Anticipo de “La venganza del Killing”, novela de culto de Rafael Bini

Veinticinco años después de su salida, Walden reedita con prólogo de Martín Kohan, uno de los libros favoritos del fallecido Carlos Busqued. Aquí, un fragmento del primer capítulo

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"La venganza del Killing" (Walden), de Rafael Bini

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La masacre del shopping center almirante Massera

El tipo me miraba con cara de hombre lobo arrepentido, tendría unos cincuenta años, caucásico, nariz roja de alcohólico, labios finitos de cretino, ojos rasgados de pupilas muy amarillas y llenos de venitas. Iba vestido de Papá Noel y me pedía por algún dios que no lo matara. Adentro de su boca, la mágnum latía esperando órdenes. Me miraba como diciendo ¿en esta tarde idiota voy a morir? ¿Ni siquiera borracho? Simpático el turro.

Me hubiera gustado darle el gusto. Concentrado en las imágenes que iba recibiendo del futuro, imágenes que explotaban en mi cráneo, tremendos gritos que impactaban en mí como recién llegados desde otro planeta, su voz me parecía tan significativa como la de un muñeco de plástico. Un verdadero momento-killing comprimido al vacío total, envuelto en celofán hermético, surgido de las estanterías del almacén de Belcebú, me arrebató. En eso estaba, cuando el Hombre Lobo Arrepentido se puso a cantar aquel villancico. Carajo —me dije—: este pedazo de mierda fortuita, este petardo del diablo con su mierdoso disfraz quiere confundirme, y yo estoy harto de esas pendejadas así que bang bang bang, tres agujeros en la frente, ahí nomás, como hace James Woods en Salvador.

Sin perder tiempo, porque tiempo no hay más.

Lo tiré al sótano del quinto subsuelo, el fiambre golpeó contra uno de los videojuegos que estaban en el depósito y la máquina se prendió sola. “Qué músi- ca tan bella e inocente”, pensé. Salía una musiquita tecno —pero infantil a la vez— del aparato. Enton- ces bañé todo en soda cáustica: máquina y fiambre, y quedó todo igual que una sencilla y mierdosa escul- tura posmoderna. Me quedé con la musiquita del vi- deojuego en la cabeza. Fue bello un instante, después no tanto.

Odio los shopping centers, me enferman los shopping centers, su propia arquitectura me resulta vomitiva, disparatada, perversa. Cada vez que estoy dentro de uno me siento como si me llevaran de paseo por la caja fuerte descomunal en la que vivía encerrado el tío del Pato Donald, Rico Mac Pato, Tío Patilludo, pato viejo, híper millonario y avaro, que si no se bañaba en dinero todos los días le agarraba un ataque. Ya ni me asombra el hecho de que hayan construido el shopping en el mismo terreno en el que antes funcionaba la Escuela. Hoy me parece un chiste de ultratumba, de esos que siempre les hace Argentina a sus hijitos. ¿Quién soy yo para decirlo? Mi documento lo recuerda mejor que yo: me llamo Carlos Alberto Mercier. Aunque ese tipo que ya murió dos veces, una de ellas incluso lo mataron, lo sacaron de circulación, hicieron “pifff” y desapareció. Ahora yo soy Killing y todo lo demás es pura mierda. Me dicen que soy un paranoico reivindicativo, hablan de episodio psicótico. ¿Y qué esperaban de un fugitivo del Estado? ¿O acaso pensaban que después de sobrevivir a las mazmorras del subsuelo iba a poner un kiosko de panchos y me la iba a comer doblada?

Siento una especie de asco existencial que no puedo dominar, tampoco explicar muy bien, un rechazo que no entendería nunca ninguna persona que viviese para combinar correctamente el color de su corbata con el de su traje todos los putos días de su vida. Por eso, les diría, si quieren saber cuál fue la causa de la masacre, busquen esa causa en el mierdoso barrio en el que nací, en los malditos humanoides que padecí, en los perros de mierda que me mordieron, en todas las mujeres que me jodieron y búsquenlo en la mente de todos los hijos de mil putas que me liquidaron sin darse cuenta. Entonces sí van a encontrar algún indicio de lo que sucedió aquella Navidad del 97, en el mierdoso Shopping Center Almirante Massera de Libertador al ocho mil y pico.

Maté primero al individuo vestido de Papá Noel por una cuestión de principios: me dan asco los simuladores. Luego le tocó a la nenita de manos frías. Tenía el pelo rizado como un ángel y le acercaba una cartita al boludo disfrazado. El cuerpito se deshizo en los brazos del falso Papá Noel, libre para siempre de frustraciones. Después busqué marcas y disparé, así de fácil: Giorgio Armani: bang, Gianni Versace: bang, Ted Lapidus: bang: Mango: bang-bang y todo así. No, no me arrepiento, ¿de qué podría arrepentirme? Lo único que lamento es no haber podido quedarme a ver cuando estallaron las veinticuatro granadas de napalm que puse de adorno en el árbol de Navidad gigante del patio central. Me quedé sin fuegos artificiales.

En el interín, tragué tres Halcion para poder esperar muy tranquilo la hora de hacer volar todo el shopping, propiedad de una sociedad anónima manejada por el ministro del Interior, el turro de Mancini, en sociedad con el turro máximo. A las diez en punto comenzó la violencia: Dana, que estaba conmigo, cargaba una pistola ametralladora israelí con un terrible poder de fuego; ella sola pulverizó cuatro parejas que huían hacia las escaleras, doce japoneses que salían de un ascensor y a una gorda inmensa que se escondía detrás de un pollo gigante que había al lado del stand de Chickenitos, mientras tanto yo colocaba los trescientos kilos de trotyl en el Mazda que habían dejado en exhibición como primer premio del concurso de Navidad.

Desde la combi, a dos cuadras del shopping, hice explotar todo a control remoto. El autobomba fue uno de los mejores negocios de mi vida. Una demolición digna de Killing.

[...]

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