Martin Scorsese, una leyenda vigente de Hollywood

Perfil del director con más nominaciones al Oscar en la historia del cine, director de El Irlandés y de clásicos como Taxi Driver. Cuál es su legado, qué marcas dejó su generación y por qué considera que el cine está tomando otros rumbos

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Robert De Niro y Martin Scorsese, en rodaje de Taxi Driver. Foto: Archivo DEF.
Robert De Niro y Martin Scorsese, en rodaje de Taxi Driver. Foto: Archivo DEF.

La anécdota puede ser falsa. Puede que se trate de un mito, uno de los mito más grandes de Hollywood, pero, en cualquier caso, como buen mito revela una verdad profunda que excede el hecho fáctico. El narrador es nada menos que Tarantino, y explica que, cuando Martin Scorsese había terminado el montaje de Taxi Driver, mostró la cinta a Columbia Records. La MPAA le dio una clasificación de edad demasiado alta. Scorsese volvió a su casa, indignado, y, según cuenta la leyenda, pasó la noche entera tramando un plan: matar al productor de Columbia. Estaba despierto, borracho, su obra maestra estaba a punto de echarse a perder y tenía un arma cargada. Cuando la decisión pasó a ser más que una mera posibilidad, Scorsese intentó encontrar dentro de sí mismo una sola cosa que pudiera hacer en lugar de cometer un asesinato; se le ocurrió que podía cambiar el color de la sangre de la última escena, de rojo a púrpura. Final feliz: el representante de Columbia consideró que el cambio era suficiente para bajar la clasificación.

Así lo dibuja el episodio, y en este sentido revela una verdad profunda: el director obsesivo, el director que primero es autor, el cineasta que defiende su obra de los embates de la industria y el consumo, inevitables piezas del circuito audiovisual que poco tienen que ver con el verdadero cine. O mejor: el director que encuentra el modo de que sus obras burlen el filtro de la industria y el consumo. Martin Scorsese no solo es uno de los directores más populares; también es un autor clave para la historia del cine.

Dos factores influyeron para siempre en su vida: el asma, que le impedía hacer ejercicio y actividades relacionadas; y el barrio, que, según cuenta el director en varias entrevistas, era tan peligroso que lo mejor era quedarse encerrado viendo películas.

Una generación de autores

Hijo de familia italiana, Scorsese creció en Little Italy, Nueva York, en la década del ‘40. Dos factores influyeron para siempre en su vida: el asma, que le impedía hacer ejercicio y actividades relacionadas; y el barrio, que, según cuenta el director en varias entrevistas, era tan peligroso que lo mejor era quedarse encerrado viendo películas. Después de decidirse por estudiar Bellas Artes y abandonar la posibilidad del sacerdocio, el joven Scorsese consiguió trabajo como asistente de dirección y montajista en la productora de Roger Corman, empresa dedicada a realizar películas de bajo presupuesto y clase B. Allí, mientras realizaba sus primeros largometrajes, Scorsese conoció a Brian de Palma, Francis Ford Coppola, George Lucas y Steven Spielberg. Era una generación que, tal vez sin saberlo, venía a renovar el cine de Hollywood. Hasta entonces el cine clásico se dividía en géneros bien demarcados -western, aventuras, gángsters-, pero, en la década del ‘60, el mundo que alguna vez había comulgado con el viejo Hollywood ya no existía: había surgido la televisión, la Segunda Guerra Mundial había acabado con el universo idílico que propugnaba el cine clásico.

Joe Pesci, Robert de Niro y Al Pacino protagonizan El Irlandés. Foto: Archivo DEF.
Joe Pesci, Robert de Niro y Al Pacino protagonizan El Irlandés. Foto: Archivo DEF.

El cine era un arte relativamente nuevo. Mientras la literatura, la pintura y el teatro llevaban siglos de desarrollo, el séptimo arte comenzaba en el siglo XX. No había tradiciones previa: los realizadores del llamado período clásico, en la primera mitad del siglo, no tenía padres con los que discutir -las únicas discusiones ocurrían involucraban el puro presente y giraban en torno al presupuesto-. En este contexto, la camada de Scorsese significó aire nuevo por varias razones: era la primera generación de directores que había estudiado cine en academias y, sobre todo, la primera que supo ver que las posibilidades del cine eran mejor explotadas en otras latitudes. En Italia, el neorrealismo había sabido captar el espíritu de posguerra, a la vez que los directores -Fellini, Visconti, Rossellini- se permitían experimentar en aspectos técnicos, simbólicos y narrativos. Un ejemplo claro es que los neorrealistas salían del estudio y grababan en locaciones reales, aspecto que luego Scorsese tomó para captar Nueva York como principal escenario de sus películas. En Francia, mientras Barthes y Foucault declaraban la muerte del autor, directores como Godard y Truffaut parecían demostrar que la figura del autor estaba más viva que nunca: descubrían el cine como espacio de exploración personal y experimentación técnica, y, sobre todo, tenían en claro qué directores de la generación anterior rescataban y cuáles rechazaban. Para decirlo en una palabra, en la Europa de los ‘60 ya había una tradición audiovisual con la que dialogar, y de ello aprendió la incipiente generación de Hollywood en los ‘70.

Leonardo Di Caprio trabajó con Scorsese en múltiples films. Foto: Archivo DEF.
Leonardo Di Caprio trabajó con Scorsese en múltiples films. Foto: Archivo DEF.

La voz de un autor

Borges escribió que cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Hay razones suficientes para creer que ese momento en la vida de Scorsese ocurrió a principios de los ‘70, y que significó para él el inicio de la tensión entre obra de autor y producto de consumo. Con tres cortos en su haber y luego de dirigir Boxcar Bertha por encargo de Roger Corman, al joven director se le presentaron dos caminos posibles: continuar con las películas de clase B, o bien seguir el consejo de su amigo John Cassavetes y hacer películas màs personales.

El hecho de que todos reconozcamos el nombre de Scorsese e incluso podamos identificar planos, movimientos de cámara y un universo afín a su obra demuestra que eligió el segundo camino. Sin ir más lejos, Scorsese fue uno de los primeros en contar Nueva York. Filmó su obra maestra, Taxi Driver, con un joven Robert De Niro que se convertiría en su actor fetiche, lejos de los estudios de Hollywood y en una Nueva York muy distinta de la que mostraban las imágenes amigables y estereotipadas: se ve una ciudad oscura en la que hay pandillas, prostitución de menores, salas de cine porno y violencia. Siguieron producciones diversas como New York, New York y Ragging Bull, pero, antes de hablar de ellas, una pequeña digresión.

Scorsese fue uno de los primeros en contar Nueva York. Filmó su obra maestra, Taxi Driver, con un joven Robert De Niro que se convertiría en su actor fetiche, lejos de los estudios de Hollywood y en una Nueva York muy distinta de lo que mostraban las imàgenes amigables y estereotipadas.

Casi toda figura de la cultura y el espectáculo respeta una trayectoria de apogeo, caída y redención. Por razones ajenas a este artículo, en las que sin embargo quien escribe daría lo que fuera por ahondar, el público y la crítica buscan la fórmula. A su vez, las más de las veces los artistas procuran adecuarse a ellas –basta ver el documental autobiográfico de Taylor Swift, lanzado en Netflix la última semana, donde la estrella construye su propia historia retrospectiva bajo los estrictos parámetros antes mencionados–. Decenas de artículos circulan en internet con títulos como “El sórdido infierno del que De Niro salvó a Scorsese”, “El hombre que descendió a los infiernos”, entre otros. Bien: después del fracaso comercial de New York, New York, Scorsese “descendió al infierno” (del que por suerte De Niro lo pudo rescatar). Angustiado, nervioso y adicto a la cocaína, veía cómo sus colegas encontraban su público: Ford Coppola había marcado un hito con El Padrino; George Lucas, como Vincent Moon, ya llevaba la marca de Star Wars inscripta en la frente, Spielberg había amasado fortunas con Tiburón. Por suerte, De Niro salvó a Scorsese (del infierno) al mostrarle la biografía de un boxeador, Jake La Motta, para convertirla en película, y decirle: “Qué te pasa, Marty? ¿No querés vivir para ver a tu hija casada? Podemos hacer esta película. Podemos hacer un gran trabajo. ¿Vamos a hacerla o no?”. El proyecto parecía ser la última oportunidad de Scorsese y se llamó Ragging Bull. En pocas líneas: fue un fracaso aún peor que el anterior. La redención no apareció sino hasta principios de los 90, con Buenos Muchachos, y a partir de entonces Scorsese fue considerado una figura central en la historia del cine por producciones como Casino (1995), El aviador (2004) y El lobo de Wall Street (2013).

Angustiado, nervioso y adicto a la cocaína, veía cómo sus colegas encontraban su público: Ford Coppola había marcado un hito con El Padrino; George Lucas, como Vincent Moon, ya llevaba la marca de Star Wars inscripta en la frente, Spielberg había amasado fortunas con Tiburón.

Llegado este punto, es buen momento para preguntarse hasta dónde se puede ser un autor en Hollywood y cuánto influye la proyección del retorno de inversión. E incluso, suponiendo que se logra una marca personal como la de Scorsese, Tarantino o los hermanos Coen, ¿hasta dónde la marca de un autor no implica después una obligación comercial a dar eso mismo a lo que la audiencia ya se acostumbró? Scorsese acertó al presentarse como un director versátil: filmó películas de gángsters, documentales de rock, pelìculas con temáticas religiosas, melodramas. No es de los raros, como David Lynch, ni repite las mismas preocupaciones existenciales bajo diferentes máscaras como Woody Allen. Simplemente, es versátil. En cierto sentido, se encuentra en uno de los mejores escenarios posibles: no sabemos qué esperar de él, pero cuando vemos una película sabemos que lleva su impronta.

Con 77 años, es el director con más nominaciones en los Premios Oscar. Foto: Archivo DEF.
Con 77 años, es el director con más nominaciones en los Premios Oscar. Foto: Archivo DEF.

Polémicas y nostalgia: “Los cines nos están marginando”

Este año, el aclamado director ocupó el centro de la discusión pública por dos motivos. El primero fue el lanzamiento de El Irlandés, la superproducción de tres horas y media estrenada en Netflix en noviembre de 2019. Con Robert De Niro, Al Pacino y Joe Pesci como protagonistas, la película supone una gran apuesta, no solo en términos económicos –159 millones de dólares–, sino también de construcción dramática. Además, con esta película Scorsese se convierte en el director de cine con más nominaciones a los premios Oscar (un total de nueve en toda su carrera). En esta edición es candidato a Mejor Director, y El Irlandés fue nominada en la categoría Mejor Película y Mejor Fotografía, entre otros. No deja de ser curioso que compita con Todd Phillips, director de The Joker, si consideramos que The Joker es poco más que un remix de Scorsese: toma por un lado la marginalidad neoyorquina de los ‘70 de Taxi Driver, y, por otro, al comediante fracasado de El rey de la comedia (interpretado por De Niro), una película poco conocida de Scorsese en la que el protagonista urde una estrategia criminal para llegar al prime-time de la televisión y al fin ser escuchado.

El joven Marty era un emblema de su generación. Foto: Archivo DEF.
El joven Marty era un emblema de su generación. Foto: Archivo DEF.

El segundo motivo fue la áspera opinión que reprodujo en una entrevista sobre las películas de Marvel, también llamadas “de superhéroes”, a las que clasificó como meros “parques temáticos”, y que “tienen mercados estudiados, están probadas con audiencias y son analizadas, modificadas, vueltas a analizar y vueltas a modificar hasta que están listas para el consumo”.

Ambas intervenciones no son aisladas: en conjunto, revelan una de las grandes pujas actuales en el mundo del cine, que en el fondo son las mismas con las que Scorsese se enfrentó al principio de su carrera: arte versus mercado. Para Scorsese, una buena película es una experiencia de riesgo, de revelaciones estéticas y personajes profundos. Pertenece a la generación que creció al calor de los gigantes del siglo pasado, como Truffaut, Buñuel, Bergman y Hitchcock, pero también es la que desde el centro del vórtice hollywoodense sintió la responsabilidad y el desafío de llevar, como Prometeo, la llama del buen cine al público general. Desde esta óptica, El Irlandés es un acto de nostalgia, una reivindicación: la prueba de que aún hoy se puede pensar en películas que puedan ser habitadas más allá de los efectos inmediatos, sin, como supo decir Woody Allen, “tomar por tontos a los espectadores”. Curiosamente, el director afirmó que filmó El Irlandés con Netflix porque los estudios tradicionales de Hollywood no querían financiarla.

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