Virginia Higa y su libro sobre la vida en Suecia: lectores, he aquí un gran refugio para tiempos tormentosos

En “El hechizo del verano”, la autora de “Los sorrentinos” narra a la manera de una singular etnógrafa sus experiencias como extranjera en Estocolmo y reflexiona sobre las lenguas, las diferencias culturales, la naturaleza extrema y las amistades en tierra ajena

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Virginia Higa es escritora, traductora y profesora de castellano. Vive hace seis años en Estocolmo, Suecia. (Foto: Diana Mo)
Virginia Higa es escritora, traductora y profesora de castellano. Vive hace seis años en Estocolmo, Suecia. (Foto: Diana Mo)

Una de las novelas que más veces regalé y recomendé en los últimos años se llama Los sorrentinos, cuenta la historia de la familia que creó la famosa pasta fresca en Mar del Plata y es un relato familiar pleno de humor, ternura y melancolía. El Chiche Vespolini, el personaje principal, es de esas figuras literarias que quedan para siempre en la memoria del lector. La autora de esta novela adorable -que tiene mucho de autobiográfico- y que ya fue traducida a varias lenguas se llama Virginia Higa, nació en Bahía Blanca en 1983, es licenciada y profesora de Letras recibida en la UBA y desde hace seis años vive en Suecia.

Su nuevo y esperado libro se llama El hechizo del verano, fue publicado por Sigilo y es un volumen de ensayos y crónicas que actúan como refugio para tiempos tormentosos. En estos textos, Higa -además de escritora, traductora y docente de español- narra sus experiencias como extranjera en Suecia, donde vive con su pareja, un científico, y con su hijito, que nació en Estocolmo.

Los temas son diversos aunque domina el escenario nórdico y hay un tono elegante y amable que funciona como hilo conductor de las historias. En los diferentes ensayos, Higa narra a la manera de una singular etnógrafa una cotidianeidad diferente y, mientras describe espacios y personajes, reflexiona sobre las lenguas, las diferencias culturales, la cercanía de la naturaleza extrema, y la maternidad y las amistades en tierra ajena, entre otros temas.

Algunas frases del libro, que pueden dar una idea de ese tono:

“Pienso que el invierno nos da una lección de humildad, nos obliga a creer en la existencia de ciertas cosas aunque no podamos verlas”

“Quizás el dinero sea algo que inventamos para reemplazar el lenguaje”

“Toda normalidad es una construcción histórica”

“Qué maravilla estar entre humanos y no entender nada”

“Puede trazarse una historia que va de Adán a Linneo y que se extiende hasta hoy: en esa historia, primero hubo que nombrar las cosas para poder conocerlas, nombrar las cosas para apropiarse de ellas”.

“Los suecos son ricos y abundantes en vocales, quizás porque son un país rico y abundante en espacios abiertos, un país de aire puro”.

Una imagen del lago Rönningesjön congelado, en Estocolmo. La nieve y el sol son absolutos protagonistas en el libro de Virginia Higa.
Una imagen del lago Rönningesjön congelado, en Estocolmo. La nieve y el sol son absolutos protagonistas en el libro de Virginia Higa.

Días atrás, conversamos con Virginia Higa por zoom mientras el calor avanzaba sobre Buenos Aires extendiendo la luz del día a la vez que, al mismo tiempo, la oscuridad comenzaba a tomar las horas de Estocolmo, en lo que son los últimos días del otoño boreal. Lo que sigue es la transcripción de esa charla fresca y animada.

Los sorrentinos, la ficción con la que te estrenaste como autora argentina, es una novela particular, sobre todo porque el humor no es muy frecuenteado en nuestra literatura o, más bien, porque hacía mucho tiempo que no aparecía una novela así. ¿Qué pensás de eso?

— A mí me sigue sorprendiendo mucho tener todavía repercusiones o lecturas de personas que me cuentan que lo leyeron. No sé, es todo muy sorprendente porque es mi primer libro, la primera experiencia de publicación. Pero bueno, también pasaron ya varios años, el libro salió en 2018. Y a mí me pone muy contenta que se siga leyendo, que siga circulando. Y me doy cuenta de que va encontrando también lectores nuevos que lo descubren. Y me gusta mucho que la gente que lo lee es muy diferente entre sí, o sea, lo leen chicos jóvenes y por ahí se lo regalan a sus padres o a sus abuelos, y también les gusta mucho.

— Tu nuevo libro, El hechizo del verano, reúne textos que hablan de tu experiencia en Estocolmo, adónde llegaste como una suerte de “princesa consorte”, ¿no?

(Risas) Suena fuerte. Yo me describía más como una “botinera de la ciencia”.

HIga: "Siempre, de alguna manera, sentí un poco que no pertenecía del todo a ningún lado. Creo que siempre tuve esa mirada un poco distanciada". (Foto: Diana Mo)
HIga: "Siempre, de alguna manera, sentí un poco que no pertenecía del todo a ningún lado. Creo que siempre tuve esa mirada un poco distanciada". (Foto: Diana Mo)

— Ah, muy bueno. Me gusta más.

(Risas). Sí, porque vinimos originalmente por el trabajo de mi compañero, de mi pareja, que es científico. Y entonces el plan original era estar acá un año o quizás dos, pero como una especie de aventura, también. Porque era la posibilidad de vivir en otro país, tan raro para nosotros, y del que no sabíamos demasiado. No sabíamos el idioma. Podíamos saber lo que sabe cualquier persona sobre Suecia pero no teníamos ningún lazo mucho más estrecho con el país. Nadie conocido acá, nada. Y entonces fue un poco como una aventura que después se fue alargando y ya hace seis años que estamos.

— Se fue alargando y además fuiste madre ahí. Y ser extranjera y tener un hijo en otro país tiene también lo suyo, algo de eso contás en el libro.

— Sí, también. No cuento mucho pero al final hay algo de eso y sí, obviamente, la experiencia cambia muchísimo también cuando tenés un hijo en otro lado, lejos de tu cultura, lejos de todo lo que conocés y empezás también a experimentar el nuevo lugar desde otro lado. Así que sí, fueron muchas cosas que pasaron acá. Porque también cuando salió mi primer libro yo ya vivía acá, entonces es como que lo viví un poco a lo lejos.

— Todo a la distancia, claro.

— Todo a la distancia, sí.

— Una de las cosas que uno advierte leyendo estos breves ensayos que componen El hechizo del verano es que quien narra es una persona con una mirada muy abierta a todo lo que tiene que ver con la naturaleza, la lengua, la sociedad, las formas de ser de las personas. Y me pregunto si antes de estar en Suecia tenías esas inquietudes, o si el hecho de estar lejos y con algo de tiempo, como estuviste durante unos años, te abrió esa posibilidad.

— Mirá qué buena pregunta. Yo creo que siempre fui un poco así y que siempre, de alguna manera, sentí un poco que no pertenecía del todo a ningún lado, ¿no? Creo que siempre tuve esa mirada un poco distanciada. No sé si es por el hecho de tener dos familias con orígenes tan distintos: la familia de mi mamá es italiana y la de mi papá es japonesa, y era un poco una manera de mirar al otro, de poder mirar al otro con un poco de distancia. Y creo que eso me sirvió muchísimo después para escribir. Entonces, pienso que de alguna forma siempre fui muy atenta a lo que pasaba a mi alrededor. Pero es verdad que estando acá y tan lejos de todo lo conocido, de toda mi experiencia conocida, de mi cultura pero también de la lengua se abrió mucho más mi atención o se abrió de otro modo. Yo nunca había vivido en otro país; sí había viajado, pero no había vivido en otro lado.

"El hechizo del verano", de Virginia Higa, fue publicado por Sigilo.
"El hechizo del verano", de Virginia Higa, fue publicado por Sigilo.

— ¿Y la reflexión sobre la naturaleza, que es muy fuerte en este libro, es algo que ya tenías de antes o también surge estando en un lugar con climas tan extremos como Suecia?

— Sí. Un poco y un poco. A mí siempre me llamó la atención esto de la diferencia entre vivir cerca de la naturaleza y vivir en la ciudad. Yo hice la secundaria en la provincia de Córdoba. Vivíamos muy cerca de Embalse, de las sierras. Después nos mudamos a Capital de nuevo y ese cambio fue muy fuerte para mí, lo de sentir que no tenía la posibilidad de escaparme y de poder ver verde por un rato. Eso en Buenos Aires es un poco agobiante, a veces. Y después, cuando vinimos acá, el paisaje es tan distinto y, a la vez, la ciudad de Estocolmo tiene esta particularidad de es una capital pero está en medio del agua porque está conformada por islas y, al mismo tiempo, está muy cerca del bosque. Muy cerca de la naturaleza. Pero muy cerca, en serio, o sea, a diez minutos de mi casa hay un gran bosque, una reserva natural y después está el lago, que es enorme. Entonces, sí, todo eso obviamente me influyó. Y también me pasó que me puse a leer más cosas que tenían que ver con la escritura sobre la naturaleza, que eso sí era algo que antes no había hecho demasiado. Empecé a leer más de esos libros recién cuando estuve acá.

— El modo en que divulgás tus lecturas me gusta mucho. El capítulo sobre Linneo, una de las grandes figuras de Suecia, es buenísimo y todo lo que describís en relación a lo que significa ponerles nombre a los elementos naturales y apropiarse de ellos me resulta muy atractivo. Pero te leía y pensaba que si bien no conozco Suecia, me acuerdo de estar en Oslo, Noruega en otoño y estaba en el Parque Vigeland y yo tenía frío pero la gente se tiraba en remerita al sol como si fuera una droga.

(Risas) Sí, sí, sí. Es una droga. Eso es muy fuerte también, cómo cambia la relación de las personas con el sol, con algo tan básico. Viviendo en Argentina yo nunca me había detenido a disfrutar del sol. Al contrario, es algo de lo que uno se tapa un poco en el verano, como que uno lo sobrevive también. Pero sí, acá es tan extrema la diferencia, el contraste es tan grande entre las estaciones que te hace repensar y apreciar un montón de cosas.

— Eso, le das valor, ¿no?

— Sí, sí, totalmente. Sí. Y yo al principio me reía, todos los extranjeros que vienen acá al principio se ríen un poco porque en invierno, si algún día sale el sol un rato, si está el cielo despejado y brilla el sol, la gente se para en la vereda y se quedan un rato con los ojos cerrados de frente al sol. Y al principio uno se ríe de esa gente, dice “Ah, mirá esto, qué hacen”. Y después uno mismo lo hace porque es como bueno, salió el sol, vamos a disfrutar un rato, a adorar el sol. Después uno entiende por qué. Un montón de culturas adoraban al sol. Uno entiende incluso la importancia de las fechas del solsticio, del solsticio de invierno. Y también hace poco que fue Halloween, viste que es una fiesta que para nosotros siempre era muy ajena, que no nos decía demasiado.

— Cada vez menos. Si volvés a la Argentina, te vas a encontrar con que para los más chicos cada vez tiene más espacio.

— Ah, sí… Pero digo, yo nunca me había interesado demasiado, pero estando acá me di cuenta de que es la época del año en la que cae abruptamente la luz y, de golpe, el otoño, que venía siendo más o menos lindo y rojo, amarillo, de golpe se vuelve páramo y la luz cae en picada y entonces son muy oscuros los días y muy oscuras las noches y, claro, hay todo un sentido ahí, como de celebrar cosas, y celebrar el solsticio de invierno que está cerca de la Navidad, también, es como muy significativo. Es cuando muere el sol. Debía ser tremendo para la gente que vivía acá antes, hace miles de años.

— Una imagen que me resultó fuerte es algo que mencionás en tu libro como una gran diferencia con nuestros países y es que te sorprende ver viejos felices.

— Ah, sí. Yo siempre digo que mi población favorita de acá, la gente que más me gusta en Suecia, son los jubilados. Porque hay toda una franja de gente que tiene, no sé, de 60 para arriba, que son distintos que los jóvenes. No sé muy bien cómo explicarlo. Siempre lo digo y a veces la gente se sonríe, pero yo creo que es porque cuando fueron jóvenes vivieron toda una época de Suecia que fue muy benévola con ellos.

— Bueno, por empezar existía la socialdemocracia, que ya no existe. Ellos disfrutaron ese estado de bienestar como nadie.

— Tal cual, vivieron en ese país donde, sí, sus necesidades estaban cubiertas. La vida era, no sé, había unas seguridades. Quizás son ilusorias pero bueno, esta gente vivió una vida buena, me parece. Qué sé yo, hay de todo, obviamente. Pero estos viejos me impactaron mucho cuando llegué, ver cómo salían a caminar en invierno con los palos para la nieve, no sé eso serena.

Virginia Higa en Satra, un suburbio de Estocolmo en el que vive con su familia.
Virginia Higa en Satra, un suburbio de Estocolmo en el que vive con su familia.

— ¿Los textos que integran este libro fueron pensados para este formato, para este conjunto de relatos, o fuiste escribiendo y publicando en diversos espacios y luego salió la idea del libro?

— No, no tenía un libro en mente. Cuando llegué acá, empecé a escribir, siempre escribo. No es que en algún momento dejé de escribir por mucho tiempo. Cuando llegué a acá empecé a escribir sobre estas impresiones, sobre la lengua, sobre la nieve, sobre estas cosas que veía. Algunos textos de los que están en el libro sí se publicaron en algún lado pero un poco distintos. Por ahí en forma de alguna reseña, pero después los transformé un poco. Y cuando ya la idea era armar un libro me di cuenta de que todos tenían alguna relación con Suecia o con mi experiencia acá, pero no es que me propuse hacer un libro desde el principio. Fui escribiendo y después, en algún momento, apareció esta idea.

— Y fuiste cruzando cosas. Pienso, por ejemplo, en el texto sobre Jane Austen, en el que aparece tu amiga rusa que es fan de las Brönte pero a quien no le gusta Jane Austen. Y vos ahí escribís de manera nada solemne pero en la que se nota que está la mirada de una académica, de alguien que pasó por la Universidad estudiando literatura. Y, al mismo tiempo, mezclás esta experiencia con la amistad. Porque, claro, ¿una amistad no debería romperse porque ella no entienda lo buena que es Jane Austen, verdad?

(Risas) Sí, tal cual.

— ¿Ese texto había sido publicado como artículo antes?

— Sí, era un texto sobre Jane Austen, solamente. Pero pasó que en el momento en que estaba armando el libro me dije: “pero, en realidad, esto otro también pasó”. Y pasó en la misma época. Entonces, viste que a veces dos cosas que parecen que son separadas se encuentran. Gravitan.

— Eso es muy común que pase en el momento en que estás escribiendo y algo con lo que no contabas cuando te sentaste a escribir, se te cruza y se impone.

— Es cierto, sí, sí. Y son dos experiencias separadas pero que, bueno, en algún momento se pegan.

— Hablabas recién de la lengua, que es un tema que aparece desde el comienzo en tu libro, cuando contás cómo es vivir en una lengua extranjera. Me gusta mucho el modo en que lograste explicar lo que muchos sentimos cuando intentamos hablar en otra lengua. Vos lo decís así: “Pienso que nadie que me conozca hablando sueco sabrá nunca que en mi lengua puedo ser graciosa o inteligente”.

— Sí. Es la sensación que tengo básicamente todos los días viviendo acá.

— Pero es que es así, claro.

— Sí, sí, es fuerte eso porque hay que renunciar a ciertas cosas. Yo creo que también es un gran ejercicio el de renunciar un poco a la identidad tan fuerte, ¿no? Porque la lengua es nuestra identidad, es parte de nuestra identidad. Pero también, digamos, podemos ser nosotros mismos en un contexto en el que ni siquiera podemos hablar bien y eso también es fuerte. Porque nos podemos relacionar con otras personas, con otros seres humanos. Nos pueden entender y podemos tener intercambios básicos. Yo no puedo hacer chistes, bueno, ahora puedo un poco más. Pero hay cosas que no puedo.

— ¡Felicitaciones, qué bueno!

— Sí (risas). Es un gran momento cuando haces tu primer chiste en sueco.

"Los sorrentinos", primera novela de Virginia Higa, cuenta la historia de la familia que creó la famosa pasta fresca. Su protagonista, Chiche Vespolini, tiene ya un lugar entre los grandes personajes de la literatura argentina.
"Los sorrentinos", primera novela de Virginia Higa, cuenta la historia de la familia que creó la famosa pasta fresca. Su protagonista, Chiche Vespolini, tiene ya un lugar entre los grandes personajes de la literatura argentina.

— Me imagino, claro.

— Es que hay que renunciar a ciertas cosas que una cree que la constituyen. “Yo, porque uso tal palabra, entonces soy”. Y no; cuando estás en otra lengua tenés que renunciar a ciertas cosas que creés de vos misma y también si querés comunicarte. Porque yo a veces me doy cuenta de que hay gente que es muy buena para las lenguas y otra, que por ahí no es tan buena en el sentido de que comete errores, todos los cometemos, y por ahí su gramática no es tan impecable pero igual logran comunicarse con fluidez. Y el mensaje llega y se transmite algo que va más allá del lenguaje. Entonces, para mí esto también fue y es una reflexión constante porque yo trabajo con el lenguaje y con la lengua. Todos mis trabajos tienen que ver con la lengua. Pero, al mismo tiempo, me doy cuenta de que le damos una importancia que quizás no tiene. No sé, me lo pregunto.

— En un momento decís algo así como que, tal vez, el alcance del lenguaje no sea para tanto. Sos escritora, traductora, enseñás castellano, y eso también se ve mucho en algunos de los textos en los cuales reflexionás sobre la lengua como una cosa física. Lo hacés cuando, por ejemplo, señalás algo sobre las vocales y decís que, en general, siempre ponemos mucho empeño en pronunciar las consonantes y en el sueco lo que es capital es el tema de las vocales. Y describís esas vocales y es casi como si las estuvieras viendo.

— Sí. Es que es verdad que hay toda una dimensión corporal y física del lenguaje a la que se le presta poca atención, quizás. O quizás en la literatura misma. Y que es tan rica y tan interesante de investigar. Pero claro, es algo que es más de la experiencia en el momento, ¿no?

Tomtebogatan 14: frente del edificio donde vivió Manuel Puig en Estocolmo, en 1959.
Tomtebogatan 14: frente del edificio donde vivió Manuel Puig en Estocolmo, en 1959.

— Sí, de lo que venimos hablando, de tu lugar de observadora, que es algo que se traduce en cada uno de los textos. Hay otro muy interesante que es tu investigación sobre el paso de Manuel Puig por Estocolmo, en 1959. Personalmente me encantó porque no sabía nada de todo eso, me resultó muy interesante y divertido. Contame un poco de tu vínculo amoroso con la obra de Puig y con su vida, porque también hablás de eso.

— Manuel Puig me encanta, soy muy fan de todas sus novelas. La primera que leí fue El beso de la mujer araña y creo que tenía, no sé, 18 años, y es ese momento en que te explota la cabeza y decís: “¿Esto se puede hacer en castellano, qué es esto?” Siempre me gustó muchísimo Puig. Y cuando estaba acá, el primer año, me puse a releer sus cartas, ese tomo grandote que editó Entropía en dos libros, uno son las cartas que mandó desde Europa y otro son las cartas americanas (Querida familia: Tomo I, Cartas europeas y Querida familia: Tomo II, Cartas americanas. New York-Rio). Y las cartas que él le escribía a su familia eran tan divertidas, tan…

— Tan él.

— Tan él, claro. Y, entonces, ahí vi que había estado en Estocolmo un tiempo, creo que fueron seis meses, y me puse a investigar. Le pedí a Graciela Goldchluk, que es la que editó esas cartas, si podía mandarme una foto, ella tenía los sobres ahí.

— Los originales, las cartas originales.

— Claro. y me mandó una foto del sobre de las cartas desde Suecia y ahí, en el sobre, estaba la dirección de la casa. Y entonces fue un poco una excusa como para recorrer la ciudad de otra manera: bueno, voy a ir a ver en qué lugares estuvo Puig acá.

— Turismo literario, claro.

— Sí, pero como tan mínimo, ¿no? Porque Puig estuvo muy poquito tiempo acá y tampoco es que fue un destino muy significativo en su vida. Pero a mí me gustó esa idea de ir ahí a recorrer, como a seguir sus pasos y ver qué encontraba.

— Hay algo que aparece mucho en el libro y que tiene que ver con la mirada sobre los cuerpos y sobre el deporte, algo que, según contás, te fue siempre ajeno. En un momento aparecés practicando arquería; en otro, aparecés patinando, casi al comienzo de su estadía en Estocolmo. Decías recién que ya podés hacer chistes en sueco. ¿Y cómo sos patinando ahora?

— Ah, no, el tema es que mi experimento con el patinaje fue solo durante ese invierno que cuento ahí, en ese texto, y después no volví a patinar nunca más (risas). Tendría que volver a probar en algún momento.

Vasaparken, donde hay pista de patinaje en invierno. Uno de los relatos trata sobre los intentos de patinar sobre el hielo, que es también una forma de adaptarse a la vida en Suecia.
Vasaparken, donde hay pista de patinaje en invierno. Uno de los relatos trata sobre los intentos de patinar sobre el hielo, que es también una forma de adaptarse a la vida en Suecia.

— La nieve aparece como un elemento muy importante. Hablás de los distintos grados, de las distintas clases de nieve. E insisto con lo de la observadora porque haces casi un trabajo etnológico ahí.

— Bueno, mirá, cuando pienso un poco en el libro, o cuando lo estábamos armando y cuando se fue acomodando en la cabeza mi idea, hay algo ahí de la etnografía inversa. Porque a mí me gusta pensarlo así. Como los etnógrafos y los antropólogos históricamente siempre provienen de los países centrales y se van a los países exóticos del mundo a describir sus costumbres y a encontrarse con los nativos y ver cómo son y, no a llevarles la civilización pero sí a traer noticias de cómo son en otro lado, a mí me gustaba un poco la idea de hacer eso al revés. Como si yo fuera una especie de etnógrafa sudamericana que viene a observar las costumbres de estos nórdicos que son tan raros.

— Mencionás mucho cómo en Suecia las personas toman distancia física unos de otros y también los silencios que hacen cuando dialogan (“Es evidente que no los incomoda estar callados, que están a gusto con el aire vacío a su alrededor. Quizás por eso a nosotros nos parecen fríos”). ¿Sentís que algo de todo eso se te pegó?

— A veces me enfurece mucho, a mi pareja también. Y hablamos de los suecos y nos da bronca a veces que sean como son, que es un poco ridículo porque nosotros somos los raros acá, no ellos. Pero creo que hay algo de eso que, sí, uno se va adaptando a los países, al lugar donde está y hay algunas cosas que sí. Otras que trato de no contagiármelas porque no me gustan. Y también pienso si no habrá, o si no habría en mí también algo de eso antes y que por eso no me fue tan difícil vivir acá. Entonces también me lo pregunto porque somos muy distintos en temperamento los argentinos y los suecos pero yo, en Argentina, también siento que hay algo en mí que por ahí es un poco más frío que la media, o no sé si más frío pero como más reservado.

"Una etnografía inversa", esa idea tenía Virginia Higa al encarar este libro. En lugar de ser alguien de un país central que visita un país exótico, es una sudamericana la que narra la vida en un país europeo. (Foto: Diana Mo)
"Una etnografía inversa", esa idea tenía Virginia Higa al encarar este libro. En lugar de ser alguien de un país central que visita un país exótico, es una sudamericana la que narra la vida en un país europeo. (Foto: Diana Mo)

— Una idea que está muy presente es el tema de la gratitud. La gratitud de poder tener cerca esa naturaleza, la gratitud de poder estar viendo esto o aquello o, incluso, la que te embarga cuando aprendés a tejer con aquellas que tejieron prendas para vos en su momento.

— Bueno, sí, es un sentimiento que surge mucho en mi vida últimamente. Y en el caso de estar viviendo acá, también es una gratitud extraña, a veces, por tener acceso a la naturaleza y tener agua limpia, Estocolmo es una de las ciudades con el agua más pura del mundo. Vos abrís la canilla y podés tomar agua en cualquier lado. Te podés meter a nadar en cualquier lado. Y, obviamente, se agradece poder tener eso. Pero, al mismo tiempo, es una gratitud rara porque está un poco mezclada con cierta bronca de por qué no podemos tener esto en mi país.

— Claro.

— Y también el acceso a la naturaleza, que en el mundo ya es como una cuestión de élite poder tener acceso a un lugar verde, a aire puro. Cosas que deberían ser, digamos, un derecho humano -poder tener acceso a aire puro, a agua pura, un lugar verde para pasear-, y no lo son. Entonces, es siempre un poco ambivalente esa gratitud.