
El debate sobre el uso del smartphone en las escuelas, reavivado en las últimas semanas, nos enfrenta a la necesidad de repensar este problema, desconfiando tanto de las fórmulas simplistas como de los discursos apocalípticos. Ambas miradas, no solo nada suman, sino que nos alejan de manera irremediable de cualquier vía de acción sensata y de cualquier iniciativa que contribuya a mapear la complejidad de la realidad y a echar luz sobre ella.
Tal como lo advertía el italiano Alessandro Baricco años atrás, es preciso contemplar la matriz original de la revolución digital, que no es ni más ni menos que la inteligencia humana que la ha generado. En esto urge invertir la secuencia, dar vuelta la trama, indagar en las diversas aristas de un fenómeno de alcance global.
Pero asumir este reto supone ser conscientes de algunos condicionamientos particulares: la velocidad del cambio, nuestra completa inmersión en los procesos y la falta de perspectiva en el análisis.
En este entendimiento, en esta revelación sobre la opacidad de las causas, se juega un abordaje medianamente eficiente de los conflictos en torno al uso de tecnologías durante etapas críticas de la formación personal, como la infancia y la adolescencia. De ahí su relevancia y la centralidad que adquiere todo planteo que se inscriba en esta línea.
Ahora bien, en medio de discusiones cruzadas, están las madres y los padres, que ven en la moción del sistema educativo el remedio a una de sus principales fuentes de desvelo y la tabla de salvación de un declive del sentido de autoeficacia parental. Quizás, esta percepción de incompetencia se acentúa hoy frente a la visión de un rol que condensa altas expectativas sociales y que se involucra en tensiones de adjudicación de responsabilidades, que se concreta en medio de mensajes contradictorios sobre los peligros y las oportunidades de la vida digital, y sobre el imperativo de garantizar los derechos de la niñez.
Así, los padres se sitúan en un escenario en el que se reclama su mayor implicación para el goce efectivo de derechos por parte de los hijos, jugándose en esto su bienestar y su futuro. En medio de estas corrientes impetuosas, el estrés y la ansiedad se hacen presentes. Sin embargo, hay aspectos relativos al vínculo parentofilial que están inextricablemente ligados, que no pueden ser evaluados en términos de mediación con las tecnologías digitales. En este punto, enfatizamos, ellas devienen el chivo expiatorio de una parentalidad que evoluciona en sociedades de riesgo y que experimenta transformaciones propias de la época que alteran sus modos, sus estilos y sus dinámicas.
Hace un par de décadas, el sociólogo alemán Ulrich Beck afirmaba ya que, aunque el riesgo induce el control, la controlabilidad de los peligros que nos hemos creado es limitada y esto produce una incertidumbre que obstruye la toma de decisiones. Y que, paradójicamente, no se disipa al disponer de más información; por el contrario, su exceso aumenta el umbral de incertidumbre. Tal vez una descripción clara del actual estado de cosas en el ámbito familiar.
Por el momento, nos tranquiliza seguir creyendo que, si solucionamos el problema del smartphone, los desafíos del cuidado y la educación de los hijos estarán encaminados. Y, cuando no, superados. No obstante, concebir las tecnologías por fuera de la situación no conduce a buen puerto. Porque ellas capturan y terminan de configurar las relaciones humanas.
Por eso, es más complejo que el smartphone. Es una dialéctica que nos mueve a ir despejando capas y a reflexionar a cada paso para no quedarnos en la superficie. Volviendo a Baricco, a dejar de intentar comprender si el uso del smartphone nos desconecta de la realidad para empezar a cuestionarnos qué clase de conexión estamos buscando.
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