La pandemia nos hizo chocar de frente con una disputa que el mundo venía librando asordinadamente: tecnócratas versus filósofos. Está claro que estamos ante una enfermedad nueva, y justamente por eso estamos a ciegas no sólo los ciudadanos comunes sino también los médicos especializados. Basta recordar que hace un tiempo directamente desaconsejaron y casi prohibieron el uso de barbijos para, un mes después, decir que había que usarlos obligatoriamente; que algunos hablan de inmunidad de rebaño pero otros dudan sobre si los que ya tuvieron la enfermedad quedan o no inmunes; que se duda de si el frío es o un factor importante; para no hablar de las predicciones catastróficas según las cuales habría decenas de millones de muertos para esta época, lo que afortunadamente aún no se ha verificado. Está claro entonces que el haber tenido éxito en el combate del SIDA lejos está de garantizar que entiendan qué es lo que está pasando ahora. Ya lo dijo David Hume: el saber es empírico y sólo el principio de inducción nos proporciona pistas. Y aquí el principio de inducción lo estamos descubriendo todos al mismo tiempo. Pero aun admitiendo que los infectólogos estén mejor equipados que el resto para entender las regularidades concernientes al virus, como señaló lúcidamente Fernando Savater la salud es parte del problema pero no todo el problema. Y en este sentido es donde aparece la puja entre tecnócratas y filósofos: mientras los primeros nos proponen un encierro total, como si viviéramos en el siglo XIV, los segundos nos alertan sobre la imposibilidad de que ese encierro de prepo empalme con la libertad conquistada en nuestros días y con la necesidad económica de muchísimas personas.
El hecho de que lo que está en juego son vidas no excluye la necesidad de calibrar las restricciones sobre la base de los recursos existentes. No estamos hablando del negacionismo irresponsable de Jair Bolsonaro o Andrés Manuel López Obrador, de ninguna manera, sino de ir ajustando las restricciones. La Argentina dispone de casi 10 mil camas de terapia intensiva, de las cuales sólo 1,6 % (aproximadamente 155 camas) están ocupadas por enfermos de COVID-19, otro 48 % están ocupadas con pacientes con otras patologías y la mitad están ociosas. Esos recursos ociosos, con sanatorios que empiezan a sentir los efectos de la crisis y a bajar las remuneraciones de los médicos, ¿no llevan al menos a reflexionar que había bastante margen para un encierro menos severo? En Perú, por el contrario, había un sistema de salud desastroso, con poquísimas camas de terapia intensiva, y por más confinamiento estricto que hicieron (iniciado incluso antes que en la Argentina) el sistema se desfondó, pero la Argentina tiene un sistema que, más allá de sus ripios, no es malo, de lo que da cuenta el hecho de que todos los años vienen a operarse aquí cientos de pacientes de otros países (los que, dicho sea de paso, dejaron de venir, con lo cual también liberaron recursos del sistema).
Dicho esto, si la mitad del sistema está sin ocupación está claro que los cálculos catastrofistas de inminente colapso fueron equivocados y que haber cerrado todo, con deletéreas consecuencias económicas y psicológicas para la población, fue una exageración imperdonable. Deberían asumir el error. Claro que si uno cierra todos los grifos los riesgos se disipan pero al mismo tiempo se generan otros males. Si yo quiero eliminar la reincidencia en el crimen es muy fácil: aplico pena de muerte a todos los delitos y por ende elimino la reincidencia. Pero, ¿es esta la forma en que se deben hacer las cosas o conviene matizar, ir a la sintonía fina? En Grecia hubo dos modelos de arqueología: Arthur Evans en Creta y Schliemann en Troya, el primero era prolijo, trabajaba con cepillos, tardaba más; el segundo, trabajaba con palas: encontraba más rápido pero en el camino rompía las piezas. ¿Con cuál se quedan? Nuestro modelo de encarar la pandemia y la cuarentena se parece mucho más a Schliemann que a Evans. Ante estas críticas algunos científicos, tratando de infundir miedo, replican que es imposible calibrar la curva epidemiológica y que la apertura de una rendija puede llevar el número de muertos de 1 a infinito en pocos días. Pero esta afirmación tropieza contra lo que se ha visto hasta ahora: en Suecia, el ejemplo que eligió el Presidente, la curva no viró a infinito, sino que creció y se estacionó en un número tolerable. Dicho sea de paso, y yendo a la comparación con Noruega, mientras en este último país se desplomó el PBI en Suecia subió un poco, con lo cual los costos habría que medirlos a largo plazo y no de modo tan precipitado.
Más aún: hay lugares como los geriátricos o los barrios vulnerables que son el centro del problema, de modo tal que si se focaliza la energía en esos sitios y se levantan restricciones a población sin riesgos no sólo se mejora la economía sino que se liberan recursos para evitar muertes entre los ancianos (esto lo refleja un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts citado recientemente por Marcos Buscaglia), de modo tal que la pregunta sería: ¿quiénes quieren más muertos, los que piden calibrar la cuarentena o los que trabajan al estilo Schliemann, cerrando todo al bulto como si estuviéramos en la época del Decamerón?
En 1976 un film ocupó las marquesinas de los cines de todo el mundo con un éxito rutilante: El chico de la burbuja de plástico, con John Travolta. Aludía a la historia real de una pareja que tuvo un niño sin defensas. Dados los antecedentes de la pareja, los médicos decidieron aislarlo dentro de una burbuja de plástico no bien naciera, a la espera de que apareciera la cura. La mamadera o los juguetes eran rigurosamente desinfectados antes de introducirlos en la burbuja. Sus padres sólo podían tocarlo con guantes estériles. Así, el niño sobrevivió, creció y hasta estudió. Pero no podía tener contacto con el exterior. En la película el problema se suscitó cuando, ya de adolescente, se enamoró y cayó en el dilema de arriesgarse y salir o perder el amor. En la historia de la vida real el niño a los 12 años no aguantó más esa vida castrada de la burbuja y pidió que lo sometieran a alguna operación, no importaban los peligros, que le diera alguna chance de una vida normal: quería tocar otra piel, quería ser tocado, quería que lo dotaran de una vida verdadera y no de esa prótesis inmunológica. Le hicieron una suerte de trasplante de médula y sobrevivió algunos meses con cierta normalidad. Antes de morir, la madre lo pudo acariciar por primera vez. Los infectólogos tienen mucho que opinar en el caso de esta pandemia, pero dejar en sus manos la decisión final de si queremos vivir o no en una sociedad democrática, de si queremos vivir como seres carnales o vía Zoom, constituye un disparate epistemológico.