"Privados de la carne que todavía no habíamos empezado a desligar de la nuestra, esparcimos amor por todos los objetos de la casa", escribe Sergio del Molino sobre el final de la novela en la que narra el año de enfermedad que llevó a la muerte de su hijo Pablo, un bebé al que le diagnosticaron un extraño cáncer.
Parte del amor que el escritor español decidió esparcir lo convirtió en palabras precisas, en frases de una perfecta sonoridad y en una estructura que permite disfrutar de la lectura de La hora violeta (Random House Mondadori) la novela que durante 191 páginas atrapa al lector para introducirlo en el mundo hospitalario, en sus habitantes y en un lenguaje particular que construye a los eufemismos como parte medular de su discurso.
"Es un mundo muy extraño que forma parte del eje del libro. Se abre la puerta y no tiene nada que ver con el mundo de los sanos. Ahí operan otras reglas. Las relaciones y las emociones funcionan de otra formas, es un estado alucinado", dirá el autor en la redacción de Infobae durante su visita a Buenos Aires.
Fue mi principal desafío y si no lo hubiese conseguido no lo habría publicado. Me lo planteeé desde el principio, un libro que iba a transmitir el dolor por la enfermedad y la muerte de mi hijo tenía que estar a la altura de ese dolor, por eso no podía caer en algo grosero, caricaturesco o melodramático. El libro lucha constantemente contra eso. Está escrito contra el cliché y es un esfuerzo que hago constantemente, desde la primera página hasta la última, para conseguir una potencia literaria que esté a la altura del dolor que narra.
También es verdad que eso está cambiando. Hasta hace muy poco era una palabra completamente tabú. El cáncer tiene mucha más presencia porque está por todas partes, todos conocemos un caso cercano. Susan Sontag, en su libro La enfermedad y sus metáforas, que es muy importante en la génesis de mi libro, decía que el cáncer tiene un imaginario en el siglo XX muy parecido al que la tuberculosis tuvo en el siglo XIX. Tiene ese mismo halo de tabú, está rodeado de una serie de mitologías que cuando te enfrentas a ellas y las vives de cerca, te das cuentas que son falsas, que son mentira. El libro intenta romper esa barrera mitológica, esa barrera metafórica que hay en torno al cáncer. Soy muy enemigo del eufemismo, me gusta que las cosas se digan con su nombre y se nombren y una de las funciones de la literatura es transgredir esos lugares comunes, esas frases hechas, esos tópicos que nos impiden llegar a sentir verdaderamente lo que está pasando. Mi empeño desde la primera página es nombrar las cosas por su nombre, como son.
Es un universo metafórico y uno de ellos es el que la gente está luchando. Cuando alguien tiene cáncer, se dice que está luchando contra la enfermedad. Es una metáfora que me parece muy inadecuada porque no hay nada menos guerrero que alguien que está en un tratamiento de quimioterapia, está con las defensas bajas, muy débil y si eso se lo pasamos a un niño, imagínate. ¿Cómo puede guerrear un niño? Me molesta mucho porque eso culpabiliza al enfermo de su enfermedad, parece que los obliga a estar animados y si al final mueres o el tratamiento no funciona, te culpabiliza porque tu no has hecho lo que tenías que hacer. Y tú no has tenido que hacer nada más que sufrir la enfermedad y llevarla con la mayor dignidad posible. Forma parte de una sociedad que culpabiliza la tristeza y el dolor, que insiste a todo el mundo que esté siempre animado y felíz y eso es una sociedad delirante. A mí me parece terrible, cuando a la gente le pasa algo terrible tiene derecho a estar triste y a no levantarse de la cama sino quiere.
Es que son heroínas esas mujeres. Por lo general la relación con los médicos es estupenda, salvo que te encuentras con algún idiota y eso es terrible. Pero mi sentimiento de gratitud es profundo. Mi hijo falleció pero recibió los mejores cuidados y los mejores desvelos en situaciones muy difíciles. Me encontré con profesionales trabajando al límite y muy por encima de las exigencias que había para ellas y cuyo trabajo no está suficientemente reconocido. Construimos unos ídolos de barro constantemente, elegimos a Messi y a grandes futbolistas que pueden ser geniales pero los verdaderos héroes de esta sociedad están ocultos, no los conocemos ni sabemos nada de ellos. Las veía muy solitarias y quería dejar constancia en el libro de la gratitud que muchos sentimos hacia ellas.
Es un "no lugar", pero antes del "no lugar", que es un concepto postmoderno, hay un concepto católico que se llama limbo, que es básicamente el mismo. Es la traslación a un concepto laico y postmoderno de uno religioso. Es una especie de limbo, es una tierra de nadie que tiene las propiedades de un limbo: es un espacio radicalmente distinto para quienes estamos dentro de él, habitándolo, y muy distinto para la gente que pasa. En un hospital constantemente está pasando gente, desde el que va a rellenar la máquina de café, proveedores, visitadores médicos y gente de visita. Gente que va y viene pero que no tiene la percepción del hospital de alguien que está ahí. De hecho hay veces que ni te ven, uno es como una especie de fantasma. Eso me alucinaba mucho y tenía que tener su reflejo en el libro.
Eso tiene que ver con algo que digo y es que me considero un discapacitado emocional, si es que eso existe que no existe. La gente que sufre un accidente y pierde un brazo y tiene que vivir con un solo brazo y puede ser felíz y llevar una vida estupenda pero es consciente que no pueda hacer muchas de las cosas que hacía antes, pero teniendo en cuenta sus limitaciones puede llevar una vida funcional. Eso me pasa a mí: no soy un alma en pena. Quería dejar claro que puedo llevar una vida felíz pero tengo una grave discapacidad emocional que me impide experimentar algunas emociones o impide relacionarme con el mundo con la normalidad esperable. Hay cosas en mi que no puedo hacer, cosas que no puedo sentir de la misma forma que sentía antes pero eso no me impide estar en el mundo, no me impide estar aquí, no me impide viajar ni querer ni tener más hijos. Es como si me faltara un brazo, me falta un hijo.
Cuando te enfrentas al dolor de la pérdida de un hijo vas con unas ideas concebidas muy mínimas y no sabes con qué te vas a encontrar. Lo que me pasó con esa familia que era una pareja que había perdido a su hijo en los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, fue que iba con una idea muy tópica y me encontré con la realidad de una pareja que vive e intenta sobrellevar su pérdida y como no sabía como era ese universo me subyugó. Me superó y no supe como reaccionar. Mi reflexión sobre ese encuentro cuando estoy de su lado del dolor, cuando yo ya he perdido a mi hijo y sé lo que es estar ahí, me veo al otro lado del espejo y ahí deslizo no tanto una crítica al periodismo, sino una autocrítica a mi propia labor periodística. Es una constatación: creo que el periodismo tiene una limitación a la hora de acercarse al dolor de los demás, siempre de una forma u otra va a caer en el arquetipo. Es una limitación periodística, el periodismo no está para eso, está para otras cosas.
Absolutamente, eso es una esfera íntima que sólo se puede expresar mediante la literatura, mediante el arte o la propia voz. El periodismo es algo público, forma parte de la esfera pública. Funciona muy bien para hacernos entender la realidad, para conectar causas y sus consecuencias y para darnos claves de cómo funciona la sociedad pero fracasa a la hora de acercarse a la intimidad de las personas.
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