Fui, vi y escribí: Un té peligroso en Londres

Una gran serie, una cita inquietante y la felicidad de la amistad, en este artículo que reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

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Los temas de "La diplomática" van desde el juego de la política internacional a las nuevas ideas sobre el lugar de las mujeres y los hombres en esta tierra.

Hola, ahí.

En Buenos Aires seguimos esperando el frío de veras, ese que solía ya estar instalado a esta altura del mes de mayo y que parece haber olvidado la cita. Mientras tanto, nos vamos acercando a la mitad de un año que parece al mismo tiempo volar y ser de goma y observamos —ya sin sorpresa— el divorcio cada vez mayor entre la clase política y los ciudadanos.

Aunque en Argentina lo vivimos con una intensidad singular ya que la crisis económica no encuentra su techo y en unos meses habrá elecciones —con candidatos impresentables que podrían reventar las urnas a punta de odio y resentimiento— no se trata de un tema local. El fin de los consensos logrados al final de la Segunda Guerra y el desgaste acelerado de la democracia como sistema son malas noticias en todo el mundo.

Me gusta esa embajadora.

Hace rato que no maratoneaba, pero este fin de semana me di el gusto de hacerlo con una serie que me habían recomendado varias amigas, La diplomática (Netflix), y acá estoy para contarte por qué creo que este thriller político puede ser un gran programa para tu próximo fin de semana largo.

La receta es espionaje, humor inteligente, muy buenas actuaciones y la actualidad política vista desde una serie creada y conducida por Debora Cahn, exguionista y productora de The West Wing, Grey’s Anatomy y Homeland, créditos suficientes para despertar curiosidad y entusiasmo.

En lo personal, disfruté de una historia que me permitió encontrarme con temas que van desde el juego de la política internacional a las nuevas ideas sobre el lugar de las mujeres y los hombres en esta tierra. A ver si me explico: no sé que pasa con vos, pero en mi caso, a esta altura es como si hubiera vivido varias vidas y todas ellas coexistieran. Como me aburro fácil, tengo intereses múltiples y el guión de esta serie tiene todo lo que necesito para tirarme de cabeza.

Trailer de la serie. En medio de una crisis internacional, Kate Wyler, una diplomática de carrera, aterriza en Londres como embajadora.

Ahora sí, vamos al argumento.

Keri Russell (Felicity y The Americans, donde personificaba a una espía soviética infiltrada como ciudadana común en territorio estadounidense durante la era Reagan) es Kate Wyler, diplomática de carrera y experta en Oriente Medio que, cuando está a punto de partir a Kabul como próximo destino, recibe la indicación presidencial de viajar a Londres para convertirse en la nueva embajadora. Esto sucede en un momento clave para el mundo, luego de un atentado contra un portaaviones británico en el Golfo Pérsico que deja como resultado decenas de víctimas. Todas las miradas apuntan a Irán y, desde el vamos, el incidente despierta las alarmas por la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial.

Hal Wyler (interpretado por el británico Rufus Sewell) es el marido de la flamante embajadora y es él mismo un diplomático cautivante y problemático, que a partir del nuevo destino de su mujer debe lidiar con su rol de “esposa de embajador” y dedicarse a las plantas y a tareas secundarias de protocolo, cuando todos en su ambiente saben que el señor es uno de los mayores analistas de estrategia en política internacional y un negociador excepcional.

El matrimonio está en crisis cuando aterrizan en Londres y comienza la verdadera historia de esta serie cuya primera temporada —ya se anunció que habrá una segunda— despliega en 8 capítulos de 50 minutos cada uno una ficción sobre el mundo de la diplomacia en un presente complejo, con una guerra en el corazón de Europa y con un belicoso primer ministro británico (el excelente Rory Kinnear, que ya hizo de primer ministro “en problemas con el terrorismo” en Black Mirror), que busca a toda costa vengar el reciente atentado y mostrar carácter y firmeza ante los ciudadanos, aún a costa de perder los estribos de la cordura.

La serie con Keri Russell muestra el trabajo invisible de la diplomacia: las negociaciones, los acuerdos y también los malos asesoramientos.

La elección de Kate como embajadora no es casual: hay un escándalo en ciernes por el cual la vicepresidenta deberá salir del gobierno y en la Casa Blanca pensaron en ella entre las posibles candidatas a sucederla. Le sobra talento pero le faltan formación, modales, tacto, y sobre todo ganas. Es una Cenicienta a la que deberán transformar.

El ajedrez de la trama irá girando lentamente desde Irán hasta Rusia y desde el Kremlin hasta un batallón mercenario que no se llama Wagner pero da igual. Es necesario saber quién ordenó el ataque al portaaviones. A través de los diferentes personajes del mundo de la diplomacia, funcionarios o allegados, canales oficiales o extraoficiales, lo que se despliega en La diplomática es un ensayo sobre ese trabajo que desde afuera puede ser visto muchas veces como escenario de inoperancia y frivolidad pero que la serie pretende mostrar en su plano más invisible: los diplomáticos son justamente aquellas figuras de la política que pueden apaciguar la violencia tanto como ayudar a encenderla, así como sus movimientos y su palabra a la hora de asesorar a los líderes políticos es clave.

En la serie de Netflix, Kate y Hal Wyler son diplomáticos. El matrimonio está en crisis cuando ella es enviada como embajadora de los Estados Unidos al Reino Unido y él, un experto negociador, pasa a ocupar un lugar secundario.

Otro de los atractivos es el modo en que lleva la política y la geoestrategia de las oficinas a la vida doméstica. Este universo no solo está presente en la pareja de los Wyler sino también en la del jefe de misión de Kate, Stuart, personaje representado por Ato Essandoh y Eidra (jefa de la CIA en Reino Unido interpretada por Ali Ahn), un vínculo secreto y siempre a punto de explotar.

Como hablamos de un thriller, no pretendo avanzar mucho sobre la trama, que incluye flirteos varios entre whiskies y canapés, especulaciones analíticas y muy buenos diálogos. Algo que no puedo dejar de advertirte es que el final de la temporada es un ¡guau! así de grande.

Lo que no se ve

Como te comenté, la creadora de la serie es Debora Cahn, quien cuando le preguntaron cómo y cuándo fue la primera vez que pensó en esta historia dijo que fue, justamente, cuando estaba terminando The West Wing, aquella serie maravillosa protagonizada por Martin Sheen que contaba los entresijos del poder desde la mismísima Casa Blanca. “Quiero hacer esto pero internacional”, se dijo entonces Cahn, que era una de las guionistas. Luego de pasar un buen tiempo pensando qué quería decir eso, lo descubrió: “La historia tiene que ser ambientada en una embajada”.

Pero antes llegó Homeland y su intensidad de servicios de inteligencia y contraterrorismo. Para crear esa serie, al comienzo de cada temporada el equipo de producción pasaba una semana en Washington conversando con expertos en política internacional, políticos, periodistas, militares y embajadores. Fue entonces cuando Cahn descubrió que el trabajo de los diplomáticos, si estaba bien hecho, no se veía. Y ella quería que fuera visto por todos.

Keri Russell compone con sutileza a una profesional de la diplomacia en sus variables bambalinas. Aunque es bonita, es descuidada y su vestuario es un problema. Acostumbrada a estar en segunda línea, no abandona su trajecito oscuro de saco y pantalón y en su entorno sufren por eso. No le gustan las fotos sociales, sus modales en la mesa horrorizan a cualquiera, no le interesa el show off ni la porcelana china de los salones: ella quiere hacer su trabajo, componer el mundo.

Como La diplomática es ficción, se toma libertades. Por ejemplo, que el staff de la embajadora se ocupe de llevarle trajes y vestidos y también de armar su equipaje cuando viaja, algo que no sucede en la realidad. Es que hay que convertir a Cenicienta en princesa… Los temas de género están presentes sin ser didácticos ni un plomazo. Todo el tiempo se percibe lo que es el cambio de era y cuánto les cuesta a muchos abandonar sus privilegios y adaptarse, desde dejar hablar a las mujeres hasta pensar en sillas de un tamaño adecuado para que no parezcan gnomos en la mesa de negociaciones.

Debora Cahn, la creadora de "La diplomática", trabajó en series como "The West Wing", "Grey's Anatomy" y "Homeland".

Uno de los temas interesantes de La diplomática es el modo en que muestran la gran diferencia que hay entre los embajadores de carrera y los embajadores políticos, que en los Estados Unidos no son cuadros del partido gobernante sino que suelen ser personas premiadas por su gran aporte como recaudadores de fondos para la campaña presidencial. Más allá de la innegable capacidad que puedan tener a la hora de juntar dinero, la formación profesional de los diplomáticos es crucial para la resolución de conflictos.

Un momento vibrante de la serie es un discurso que pronuncia el esposo de Kate, el gran diplomático que pasa por una etapa en las sombras, y en el que habla sobre la imperiosa necesidad de los diplomáticos de hablar con todos para llegar a un acuerdo. Y cuando dice con todos es literal: no puede haber prejuicios si lo que se busca es una salida a una crisis. Tiranos, asesinos, dictadores: los sentimientos personales deben quedar a un lado si lo que se busca es el bien común.

Cuenta Debora Cahn que la idea de este discurso de ficción surgió a partir del libro Talking to Terrorists (Hablar con terroristas), escrito por el veterano diplomático Jonathan Powell, quien formó parte del equipo negociador del Acuerdo de Viernes Santo, que hace veinticinco años puso fin a la violencia del conflicto armado en Irlanda del Norte.

En Mayfair, con la viuda de Litvinenko

Un episodio de la serie que gira alrededor del posible envenenamiento de un diplomático me llevó a recordar el que tal vez fue el momento más detectivesco de mi carrera como periodista. Ocurrió en 2008, durante la producción de mi primer libro sobre la Rusia de Putin, cuando viajé a Londres para conversar con fuentes y expertos. Y para entrevistar a Marina Litvinenko, viuda del ex espía ruso Alexander “Sasha” Litvinenko, envenenado dos años antes con polonio 210, la sustancia radiactiva más peligrosa que existe.

Marina Litvinenko, viuda del ex espía ruso envenenado en Londres en 2006.

Litvinenko tenía el grado de teniente coronel en el FSB, el servicio de seguridad federal heredero de la KGB. Se hizo conocido en 1999, cuando denunció un complot que involucraba a sus superiores en la serie de atentados con bombas a edificios en diferentes ciudades rusas, incluida Moscú, que dejaron más de 300 muertos. Las autoridades habían acusado por los ataques a la guerrilla chechena y el episodio había sido utilizado como argumento para iniciar una segunda guerra en el Cáucaso.

Vladimir Putin ya era primer ministro y se preparaba para ser presidente. Litvinenko había sido su subalterno en el FSB y estaba convencido de que detrás de los atentados estaba su mano. Años más tarde, ya viviendo en Londres después de ser perseguido y enviado a prisión, acusaría a Putin de mandar a matar a Anna Politkovskaya, una periodista crítica que se había convertido en una profunda molestia para el Kremlin con sus investigaciones.

Litvinenko cayó enfermo la noche del 1 de noviembre de 2006. Ese día se había reunido en el bar de un hotel céntrico para hablar de negocios con dos ex compañeros de los servicios de seguridad y había tenido también una cita en un local de una conocida cadena de autoservicio de sushi con un consultor italiano. Con sus colegas, había bebido té. Como tantas otras veces, también había pasado esa tarde por las oficinas de Boris Berezovsky, el conocido oligarca ruso y enemigo político de Putin, quien era su mentor.

Murió veintidós días después, tenía 43 años. Pocas horas antes de su muerte, Alex Goldfarb, amigo de su familia, leyó ante la prensa un comunicado en el cual Litvinenko acusaba a Putin de ser el responsable del envenenamiento. Sus restos fueron colocados en un ataúd herméticamente sellado para evitar que escapen las radiaciones.

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Según la investigación que llevó adelante el Reino Unido en 2016, el exespía ruso fue “probablemente” asesinado obedeciendo órdenes directas del presidente Putin. Los asesinos habrían sido los ex compañeros de Litvinenko, Dmitri Kovtun y Andrei Lugovoi, que nunca pudieron ser extraditados. En septiembre de 2021 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló que el envenenamiento de Litvinenko con polonio 210, en el Reino Unido, era “imputable a Rusia”.

Alexander Litvinenko antes del envenenamiento y en la cama del hospital en el que murió veinte días después de ser envenenado con polonio 210.

Lugovoi hizo carrera política, es diputado de la Duma y en 2015 recibió una medalla por sus servicios a la patria de manos del propio presidente Putin. Kovtun no tuvo tanta suerte: su alcoholismo lo dejó fuera de todo servicio y en 2022 murió a causa de complicaciones por el Covid.

Vuelvo a 2008 y a mi encuentro con Marina, la viuda de Litvinenko, una cita que llegó luego de semanas de idas y vueltas: unas cuatro veces me cambiaron o bien la fecha, o bien la hora, o bien el lugar. Como en una película de espías, claro.

Recuerdo que ese día tenía el estómago cerrado por los nervios. Me preguntaba qué hacía ahí, qué había ido a buscar y por qué me arriesgaba de ese modo. La mujer a la que iba a ver también conservaba rastros de radiaciones en su cuerpo. De hecho, eso había provocado que la gente al comienzo dudara antes de saludarla con un beso o un abrazo. Pero no era eso lo que me inquietaba sino saber que Marina debía ser una de las personas más vigiladas del planeta.

La vi llegar vestida con ropas claras, clarísimas; toda ella era casi transparente. Le di la mano, pedimos té. Una de las primeras cosas que me dijo fue que su marido no era un espía sino un “investigador del crimen organizado”. Esa tarde en Mayfair, bordeando el Hyde Park, mientras tratábamos de entendernos en un inglés precario y en una sala con ruido a vajilla y música a un volumen poco clemente, me mostró la foto de su hijo adolescente en un celular y la imagen de su marido dentro de un relicario que llevaba colgado en el pecho. No sabía quién lo había matado. Eso me dijo. También me dio a entender que él sabía que era hombre muerto cuando se descompuso.

La tumba de Litvinenko en el cementerio Highgate, de Londres. (REUTERS/Toby Melville/File Photo)

—Sólo sé que llegó a casa, cenamos y después se sintió mal. Siempre habló de las reuniones que tuvo ese día como de los momentos en que lo envenenaron. Él decía, además, que lo que le habían dado no era un veneno común, que era algo más fuerte. Desde hacía tiempo que venía diciéndome: “Van a venir a matarnos, Marina”.

—¿Y usted cree que el presidente Putin pudo dar la orden de asesinarlo?, le pregunté con el corazón a novecientas mil pulsaciones por minuto.

—Aunque él no haya dicho exactamente “Maten a Litvinenko”, usted sabe cómo es… La gente que está en determinado nivel de poder no necesita ponerle la firma a ciertas órdenes. Con sólo mencionar sus deseos en ciertas charlas, siempre va a haber alguien encargado de hacerlo.

Charlie y Luis

Esta semana di muchas vueltas para decidir el tema del envío. En cierto momento pensé en escribir sobre la amistad entre Luis Chitarroni y Charlie Feiling, a propósito de la muerte de Luis y de la reedición de Amor a Roma, el único libro de poemas de Charlie.

Nueva edición de "Amor a Roma", el libro de poemas de Charlie Feiling (La Bestia Equilátera).

Dato para la historia: Chitarroni editó ese libro dos veces, en dos editoriales diferentes en las que tuvo a su cargo el catálogo. Hay una novela ahí.

Con versos cultos y escatológicos, propios y ajenos, el libro reeditado por La Bestia Equilátera lleva como prólogo el que tal vez sea el último texto de Luis que, lejos de toda forma elegíaca, es un escrito pleno de humor e ironía que describe la temporada infernal de Charlie dedicado a sus versos, cuando le llevaba los poemas hasta su casa en Esmeralda y Córdoba, al regreso de su viaje al Reino Unido. “Por aquellos tiempos, él ya había ido a cobrar una herencia exigua de su abuela paterna y a ver un concierto de los efímeros Uriah Heep en la Londres prepunk y postswinging”, escribe.

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El prólogo no es elegíaco y me atrevo a decir que parece escrito para ser leído por Charlie, es decir, se trata de un texto con el que bien podrían haberse revolcado de risa juntos, amigos y cófrades. Un detalle que llama la atención: en el prólogo dos veces Luis dice que no recuerda cuándo murió Charlie. Feiling murió el 22 de julio de 1997 y todavía creo a veces que me lo voy a cruzar en algún lado.

Luis Chitarroni (1958-2023), uno de los más grandes críticos y editores argentinos, publicó dos veces los poemas de Feiling, en dos editoriales diferentes en las que tuvo responsabilidades sobre el catálogo.

En Con toda intención (2005), el libro preparado por Gabriela Esquivada y Alfredo Griego y Bavio que reúne los artículos y ponencias de Charlie, hay una entrevista imperdible que les hizo al autor y al editor Cecilia Szperling en 1995 para El Cronista, cuando apareció la primera edición de Amor a Roma; un diálogo demencial, divertido y lleno de claves para leerlos y para entender el vínculo que los unía.

Feiling: “Para mí, fue una época de profunda infelicidad personal y a la vez de mucha felicidad, durante toda la factura de este libro que consistió en reuniones casi cotidianas, bebiendo hasta altas horas de la madrugada y recitando poemas, y no me refiero a poemas míos sino a poemas que iban surgiendo de la memoria y que íbamos a buscar a la biblioteca”.

Chitarroni: “Para comprobar precisamente que decían lo contrario a lo que recordábamos”.

Feiling: “Una vez soñamos con una antología hecha exclusivamente de poemas recordados”.

”La literatura es una forma de amistad y hacer libros”, dirá luego Chitarroni. “Se pueden hacer libros como este de Carlitos, que también es una especie de inventario de la amistad”.

Charlie Feiling (1961-1997): poeta, narrador, ensayista y periodista cultural.

Me propuse escribir sobre ellos, sí, pero no me dio más que para esto que estás leyendo.

Decía Gabriela Saidon en uno de los mejores textos que se escribieron sobre la muerte de Chitarroni algo así como que, cuando alguien muere, básicamente lloramos por nosotros mismos.

Estoy de acuerdo.

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Llegamos al final con nostalgia de Londres, de tecitos de los buenos y de otros tiempos.

Mi correo sigue siendo hpomeraniec@infobae.com. Te deseo que pases un lindísimo fin de semana largo.

Hasta la próxima.

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