¿Por qué no querría conocerme mi padre?

Pasé mi infancia anhelado a mi padre, que desapareció cuando nací. Después mi madre lo encontró en un folleto

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(ilustración: Brian Rea/The New York Times)
(ilustración: Brian Rea/The New York Times)

Ya llegó la época del año en que debo evitar el pasillo de las tarjetas de felicitación en la tienda de abarrotes. Si se me olvida y paso por ahí, las tarjetas me atacan con sus frases felices: “¡Eres un papá genial!” y “¡Siempre has sido mi héroe!”.

Tengo que dar media vuelta y alejarme de ahí.

Antes no tenía esta fobia al Día del Padre. Cuando tenía 10 años, incluso publiqué un poema del Día del Padre en mi diario local; hace poco lo encontré en una caja de fotografías y papeles viejos. El poema estaba acompañado de un dibujo de un hombre sonriente, con mejillas rosadas, corbata y un portafolio.

Papá siempre es muy agradable, / Él me da su consejo amable.Papá es alto, guapo e ingenioso/ Y siempre está ahí, cuidadoso/ Puedo decirlo sin temor: /De todos, mi papá es el mejor.

Me carcajeé cuando lo leí. El tributo era encantador, pero no tenía sentido en absoluto. En ese momento, ni siquiera conocía a mi padre. Me pregunto qué sentí, a los 10 años, cuando inventé el cariño a un padre que no conocía.

El Día del Padre es complicado cuando creces sin uno. Mientras los demás están ocupados celebrando a sus padres, yo me siento perdida. Es una aceptación dolorosa de la pérdida paternal, un reconocimiento forzado de una herida profunda que sigo queriendo creer que ha sanado.

Todo comenzó —yo comencé— en Londres en la década rebelde de los sesenta, cuando mis papás salían casualmente sin imaginar un futuro juntos. A mi madre le habían dicho que era poco probable que tuviera hijos, así que quedó impactada tras enterarse de que estaba embarazada.

Mi padre se había ido del país para entonces y ni siquiera lo sabía. Cuando regresó, meses después de mi nacimiento, sus amigos al parecer le advirtieron que tenía una hija y bromearon diciendo que tendría que evadir a mi madre. De cualquier manera, tuvieron un contacto breve, lo suficiente para que le tomaran una foto en la que me sostiene incómodo sobre su rodilla.

Nadie esperaba que mi padre se quedara, y no lo hizo. Aquel hombre, un socialité, modelo ocasional y alguna vez propietario de un salón de belleza —catorce años mayor que mi mamá—, tenía pies inquietos y así le gustaba vivir. Aunque mis padres habían vivido un romance ardiente, se mostraron felices de seguir adelante por su cuenta. A mí no me dieron la opción de tener otro padre.

Después de que nací, mi madre y yo pasamos años viajando por el mundo. Nos mudamos de Londres para ir a Sídney con la familia de mi madre y de ahí nos fuimos a Hong Kong, así que mi papá habría tenido que esforzarse mucho para encontrarnos. Antes del Internet, no era fácil saber dónde estaba una niña —o un padre faltante—, como me di cuenta cuando finalmente lo busqué.

Siguió siendo un misterio durante toda mi infancia, pero para mí la pregunta más grande era esta: ¿por qué no querría conocerme? Como me dijo una amiga: “Se necesita ser cierto tipo de persona para saber que tienes un hijo en el mundo y no querer tener una relación con ese niño”.

Jamás entendí por qué no estaba en mi vida. Sin importar cuántas veces nos habíamos mudado, seguramente era posible encontrar a alguien si había esmero. Él no se había esforzado. ¿Sería por qué yo no era digna de ser amada? Ni siquiera sabía cómo era su voz.

Pasé gran parte de mi infancia observando a hombres que creía que podrían ser él: rostros en el público en los recitales de baile, alguien que subía a un taxi.

Y entonces, cuando tenía 15 años, mi madre asistió a un seminario de bienes raíces en Hong Kong, donde tomó un folleto, lo abrió y lo vio en una fotografía para promocionar la compra de hogares residenciales en Canadá. Se quedó sin aliento, pues lo reconoció de inmediato. Era mayor, claro, pero aún le resultaba familiar y todavía era atractivo. Llamó a la agencia publicitaria que había contratado a los modelos y se enteró de que vivía en Columbia Británica.

Para ese entonces, me había inventado una fantasía del padre que con desesperación quería conocer, y poco después mi madre y él se comunicaron de nuevo. Organizaron que yo volara de Hong Kong para visitarlo tres semanas en Vancouver. Lo anhelaba muchísimo, pero la visita fue un desastre. Había pasado demasiado tiempo. Éramos extraños sin una historia compartida ni nada en común más que la genética. Él tenía una personalidad británica reservada y yo aún era una niña que no sabía cómo navegar los años que habíamos perdido.

Durante el día iba al cine, paseaba o tomaba clases de ejercicios aeróbicos para deshacerme del peso extra por comerme mis emociones. Hacía cualquier cosa para pasar el tiempo. Las comidas eran dolorosas, momentos silenciosos, a menos que se nos uniera su novia, a quien le había confiado lo que pensaba.

Después de eso, de manera periódica hicimos intentos de conocernos. Me visitó en Los Ángeles un par de veces, pero siguió habiendo un distanciamiento, pues solo nos llamábamos de vez en cuando.

Décadas después, cuando se acerca el Día del Padre, aún tengo problemas para encontrar una manera no forzada de abordar la situación. Lucho con la obligación de llamar a mi padre, o Michael, como prefiero llamarlo.

“No le debes nada”, dice Rob, mi esposo.

Pero todavía siento que sí. Soy su única hija y mi hija es su única nieta. Somos la suma de su familia restante. ¿Cómo lo celebro sin venderme? ¿Qué se supone que debo agradecerle? ¿Mi existencia? Sí, quizás es eso lo que debo hacer, pero la gratitud que trato de sentir debe superar años de resentimientos.

Ni una sola vez me llamó para desearme feliz cumpleaños ni me envió regalos en Navidad. Tampoco tuvo que asistir a algún recital escolar dolorosamente aburrido. Se libró de la carga de criar a una hija, emocional y financieramente, ¿entonces por qué debería disfrutar de lo bueno?

Cuando comencé a salir con Rob, quien entonces era un padre divorciado con cuatro hijos, de 8 a 16 años, no estaba preparada para los desafíos. Observarlo con su familia y ver la manera feroz en que los ama y lo disponible que estaba siempre para todo lo que necesitaban —ayuda con tareas, consejos— era un recordatorio constante de lo que yo me había perdido. Tenía cuatro boquitas abiertas que atender, pues necesitaban su atención constante, y él no se saltaba nada. ¿Cómo le hicieron para tener tanta suerte?

Al haber sido una niña que tuvo problemas para satisfacer sus necesidades, no podía imaginar cómo Rob era capaz de seguir el ritmo de lo que se exigía de él. Participaba con todo su tiempo, amor y recursos. Su dedicación me hacía hervir de celos que rápidamente se convertían en vergüenza. ¿Cómo podía sentirme celosa de unos niños cuya única transgresión era no saber la dimensión de su buena fortuna? El dolor casi me destrozaba.

Lo que me ayudó fue un terapeuta que me enfrentó directamente con mi pérdida. “Es triste que no tuviste la experiencia de un padre amoroso”, me dijo. “Pero así fue, y no puedes tener otra oportunidad, entonces es hora de superarlo”.

Fue amor rudo, pero estoy aprendiendo a lamentar adecuadamente mi infancia para poder aprovechar al máximo mi vida adulta.

Durante mis infrecuentes llamadas con Michael, también empecé a hacerle preguntas sobre su pasado y él las respondió. Así fue como supe que su madre lo abandonó cuando era niño y que no volvió a aparecer nunca más. La agonía de perder a su madre, vivir la guerra en Inglaterra y la muerte de un hermano lo traumatizaron profundamente. No es de extrañar que la idea de una familia haya sido tan aterradora. Sentí una gran compasión por el niño perdido y herido que debe haber sido.

Hace unos años, por capricho, empecé a enviarle una canasta de vino y quesos en Navidad. Cada vez, me llama y me agradece profundamente, como si le hubiera enviado un Rolls Royce. ¿Quién iba a pensar que un poco de vino y queso podría hacer tan feliz a un viejo? Es nuestro primer ritual y nos deleita a ambos.

Cuando hablamos a principios de este año, antes de la pandemia y, ahora, de las protestas, terminamos nuestra llamada como solemos hacerlo, hablando de reunirnos de nuevo cuando esté lo suficientemente sano como para viajar a Los Ángeles. A pesar de mis propuestas de ir a Vancouver (y llevar a mi madre, a la que todavía adora y con la que habla regularmente), le gusta mantener la fantasía de un viaje final a Los Ángeles que ambos sabemos que es poco probable, dados los obstáculos.

Antes de colgar, me dijo: “Adiós, Tara, y mucho amor para ti”.

“Adiós, Michael”, respondí. “Mucho amor para ti también”.

Por primera vez, me permití creer que, a nuestra manera, lo decíamos en serio. Y la semana pasada, por primera vez —una nueva primera vez—, compré una tarjeta del Día del Padre, escribí un mensaje y se la envié. Me sentí tan caritativa, que incluso le ahorré mi poesía.

©The New York Times 2020

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