No todavía
Me despertó el sonido del teléfono. Era muy temprano. Tan temprano que todavía era prácticamente la noche anterior. Miré el reloj sobre la mesa de luz: 4 am. Quién llamaba a esa hora. Los llamados de madrugada nunca traen buenas noticias. El corazón se me desbocó. Estiré la mano y levanté el auricular. –Hola –dije a penas con un hilo de voz. –Hola, Gabi, soy la tía Marión, no te asustes, pero escúchame atentamente. Dame un segundo…
Me quedé estremecida: ¿Por qué llamaba la tía Marión a esta hora? ¿Y qué podía requerir atención, pero no tanta como para preocuparme? –Acá estoy. Vestite rápido y vení para casa. No, para casa no. Andá directamente al Sanatorio de Olmos. ¿Conocés la dirección, no? Estoy con tu papá y la ambulancia. Está todo controlado.
No llegó a terminar la oración que yo había colgado, saltaba de la cama y despertaba de un empujón a Martín, mi marido, que ni enterado estaba de lo que sucedía. No podía ni hablar. A Martín le decía palabras sueltas: "sanatorio", "papá", "ambulancia", "teléfono" y "Marión", todo en una oración más o menos inconexa. No me acuerdo en qué orden se articularon esas ideas, pero sé que Martín entendió todo. A pesar de la hora y del sueño. No lloré: estaba petrificada, demasiado asustada como para derramar una lágrima. Cuando llegamos al sanatorio, atravesamos corredores, saltamos de escritorio en escritorio, hasta que finalmente dimos con la persona que nos estaba esperando. Una voz cordial y contenedora me pidió calma, o eso intentaba. A lo lejos divisé a Marión que se acercaba y de solo verla me estremecí. Me tuvieron que explicar al menos dos veces todo el episodio, con sus pormenores y sus detalles. No era muy difícil de entender, pero había un pequeño problema: lo que me contaban no tenía nada que ver con mi papá. Sin embargo, desde luego, hablaban de él, y no de otra persona. Mi papá había tomado demasiadas pastillas, y ahora estaba internado, inconsciente, con pronóstico reservado.
¿Por qué digo que algo no encajaba? Mi padre y el suicidio eran dos Universos separados por mucha distancia, o al menos eso pensábamos todos hasta ese momento. Mi papá no era un hombre exultante, lo contrario, no era un "cascabel", pero tampoco era una persona triste, apagada, o eso que denominamos "depresiva". Era razonablemente alegre, afable, y en su vida no parecía haber problemas tan graves como para justificar una decisión semejante, si es que algún motivo justifica el hecho de quitarse la propia vida, esa decisión tremenda irreparable de patear tablero. Si hay algo sagrado, eso es la vida, pensaba yo, por más dura que sea nuestra realidad. Además, repito, mi padre no tenía ni problemas económicos ni nada que nos hiciera imaginar algo así. No tenía ni siquiera intentos previos. De todos modos, como aprendí luego, nos son extraños los casos en que los suicidas no dan preavisos, esos que toman la decisión y la ejecutan sin anuncios ni gestos.
Según me explicaron los especialistas, los casos en que las personas van dando indicios, y haciendo "amenazas" constantes, suelen demorar la concreción del hecho, o directamente no lo hacen nunca.
Lo cierto era que mi padre había intentado suicidarse. No estaba muerto, gracias a Dios, pero había estado cerca. Mientras Martín me conseguía un café y yo me recuperaba en un salón espera del sanatorio, me preguntaba qué habría llevado a mi padre a tomar esa drástica decisión. Desde la muerte de mi madre, ocurrida dos años antes del episodio, mi papá vivía en una casita en el fondo del terreno de la vivienda de mi tía Marión, su hermana menor. Al principio, lo había hecho a regañadientes, refunfuñando por su pérdida de autonomía y libertad. ¿Era él un minusválido? Le explicábamos que no, de ningún modo. Pero que estar cerca de Marión era una compañía que le vendría bien. Compartir comidas, un partido de burako, el trabajo en la pequeña huerta orgánica. Por toda respuesta, mi padre nos ofrecía silencio, pero supusimos que era de terco nomás. Terco como una mula. Y que las cosas, poco a poco cambiarían. Esa noche – me contaría luego mi tía, una vez que mi padre estuviera fuera de peligro y yo, recuperando mi cordura-, Marión se había levantado para ir al baño y le había llamado la atención que la persiana no estuviera baja y la luz del cuarto de la casita del fondo estuviera prendida a la madrugada. No supo por qué –un instinto, el llamado de un ángel-, pero decidió ir a ver qué pasaba. Se puso el saco de cama y atravesó el fondo. Golpeó la puerta de la casita, pero nada. Entonces entró discretamente y allí lo vio a mi padre, con el frasquito en la mano, caído de la cama.
Una escena que uno sólo ve en la televisión. Volvió sobre sus pasos –con aplomo, como hace todo Marión- e inmediatamente llamó a Emergencias. Sólo cuando supo que había esperanzas pudo llamarme. No sabía cómo me hubiera hablado, si no… Querida hija mía. Te pido perdón. Ya no puedo más con esto. Es demasiado. Yo sé que quieren lo mejor para mí, pero sin tu madre ya no estoy realmente vivo. Sin tu madre, sin mi casa, sin mi barrio, mi almacén y las rutinas. Sin dignidad. Te amo, papá. Mi padre se había tomado un ratito para garabatear en una minúscula y temblorosa letra de una hoja de cuaderno que todavía guardo. Aunque me pedía perdón por lo que había hecho, lo primero que sentí al leer la hoja fue una indignación inmensa. Lloré de bronca.
¿De qué hablaba? ¿Qué era eso que le resultaba demasiado? ¿Quién lo privaba de su dignidad? Me hice mil preguntas más. Para ninguna hallaba una respuesta satisfactoria. Después de la bronca, curiosamente, sentí culpa. Una culpa corrosiva y feroz. ¿Qué había hecho yo tan mal como para permitir que a mi papá le pasara una cosa así? ¿Por qué había estado tan absorta en mis asuntos como para ignorar que mi padre transitaba una tristeza semejante, una tristeza capaz de arrojarlo a una decisión tan tremenda? "calmate" me decía Martín, "son decisiones muy personales, no tenés nada que ver". Pero yo no me podía calmar. Algo, sin dudas, podría haber hecho de haber prestado la atención necesaria, de haber estado ahí para él, disponible y dispuesta. Mi cabeza hervía de interrogantes mudos. Según yo lo veía, mi papá, llevaba una vida tranquila. Luego de la muerte de mi madre tras una enfermedad prolongada, incluso había tenido una noviecita, que le festejábamos, aunque él no le viera gracia al asunto. Al final, no supo cómo manejar su nueva soltería y decidió que estaba bien así. Nadie podría cubrir el lugar de su mujer, decía…
¿Estaba triste por ello? Era probable. Pero como cualquiera que atraviesa un momento semejante, asumí yo. Comía con Martín y conmigo al menos dos veces por mes, y hablábamos seguido por teléfono. ¿Me hablaba de su dolor? No demasiado. Era taciturno por naturaleza, pero nunca hacía de eso un mundo. Entonces, ¿alcanzaba la mudanza a casa de Marión para querer terminar con todo? ¿No había otros motivos de felicidad en su vida? Mi papá continuó internado unos días más, en observación. Todas las tardes después del trabajo, yo lo visité en el hospital y me senté junto a la cabecera de su cama. Le hablaba. A veces simplemente le tomaba la mano y lo miraba. Cuando le hablaba, le decía que lo quería, que acá había mucha gente que lo quería mucho, y que sea lo que fuera que lo había llevado a una decisión así, seguramente tenía una solución, y entre todos podíamos encontrarla. Mi papá es un hombre fuerte, y su cuerpo se aferró a la vida con uñas y dientes. Finalmente, un día estuvo listo para volver a la casa de Marión, su casa.
Durante los meses que siguieron hablamos muchísimo, y lloramos juntos, y llegamos a unos niveles de sinceridad inusitados. Me pidió perdón y me abrió su corazón. Efectivamente, mi padre había estado mucho más triste de lo que cualquiera de nosotros hubiera sido capaz de sospechar. Me contó de su soledad después de la partida de mi madre, el amor de su vida, su gran compañera. Me contó que había quedado vacío, perdido y sin ganas de nada. Me explicó luego que cuando conoció a Beatriz, su noviecita, como yo la llamaba, fue todavía peor. Al principio no, porque se había ilusionado. Pero después, cuando cada cosa con Beatriz le estampaba en la cara –y en el alma- la ausencia de mi madre, ahí sí se le vino el mundo abajo.
Entonces comprendí. Cuando él decía que lo había intentado, se refería a superar el amor. A olvidar para seguir. Se imaginaba a sí mismo atrapado por la imposibilidad de ser un sujeto libre y autónomo de aquél otro gran amor. Y sin ese amor que era para él central en la vida, él no podía seguir viviendo, Se sentía, lo admitía, una víctima de las circunstancias. Y tan grande era esta sensación que hasta le había hecho perder la fe en la vida. Con el tiempo, con afecto, con contención, las heridas sanaron. De este episodio hace ya cinco años. Mi padre logro salir adelante. En ese proceso colaboramos todos sus seres queridos. Y también fue fundamental el amor de nieto Julián, mi hijo, un Sol que nació hace dos años. Que le dio una nueva esperanza, y el afecto familiar le sirvió para entablar un nuevo vínculo con su vida, uno más luminoso y feliz. Un vínculo mucho menos gobernado por eso que los otros son capaces de aportar. Un vínculo centrado en lo que él es capaz de dar.