
“Fútbol son 22 millonarios corriendo atrás de una pelota”.
“¿Handbol? Como fútbol pero con la mano”.
“Lo único más aburrido que un partido de tenis son dos partidos de tenis”
“La lucha grecorromana es lo más parecido a un acto sexual entre dos hombres (o dos mujeres)”.
“El boxeo es un crimen legalizado”.
“En los saltos ornamentales lo que importa es no salpicar”.
“El rugby es el único deporte en el que para avanzar hay que pasar la pelota para atrás y en el que el público aplaude cuando se la patea afuera”.
Estas son apenas algunas de las frases presuntamente graciosas con las que distintas personas intentaron reducir a la mínima expresión el concepto de deporte. Confieso haberlas escuchado o leído todas. Desde chiquito. Y no solo a cargo de culturosos de esos que creen que no hay músculo y sudor en un escultor o un director de orquesta así como no hay cerebro e intelectualidad en un lanzador de martillo o un gimnasta.
Algunas de estas “máximas” las leí en viejas ediciones de El Gráfico (la del rugby) y en alguna columna de enviados especiales a los Juegos Olímpicos de Seúl (la de lucha grecorromana).
La del hándbol es adjudicable a un importante productor de televisión y la del tenis al abuelo Diego, que es inimputable en estas cosas porque es mi viejo y porque, aun amando al deporte, nunca abandonó la intención de provocar simpáticamente. Es más, en honor a su histórico cuestionamiento al boxeo es que, así como existe en la zona del Colegio Nacional de Buenos Aires, la Manzana de las Luces, él calificaba a la del Luna Park como la Manzana de las Sombras. Poco importaban sus memorables charlas con Ringo Bonavena o haber relatado en inglés la pelea en la que Benny Briscoe casi duerme a Carlos Monzón.
Decidido a escapar de cualquier síntesis descalificadora quiero invitarlos a poner en valor al deporte en todas sus variantes y en todos sus niveles. O, si quieren, a toda actividad física. Desde caminar hasta nadar. De tal modo, lo primero que veremos es que, de los 47 millones de argentinos, la enorme mayoría hemos practicado algo al respecto. Sea con intenciones lúdicas o, simplemente, para encarar el día a día. Es decir, estamos hablando de una actividad que, bien dimensionada, afectaría positivamente y de manera transversal a todos y cada uno de nosotros.
Les propongo otro ejercicio: el de dividir en dos rubros los asuntos en los que cualquier actividad deportiva (física) puede influir en tanto la miremos con ojos sabios.
Por un lado, aquellos asuntos que nos preocupan. Inseguridad, violencia, alcoholismo, drogadicción, delincuencia, sedentarismo, obesidad, exceso de pantallas….. el espacio de puntos es para que ustedes agreguen lo que les venga en mente: estoy seguro de que, en mayor o menor medida, todo aquello que se les ocurra tendrá un atenuante cerca del deporte, especialmente si tenemos la suerte y el presupuesto para ser gente de clubes.
Por el otro, los valores. Eso que tanto reclamamos para nuestra cotidianeidad y que esa cotidianeidad, fundamentalmente cobijada detrás de la careta de muchos dirigentes, nos deja huérfanos de ambición y dignidad.
De la mano del deporte, del club o de cualquier nivel de competencia, desde al Alto Rendimiento hasta el tenis de abuelos que se juega casi a diario del otro lado de la medianera de nuestra casa familiar, nos sentimos más cerca de temas como compromiso, solidaridad, creatividad, inclusión, imaginación, tenacidad, constancia y, sobre todo, respeto por las normas (reglas de juego), las autoridades, los maestros, los rivales, los compañeros y el público.
En la Argentina, y en gran parte del planeta, estamos lejísimos de asumir cuánto serviría el deporte para hacernos mejores. Desde ya que hay excesos y hasta encontramos partidos de torneos barriales de papi futbol suspendidos por energúmenos que entran al gimnasio a los tiros. O con tramposos que se anotan menos golpes que los reales en torneos de golf en ciudades balnearias (prometo algún día dar el nombre del político autor del bochorno; fui testigo del episodio). Pero el deporte en todas sus formas tiene todo a favor.
A partir de esta idea, seguramente exagerada por cuestiones de amor, estoy convencido de que es una omisión grosera pensar que la inversión en deporte –magra, indecorosa a esta altura- debería ir mucho más allá o más acá de las grandes figuras, las promesas, un Juego Panamericano o un Juego Olímpico. Hasta encuadrado en un acto de demagogia valdría la pena que se asumiera desde la supuesta alta política no solo para que sirve el deporte sino cuánto nos atraviesa de manera transversal: el deporte no discrimina.
A veces tengo la impresión de que desde distintos ámbitos del poder se considera que la actividad física no es parte de nuestra sociedad. Basta con repasar cuantas veces se menciona al deporte en las remanidas leyes que se tratan a regañadientes en el Congreso desde hace meses.
¿Qué pensarían al respecto quienes reducen al deporte a una frase hecha no siempre ocurrente, si dijéramos que nadie que no sepa alemán puede disfrutar de La Flauta Mágica, de Mozart (Aclaramos que La Reina de la Noche no tiene nada que ver con el Yategate y que Papageno no es el líbero del Borussia Dortmund). O que Salvador Dalí fue un señor de bigotes raros y ojos saltones que enchastró un montón de telas afectado por trances lisérgicos. ¿Qué otra cosa sino inspiró un título como Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad?
O que los cuentos de Cortázar fueron, ante todo, papeles blancos repletos de manchas negras.
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