En La cultura argentina hoy: Tendencias (Siglo XXI, 2015), el sociólogo Luis Alberto Quevedo, director de la sede argentina de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), reunió una serie de ensayos que pretenden dar algunas aproximaciones acerca de las distintas transformaciones que se dieron en el campo de la cultura en los últimos años. En la publicación, distintos referentes del área firman textos que se refieren a tendencias en la alimentación, el surgimiento de nuevas formas de concebir la política, nuevos modos de producir y consumir bienes culturales y el lugar que ocupa la sexualidad en la juventud en relación con la tecnología, entre otras cuestiones tratadas.
—En la conformación de lo que se llama sociedad de masas, el campo de la cultura fue estratégico para la política, la industria y los negocios en el siglo XX. Entonces se transformó en un territorio de operaciones complejas donde gobiernos, empresas, partidos políticos, y hombres del campo intelectual dieron batalla en el lugar de la producción de sentido, donde se establecen los propósitos de la sociedad. Me parece que el siglo XX tuvo un dramatismo que volvió interesante a la cultura y la tensionó bastante. Y una de las características del siglo XXI, por lo menos de estas dos décadas, es que hay una especie de desdramatización de las cuestiones históricas, políticas, sociales, económicas y culturales. Eso le ha quitado tensión al campo de la cultura. Creo que este siglo ha recibido una serie de fenómenos muy complejos —económicos, políticos y sociales— que ha desarticulado algunas cuestiones de la modernidad. Por eso pienso que la cultura como campo de tensión se ha vuelto un poco más descafeinada y menos atractiva. Sin embargo, sí es un territorio de transformaciones, cambios y novedades.
—Durante muchos años, yo he hecho encuestas e indagaciones sobre consumos culturales y, a partir de un estudio, hay una tentación de decir cuáles son los consumos culturales de un argentino medio. Cuando me lo preguntaban, siempre respondía: "Si hay algo que este estudio muestra es que no hay un argentino típico". Se ha desagregado esa idea de que hay un consumidor cultural...
—Yo diría que cuando la cultura era más fordista había más posibilidades de establecerlo. Hoy la cultura ha estallado en los lugares donde transitan, donde se producen y donde se consumen los bienes culturales. En la década del 40 o 50, la calle Corrientes era la cultura. Cuando la gente iba al centro de la ciudad, iba a buscar cultura: se salía desde los hogares hacia los consumos culturales. Muchas ciudades del mundo se organizaron así y eso, desde el punto de vista de la trama urbana, estalló. Mientras que en el siglo XXI la sociedad estandarizó indumentarias, prácticas, consumos, gustos, el siglo XXI estalló y te pregunta: "¿Cómo querés ser vos?". El mandato del siglo XXI es: "No seas igual a los otros". Y el de siglo XX era: "Elegí tu nicho de consumo, pero vos estás en un lugar de la sociedad". Cuando uno compra un celular, lo que está comprando es un commodity. Sin embargo, cuando lo tenés, un objeto tan estandarizado como el celular te pregunta cómo querés que sea. Vos ponés el ringtone, el fondo de pantalla, lo tuneás, y le vas a poner o no una funda. Hay un proceso de personalización que te llama a ser distinto, que está en muchos bienes culturales.
—Lo que pasó en los 90 es que hubo una desarticulación de los espacios de participación. El alfonsinismo, cuando inaugura la democracia, dice que todo pasa por los partidos, el compromiso, las instituciones de la república y una ciudadanía a la que le interese todo eso. Lo que hizo el neoliberalismo fue desarticular esta idea y decirte que para tu felicidad y para hacer más grande a la Argentina tenés que dedicarte a la vida privada. Hubo una despolitización que fue pensada como una escena política con menos actividad en las calles, menos activismo y menos militancia. En 2001, la frase "que se vayan todos" representa el fin del desencanto absoluto de una gran parte de la sociedad. Lo que Natanson dice es que este retorno a la cosa pública siempre se lo vinculó con la idea de que el el kirchnerismo volvió a enamorar a los jóvenes de la política. Él coincide, pero por otro lado también estuvo el PRO y otros activismos, las redes sociales y la participación de las ONGs. El retorno a la cosa pública y de la política viene de muchos lugares.
—Hay, por un lado, una idea de política más societarista que sería, por ejemplo, la de participar en Greenpeace. Para mí algunas de esas militancias y compromisos con lo social en realidad despolitizan a la sociedad. Pero también, por otro lado, hay una idea de política más de compromiso con un repertorio de bienes ideológicos. Creo que el kirchnerismo sostuvo muchos más valores que el macrismo o que otras experiencias políticas. El macrismo creó una especie de nueva política en la que no importaba la ciudadanía sino la vecindad, e importaba estar cerca de los problemas de la gente y no tanto de las ideologías. Entonces conviven dos modelos de concepción política, y todo eso debería considerarse cuando se habla del retorno de la política.
—No, creo que el Pro tiene una concepción del Estado, de la ciudadanía política, y obra a través de valores políticos. Lo que ocurre es que el PRO se presenta como despolitizado, pero sí tiene valores políticos y está gobernando a partir de ellos. El PRO tiene una fuerte tendencia a actuar casi como por oposición a lo que fue el kirchnerismo.
—Sí, pero nacieron juntos como nacen dos pibes de barrio, cuando el barrio mezclaba más... Todos nacemos y pertenecemos a la misma generación, pero no tenemos los mismos capitales culturales, simbólicos, económicos, familiares ni la misma historia de vida. Eso le pasó un poco a estos dos fenómenos.
—Muchas veces uno cree que el mejor modo de entender fenómenos de la política es a través de los políticos, los discursos y los medios. Sin embargo, yo creo que en muchos momentos es mucho más interesante entrar por la ventana cultural que por la política. La política que articuló el siglo XX se paraba en una sociedad, en un modo del capitalismo que no tiene nada que ver con las ciudades y las estructuras productivas económicas ambientales de globalización del siglo XXI. Los fenómenos culturales te dicen mucho de por qué ha cambiado la política, porque la gente tiene un horizonte de cultura política muy diferente. Entonces, muchas veces para entrar es más interesante hacerlo a través del campo de la cultura. Por ejemplo, recién hablábamos de los jóvenes y la política. Si vos querés entender el lugar que ocupa hoy la política en sus vidas, tenés que entender cómo son esas vidas, sabiendo por supuesto que no son todas iguales. Pero saltando estas distinciones, te diría que la vida de esos pibes se estructura de una manera muy distinta que como se estructuraba en el siglo XX.
—Hay tres tendencias muy claras. La primera es posibilitar la actividad de los gestores culturales: un Estado que abre territorios. En el caso del cine, por ejemplo, no sería orientar la producción cinematográfica sino tener una política de créditos que posibiliten que los creadores hagan. Hay otra concepción que dicta orientar políticas además de abrir territorios. Por ejemplo, decidir invertir en cine es también hacer una apuesta industrialista en la Argentina. Este país está produciendo el doble que lo que produce México o España, y hay una industria en el sentido completo: creadores, artistas, actores, directores, empresas y exportación. Entonces el Estado interviene en ese territorio, pero no con el propósito de que los creadores hagan lo suyo, sino para que se cree una especie de territorio industrial e innovador. Ahí hay otra relación completamente distinta. También está el discurso de que el Estado no se debería meter. Todo esto compite hoy en la sociedad argentina contemporánea.
—Durante muchos años, el Teatro Colón tuvo un importante porcentaje del presupuesto de la cultura de la Ciudad. Y ahí hay una decisión política, porque vos podrías preguntar por qué no la ponen en los centros culturales barriales. Entonces siempre existe una orientación. Yo creo que una vez que el Estado toma la decisión de sostener una política cultural tiene que intervenir y va a ser discrecional siempre, porque hagas lo que hagas alguien te va a acusar de eso.
—El Colón, por ejemplo, hoy depende del Ministerio de Cultura de la Ciudad. Entonces, excepto que vos crees un ente autárquico y externo, siempre vas a estar en la misma. Pero supongamos que creaste este ente, yo te diría: ¿Cómo se sostiene? Con plata pública. Y la política de poner o no poner plata ya te define. Vos me podés decir que hay que evitar que los beneficiados sean los amigos, pero el borde ese siempre es confuso. Tomá los últimos 10 años de quiénes dirigieron el Colón y es un grupo de amigos. Siempre va a ser un grupo acotado. Obviamente estoy separando esto de lo que es la corrupción. Si le dan plata a un tipo por una obra que no hizo, eso es un delito.
—El primer resultado sería un apagón cultural, porque hay muchas actividades que existen porque el Estado las sostiene. En el teatro conviven por lo menos cuatro sistemas de producción diferentes. Está el Estado que pone plata; los privados que ponen plata para hacer plata; el de los pequeños empresarios del teatro que apuestan al prestigio; y después un sistema barrial y vocacional enorme. Buenos Aires es la capital del mundo con mayor oferta teatral y con mayor cantidad de butacas, más que París y Nueva York. Si retirás al Estado, te queda la iniciativa privada del negocio, lo más experimental y lo vocacional. Pero te perdés algo que fue buena parte de la identidad del teatro argentino, que fue el San Martín o el Cervantes. Me parece que el objetivo del Estado es sostener esta diversidad sin superponerse.
—Gran Hermano fue un formato global que tuvo mucho éxito en la mayoría de los países y en la Argentina funcionaron muy bien las primeras dos ediciones. Creo que se perdió la sorpresa del género. En la primera edición, ni los participantes ni el público sabían lo que iba a pasar ahí. Y eso generó grandes audiencias. Por eso el rating y las ganancias de la primera edición fueron enormes. Gran Hermano 2 mantuvo algo de eso y después se fue perdiendo la magia. Yo creo que ya no la tiene.
—No, porque los pibes que entran ahora ya saben todo, y eso para mí es lo peor que puede pasar. En el último Gran Hermano, que no lo vi pero me lo contaron, la producción apostó a un casting de pibes jóvenes y lindos. El segundo día ya tuvieron sexo y la verdad es que no levantaron rating, porque si vos querés ver sexo lo buscás en internet. Además, lo atractivo en cualquier producto televisivo es la historia, no el cuerpo. Gran Hermano 1 y 2 tuvieron tramas y lo interesante era saber jugar el juego. El espectador quiere que pase algo que no sea que los pibes se metan debajo de las sábanas. En esas primeras ediciones había historias personales difíciles y complejas. Y si tenés un pibe frívolo que solo quiere tener sexo no tenés una historia. Se perdió la magia del formato y la idea de contar historias.