La caída de De la Rúa y las auto-derrotas argentinas

El presidente de la Alianza protagonizó el caso extremo de un mal a veces repetido en la política: el ascenso espectacular sostenido en una creciente popularidad y la caída abrupta tras su llegada al poder

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Fernando De la Rúa saliendo en helicóptero de la Casa Rosada
Fernando De la Rúa saliendo en helicóptero de la Casa Rosada

Los sucesos de diciembre de 2001 derivaron en el desenlace dramático de la renuncia del presidente Fernando de la Rúa sólo dos años después de su asunción en diciembre de 1999. Finalizó así la experiencia traumática del gobierno de la Alianza.

Los hechos demostraron hasta qué punto el carácter o la personalidad de los protagonistas pueden dejar una marca en la Historia. Así como puso de manifiesto en qué medida la Historia está plagada de accidentes, a menudo impredecibles, ajenos a la voluntad de los hombres y determinados por una suerte a la que no pueden escapar.

Fernando de la Rúa parecía el hombre indicado para alcanzar la Presidencia de la República. Abogado en tiempo récord, subsecretario del Interior en tiempos de Arturo Illia, diputado, tres veces senador nacional y primer jefe de gobierno electo del segundo distrito más importante del país. Acumulaba un gran prestigio desde que en 1973 había logrado la hazaña de derrotar al peronismo como candidato a senador por la Capital en medio de la algarabía por el retorno de Juan Perón.

Acaso De la Rúa estaba dotado de condiciones que pudieron hacer de él un presidente correcto en una nación menos revoltosa. O en un tiempo de bonanza. Pero los acontecimientos, esos tiranos del destino, quisieron que aquel hombre experimentado, formado y adiestrado, pero excesivamente desconfiado y detallista, llegara a la Presidencia en momentos en que tal vez se requerían otras aptitudes.

De la Rúa protagonizó el caso extremo de un mal a veces repetido en la política: el ascenso espectacular sostenido en una creciente popularidad y la caída abrupta tras su llegada al poder. En su defensa puede señalarse que le tocó gobernar en un contexto extremadamente desfavorable de caída de los precios de los commodities y que contó con escasa colaboración por parte de sus propios correligionarios y socios políticos.

De la Rúa era víctima de una realidad imposible de modificar. No era jefe de su propio partido. El que era conducido por la figura omnipresente de Raúl Alfonsín, con quien lo unía una compleja relación. Y lideraba una corriente minoritaria dentro del radicalismo, tal vez demasiado conservadora y liberal para los parámetros socialdemócratas que Alfonsín le había imprimido diez años antes al partido de Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen.

En 1999, Carlos Menem le había entregado a De la Rúa un país ordenado y juntos habían protagonizado la transición más civilizada de la historia reciente. Décadas de inflación habían quedado en el pasado. La Argentina había consolidado sus instituciones democráticas, había puesto en caja el factor militar, gozaba de una reconocida reputación en la región, habiendo alcanzado logros importantes en materia de integración y era un socio confiable de los Estados Unidos, que por entonces vivían su momento unipolar tras el fin de la Guerra Fría.

De la Rúa había ganado las elecciones presidenciales prometiendo mantener el uno a uno y la política exterior pro-occidental de su antecesor. La paridad del peso con el dólar, adoptada por la Ley de Convertibilidad en 1991 se había convertido en un patrimonio de los argentinos, que veían en esa regla la base de un ordenamiento económico que había logrado dejar atrás décadas de inflación.

Pero en enero de 1999 el gobierno del presidente Fernando Henrique Cardoso había devaluado el Real. El shock brasileño se sumó a los anteriores cimbronazos que había sufrido la Argentina desde hacía un lustro. Más precisamente desde la crisis mexicana (Tequila) de 1995, la del Sudeste Asiático (1997) y el default ruso de 1998. Al llegar al fin de la década un consenso parecía instalado sobre la necesidad de hacer reformas pendientes para dar sustento y continuidad a la modernización que exitosamente se había desplegado en los años anteriores.

En esas circunstancias se produjo su llegada al poder. El gobierno delarruista encontró de inmediato dificultades. Muchas auto-provocadas. Como la interna feroz desatada por la actitud irresponsable de quien había sido su compañero de fórmula. Quien a poco de andar abandonó su cargo. Al tiempo que en el seno del radicalismo afloraron casi de inmediato cuestionamientos al Presidente, a su forma de conducir el gobierno y a su entorno familiar.

Mes a mes, semana a semana, los tiempos se complicaron. En buena medida por una dinámica autodestructiva que anidaba dentro de una coalición que había sido un formidable instrumento electoral. Pero un pésimo dispositivo a la hora de gobernar.

Qué hacer con la convertibilidad se transformó en el dilema de aquellos años. Eduardo Duhalde había perdido las elecciones cuando adelantó que el Plan de Convertibilidad estaba “agotado por exitoso”.

Pero la convertibilidad era genuinamente popular. Al punto que el líder del Frepaso Carlos “Chacho” Alvarez reconoció que estaba arrepentido de no haber votado la ley 1991. Otra muestra de ello tuvo lugar cuando en enero de 2002 el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, se negó a asumir como jefe de Gabinete de Duhalde por su oposición a abandonar la convertibilidad.

Aquel dilema dominaría al Presidente al que le tocara gobernar la Argentina del fin del siglo XX. Y ese hombre fue Fernando de la Rúa. El tercer presidente de la democracia restaurada en 1983 parecía llamado a ocupar un segundo plano a la sombra de sus dos inmediatos predecesores, Alfonsín y Menem, dos líderes de mayor envergadura histórica.

Intentando cumplir su promesa de mantener la convertibilidad y llevar adelante una política exterior prudente y realista de continuidad con la de sus antecesores, De la Rúa maniobró con dificultad los tiempos que vivía. En la medida más audaz de su gobierno, el 20 de marzo de 2001 nombró ministro de Economía a Domingo Cavallo. Evidentemente -tal como el propio Cavallo lo reconoció más tarde- éste sobrevaloró sus propias condiciones personales para resolver la crisis en la que estaba sumergido el país. Es justo señalar que no dudó en poner su prestigio personal al servicio de un gobierno ya seriamente dañado como era la administración delarruista al comienzo de su segundo año en el poder. Y hay que recordar que todo el arco político nacional -quizás con la única excepción del radicalismo bonaerense- pedía su incorporación. Actuando con patriotismo, aceptó sumarse a un gobierno que ya tenía serios problemas internos.

En el tramo final de su segundo año en el poder intervino la mala fortuna. Una combinación de factores negativos terminó de malograr su presidencia. El atentado masivo del 11 de septiembre alejó cualquier posibilidad de ayuda del gobierno norteamericano, naturalmente shockeado y concentrado en sus urgencias domésticas.

Sin crédito externo, ante la indiferencia de los organismos internacionales de crédito -que llegaron a negarle un tramo de poco más de mil millones de dólares a comienzos de diciembre- la ocasión dio oportunidad para que de inmediato, sectores endeudados en dólares pujaran por una devaluación y una pesificación de sus deudas. Procurando una licuación de sus pasivos en lo que terminaría siendo una fenomenal transferencia de recursos en los meses que siguieron, disparando las tasas de pobreza y desocupación.

El drama del 2001 implicó el colapso del modelo de organización económica que durante una década había procurado reemplazar años de dirigismo, estatismo y estancamiento. Y fue reemplazado progresivamente por un modelo estado-céntrico que llegó quince años más tarde a absorber el 45 por ciento del PBI para financiar el gasto público consolidado en los tres niveles de gobierno.

Pero la caída del gobierno de la Alianza no sólo implicó una nueva frustración histórica para la Argentina. También significó una dura derrota para la causa de las reformas económicas de los años 90 en la región. Así pareció advertirlo el profesor de Harvard Martin Feldstein en un artículo titulado “Argentina´s Fall. Lessons from the Latest Financial Crisis”, publicado en Foreign Affairs (March/April 2002) cuando reconoció que “los treinta y cinco millones de ciudadanos de la Argentina no serán los únicos que pagarán el alto precio de la última crisis económica” sino que los efectos colaterales implicarían “alterar radicalmente las relaciones económicas y políticas entre Latinoamérica y los Estados Unidos”. Feldstein advirtió que “la Argentina revertirá algunas de las reformas económicas más favorables que fueron introducidas por el Presidente Carlos Menem a comienzos de los años 90″ y explicaba que si bien las mismas no eran responsables de la crisis, se convertirían en un “chivo expiatorio políticamente conveniente”.

Feldstein alertó que la crisis argentina debilitaría las prospectivas de acuerdos comerciales dentro del Mercosur y “seguramente terminará con las chances de un acuerdo general de libre comercio de las Américas (ALCA)”. Extremo que se perfeccionó cuatro años más tarde en la Cumbre de Mar del Plata cuando Néstor Kirchner se prestó al show en el que Hugo Chávez insultó al Presidente George W. Bush.

Feldstein describía que para ese entonces “muchos argentinos culpaban a los Estados Unidos por sus problemas económicos y argumentaban que las políticas norteamericanas habían conducido a su país a este descontrol económico” y recordaban que existía una sensación de que los Estados Unidos “habían abandonado a la Argentina porque, a diferencia de Turquía, su país no tenía significación geopolítica”.

El dramático final del gobierno de De la Rúa alimentó debates y ejercicios de historia contrafáctica sobre ese pasado inmediato que sigue conformando el devenir de nuestros días. Ofreciendo a los contemporáneos y a los historiadores conjeturas sobre escenarios imaginarios. Ensayando hipótesis sobre qué habría sucedido si Duhalde hubiera ganado las elecciones de 1999. O acaso qué podría haber acontecido si De la Rúa hubiera devaluado apenas después de asumir. Otros conjeturaron sobre la posible ayuda que la Argentina podría haber obtenido de parte del gobierno norteamericano si el 11 de septiembre no se hubiera producido o si Al Gore en lugar de Bush hubiera sido elegido presidente de los Estados Unidos en noviembre del año anterior, acaso tal vez adoptando una postura parecida a la de la Administración Clinton, que en 1995 había otorgado un gigantesco paquete de ayuda a México. O tal vez si el boom de los commodities que tuvo lugar a partir del segundo semestre de 2002 hubiera comenzado uno o dos años antes. Preguntas contrafácticas que no tienen respuesta. Toda vez que la historia es aquella sucesión de sucesos que pudieron ser evitados.

La tragedia del 2001 tuvo lugar en las condiciones que conocemos, con la significación histórica de haber provocado el costo gigantesco de la contra-reforma de gran parte de los avances que se habían conseguido durante la década anterior. Anotando una página más en la larga historia de autoderrotas de la Argentina reciente.

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