James Joyce según Borges: el largo camino de la admiración a la desilusión

Por supuesto, la obra del autor del “Ulises” no le fue indiferente al gran escritor argentino. Al fin y al cabo, los dos fueron adalides de una cultura erudita, impregnada de la pasión por el lenguaje

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Retrato de James Joyce de Jacques-Émile Blanche y retrato de Borges de Annemarie Heinrich. Wikimedia Commons
Retrato de James Joyce de Jacques-Émile Blanche y retrato de Borges de Annemarie Heinrich. Wikimedia Commons

Cuando se cumple un siglo de la publicación del Ulises de James Joyce, quizás sea oportuno apuntar algunas consideraciones acerca de la lectura que de las obras del ilustre autor irlandés llevara a cabo Jorge Luis Borges.

La interpretación que el gran polígrafo argentino hizo de los escritos de Joyce constituye una suerte de historia universal de las paradojas, aunándose en su juicio crítico la encendida admiración y una cierta desilusión. En todo caso, a Borges no le fueron en absoluto indiferentes los logros literarios del irlandés, con quien compartió una cultura erudita, impregnada de la pasión por el lenguaje artísticamente sublimado.

Ambos autores crearon un universo literario intertextual pleno de referencias y ecos de los que les precedieron, uniéndolos, entre otros elementos, la fascinación por las civilizaciones y creencias antiguas, el cristianismo y el judaísmo, la controversia, el artificio, el laberinto, la ceguera, y hasta el exilio, rasgo que compartieron con ese epítome de expatriados conocido por los nombres de Odiseo o Ulises, y que también responde al de Simbad, impenitente viajero, en su vertiente oriental.

Vasto Joyce

Por otra parte, Borges es a Buenos Aires lo que Joyce a Dublín, y viceversa. Puede remitirse al lector a versos de Borges como “los años que he vivido en Europa son ilusorios,/ yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires” (“Arrabal”).

La relación entre estos dos escritores y las ciudades que los vieron nacer fue una oscilante agonía –en su sentido etimológico– de permanente atracción y aversión.

El Borges ultraísta y devoto de las vanguardias no pudo no sentir un temprano interés por las experimentaciones estéticas joyceanas. Ya en 1925 se había atrevido a traducir la última página del Ulises en la revista Proa, y el 5 de febrero de 1937 publicaba una concisa noticia, recogida en Textos cautivos, en la que se refiere a Joyce, destacando sus gustos literarios: “Siempre lo atrajeron las obras vastas, las que abarcan un mundo: Dante, Shakespeare, Homero, Tomás de Aquino, Aristóteles, el Zohar”, y ponía dichos nombres en relación con la obra épica del dublinés: “Más que la obra de un solo hombre, el Ulises parece la labor de muchas generaciones”.

Reseña del Ulises en el New York Times. Joseph Collins / Wikimedia Commons
Reseña del Ulises en el New York Times. Joseph Collins / Wikimedia Commons

Borges y Finnegans Wake

El magno epos joyceano es para Borges la cumbre y el epicentro de la obra del irlandés, muy superior en calidad literaria a sus narraciones anteriores, a las que considera anticipaciones del Ulises o escritos que pueden ayudar a su comprensión. Por su parte, Finnegans Wake supone una ruptura de Borges con Joyce en términos estéticos, como ya pone de manifiesto en una reseña que ve la luz el 16 de junio de 1939, año de publicación de la última obra del dublinés, la cual le suscitó una “perplejidad esencial” y “vislumbres inservibles, parciales”.

Añade a continuación: “En este amplio volumen (…), la eficacia es una excepción”, y define la que fuera “Work in Progress” como “una concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes”. Para el argentino, Jules Laforgue y Lewis Carroll habían practicado con mejor fortuna estos juegos retóricos.

En definitiva, Borges describe la novela postrera de Joyce como “indescifrablemente caótica”, y termina asociando al autor de Finnegans Wake con el Góngora de las Soledades, cima del culteranismo.

En una conferencia titulada “El libro”, Borges subrayaba de manera lacónica y controvertida que “si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo”.

Retrato de Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina. Archivo General de la Nación Argentina / Wikimedia Commons
Retrato de Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina. Archivo General de la Nación Argentina / Wikimedia Commons

Maestro del lenguaje

Todo ello no es óbice para que Borges siguiera considerando a Joyce como un maestro del lenguaje y como uno de los primeros escritores de su tiempo, quizás el primero en su dominio de la técnica verbal, refiriéndose a pasajes del Ulises como dignos de Shakespeare y Sir Thomas Browne.

En una fragmentaria Introducción a la literatura inglesa, compuesta con María Esther Vázquez, Borges define a Joyce como “literalmente, uno de los escritores más extraordinarios de nuestro siglo”, aunque más adelante lamentaría que el dublinés malgastara su ingenio verbal en la novela, y que no lo empleara en la composición de poemas, elogiando también la belleza de Dublineses y Retrato del artista adolescente, obras a las que, recordemos, había considerado inferiores al Ulises.

En Literaturas germánicas medievales (1966), también escrito en colaboración con Vázquez, Borges resaltará la creatividad y la capacidad lúdica de los juegos lingüísticos joyceanos, comparándolos con los kenningar, metáforas propias del ámbito germánico antiguo: “En el Ulises de Joyce se habla del heaventree of stars, del celeste árbol de las estrellas, para significar la bóveda estelar”.

Hacia febrero de 1941, en una contribución a Sur titulada “Fragmento sobre Joyce”, Borges vuelve a aludir a la obra del irlandés y, más concretamente, al Ulises, poniéndolo en relación con su magistral relato “Funes el memorioso” –incluido en Ficciones–, personaje al que define como “un monstruo”: “Lo he recordado porque la consecutiva y recta lectura de las cuatrocientas mil palabras del Ulises, exigiría monstruos análogos”.

Retrato de James Joyce por Alex Ehrenzweig. Wikimedia Commons
Retrato de James Joyce por Alex Ehrenzweig. Wikimedia Commons

La asombrosa diversidad de estilos de dicha obra, con todo y pese a todo, concitaría siempre el asombro y la admiración de Borges, extensible al propio autor irlandés: “Como Shakespeare, como Quevedo, como Goethe, como ningún otro escritor, Joyce es menos un literato que una literatura”. A pesar de ello, con su proverbial espíritu irónico, añadía seguidamente:

Yo (como el resto del universo) no he leído el Ulises, pero leo y releo con felicidad algunas escenas (…). La plenitud y la indigencia convivieron en Joyce. A falta de la capacidad de construir (que sus dioses no le otorgaron y que debió suplir con arduas simetrías y laberintos) gozó de un don verbal, de una feliz omnipotencia de la palabra, que no es exagerado o impreciso equiparar a la de Hamlet o a la de Urn Burial.

Poemas a Joyce

En Elogio de la sombra (1969), Borges dedica el poema “James Joyce” al gran autor irlandés, destacando la eternidad simbolizada por el día en el que se desarrolla la trama del Ulises.

En su organicismo quintaesencial, el argentino postulaba la hipótesis de que, en última instancia, todos los autores son un autor, y percibe en “El zahir”, esa moneda que es todas las monedas, la impronta del “florín irreversible de Leopold Bloom”, héroe (o anti-héroe) del Ulises. La huella de Joyce impregna no pocos de sus escritos, ya sea mediante alusiones directas, ya sea a través de la imitación de la extraordinaria riqueza retórica del lenguaje literario del escritor dublinés.

Retrato de Jorge Luis Borges por Grete Stern. Wikimedia Commons
Retrato de Jorge Luis Borges por Grete Stern. Wikimedia Commons

Por otra parte, la idea de que todos vivimos en los otros y estamos interconectados en el tiempo y el espacio es una obsesión común a la visión borgeana del mundo, y es el motivo fundamental de la “Invocación a Joyce”, incluida en el mismo poemario. En esta composición, Borges comienza por referirse a su pasado vanguardista:

Por los vastos declives de la noche

que lindan con la aurora,

buscamos (lo recuerdo aún) las palabras

de la luna, de la muerte, de la mañana

y de los otros ámbitos del hombre.

Fuimos el imagismo, el cubismo,

que las crédulas universidades veneran.

Inventamos la falta de puntuación

la omisión de mayúsculas,

las estrofas en forma de paloma

de los bibliotecarios de Alejandría.

Y como contrapunto a los convencionalismos y las vacuas modas y ejercicios de estilo de las primeras décadas del siglo XX, Borges propondrá la integridad del exiliado Joyce, fabulador de otros mundos que están en este:

Tú, mientras tanto, forjabas

en las ciudades del destierro,

en aquel destierro que fue

tu aborrecido y elegido instrumento,

el arma de tu arte,

erigías tus arduos laberintos

infinitesimales e infinitos,

más populosos que la historia.

El final del poema constituye un fervoroso elogio y una apología del irlandés. Joyce es el clímax, la sublimación del desafío por la búsqueda del lenguaje:

Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra

un solo hombre valiente,

qué importa la tristeza si hubo en el tiempo

alguien que se dijo feliz,

qué importa mi perdida generación,

ese vago espejo,

si tus libros la justifican.

Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos

que ha rescatado tu obstinado rigor.

Soy los que no conoces y los que salvas.

He aquí al Borges que reconocía que Joyce “supo todos los idiomas y escribió en un idioma inventado por él, un idioma que es difícilmente comprensible, pero que se distingue por una música extraña. Joyce trajo una música nueva al inglés”. Es el Borges que considera que “Ulises de James Joyce es la ilustración más cabal de un orbe autónomo de corroboraciones, de presagios, de monumentos. Una vertiginosa novela”. Es, en definitiva, el Borges que era Borges y Joyce, secretamente. Y acaso viceversa.

*Antonio Ballesteros González es catedrático de Filología Inglesa, UNED - Universidad Nacional de Educación a Distancia.

Publicado originalmente en The Conversation

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