punto de tomar vitaminas o suplementos para estar "a pleno" y a la altura del sacrificio.

Sucede que esta manera de vivir es la nueva forma de estatus, no parar de hacer cosas, estar siempre activos, ser emprendedores, superarse. La nueva forma de distinción social con el resto es precisamente no tener tiempo, poder decir: "Estoy ocupado", "estoy a full", "después te llamo".

Nos autoexigimos hasta el colapso y deseamos continuar haciéndolo. Nadie nos lo impone de forma directa, ese es el gran triunfo del autoritarismo moderno y compatible con la democracia: haber llegado al control psicológico en pleno Estado democrático y constitucional.

Todo esto vivido, además, como algo positivo, como algo deseable, con el acompañamiento del derecho y su discurso ético. Si lo consideramos de esta manera, la explotación autoritaria se encuentra hoy tan vigente como en el pasado.

El autor es doctor en Ciencias Jurídicas. Especialista en Constitucionalismo. Profesor de derecho constitucional, Universidad de Buenos Aires.

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