La paradoja de la liberación de patentes para las vacunas contra el COVID-19

La producción de dosis no enfrenta un problema técnico sino de economía política

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Vacunas contra el coronavirus
Vacunas contra el coronavirus

El capitalismo, por definición, necesita de un crecimiento incesante y depende de la permanente circulación de bienes y personas. Este sistema se ha visto en jaque por el coronavirus y las consecuentes medidas de aislamiento. La pregunta a un año de la pandemia sigue siendo: ¿Cómo salvar al capitalismo y garantizar la producción y el trabajo?

La respuesta inmediata es la vacunación. El desarrollo en tiempo récord de varias vacunas abrió una luz de esperanza de que la pandemia por fin termine, y podamos volver a algo parecido a la normalidad que supimos conocer.

De hecho, recientemente conocimos que el laboratorio argentino Richmond comenzó a producir vacunas Sputnik V gracias a la transferencia tecnológica acordada con el Fondo Ruso de Inversión Directa y está a la espera de la aprobación del Centro Gamaleya. Esta es una pequeña y gran noticia. Pequeña porque aún desconocemos el impacto en la estrategia de vacunación nacional; pero grande porque es una victoria de la cooperación internacional interestatal frente a grandes intereses de las multinacionales y la protección y acompañamiento de una empresa nacional.

Pero el desafío sigue siendo vacunar a una mayoría de la población suficientemente grande como para alcanzar una “inmunidad de rebaño” que corte la cadena de contagios. Y lamentablemente la vacunación a nivel global avanza lentamente, y con un enorme nivel de desigualdad entre países.

Según Our World in Data, en América del Norte se han aplicado más de 33 dosis cada 100 habitantes y en Europa 20. En contraste, en América del Sur se han administrado 11 dosis cada 100 habitantes, y en África menos de 1. En cuanto a la población que ha recibido al menos una dosis de alguna vacuna contra el coronavirus, en América del Norte ese número representa el 22% de la población, en Europa un 14,62%, en América del Sur un 8% y en África sólo un 0,64%. Esta situación de desigualdad fue denunciada recientemente por el Ministro de Economía Martín Guzmán en el G20, quien pidió un cambio de rumbo en el modo en el que las vacunas se distribuyen.

¿Cómo es posible que la humanidad no pueda producir vacunas a un ritmo mucho mayor? ¿No debería ser la producción de vacunas contra el virus SARS-COV-2 una prioridad absoluta? Claro está que existen límites de oferta propios de ritmo de producción de insumos básicos, pero el problema que enfrentamos no es técnico, sino de economía política. A diferencia de lo que ocurrió con la que desarrolló Salk contra la polio, las vacunas contra el coronavirus están protegidas por patentes, que impiden producirlas a cualquier laboratorio que no cuente con autorización.

Al mantener este férreo control, el capitalismo retrasa la “vuelta a la normalidad” que permitiría recuperar el nivel de circulación global -y por tanto de crecimiento- previo a la pandemia. Esto, por supuesto, beneficia enormemente a las empresas farmacéuticas y grandes laboratorios titulares de las patentes, pero perjudica a una cantidad enormemente mayor de otras empresas, comerciantes, emprendedores y familias, que siguen viendo sus ingresos disminuidos por los rebrotes de contagios, además del dolor por todas las muertes evitables. A lo que apuntamos es que, liberar las patentes de las nuevas vacunas no solo tendría un impacto incalculable en vidas salvadas, y en costos de tratamientos médicos ahorrados, sino que también, liberar las patentes hoy es la forma de salvar al capitalismo.

El argumento que muchas veces se esgrime contra la liberación de patentes de medicamentos y vacunas es que las empresas farmacéuticas perderían todo incentivo por realizar nuevos desarrollos. Pero aquí no se plantea que los laboratorios privados no reciban ningún beneficio por sus investigaciones, sino simplemente poner un límite y privilegiar el interés común. Además, la mayoría de estos desarrollos se nutren de investigaciones realizadas en instituciones públicas o financiadas con fondos públicos. En el caso de la de Moderna, por ejemplo, los costos fueron cubiertos casi en su totalidad por el gobierno de Estados Unidos.

Cuando el interés privado se pone por sobre el bien público, ocurren situaciones como la de la vacuna de la Universidad de Helsinki: desarrollada en la primera mitad de 2020, libre de patentes, no obtuvo el financiamiento que necesitaba para realizar las pruebas requeridas para su aprobación. Los gobiernos europeos prefirieron apostar por las vacunas desarrolladas por la gran industria farmacéutica.

Aún cuando el financiamiento es privado, los Estados tienen herramientas para privilegiar al interés público. Ha-Joon Chang cuenta en ¿Qué fue del buen samaritano? que en el año 2001, en plena psicosis del ántrax, el gobierno de Estados Unidos amenazó con usar la cláusula del interés público contra el laboratorio que tenía la patente de Cipro, un fármaco antiantrax. Esa amenaza fue suficiente para que ofreciera un descuento del 80% en el precio del medicamento.

Liberar las patentes permitiría acelerar la producción y por lo tanto el ritmo de vacunación, y así superar más rápido la actual emergencia. Para la post-pandemia, debería pensarse en un mecanismo similar al Sistema Mundial de Vigilancia y Respuesta a la Gripe de la OMS, que bajo el modelo de la Ciencia Abierta estudia las nuevas cepas del virus de la gripe, a fin de poder actualizar las vacunas para campaña del año siguiente.

Las vacunas son un bien público global. La suerte de cada país está atada a la suerte de los demás. Mientras más dure la pandemia y más circule el virus, más mutaciones veremos. A mayor cantidad de mutaciones, mayor riesgo de nuevas cepas ante las cuales las actuales vacunas no sean efectivas. De poco servirá a un país rico acaparar vacunas y tener a toda su población inmunizada, si en otro lugar del mundo se gesta una nueva variante de esas características.

Paradójicamente, o no tanto, un sistema de producción y distribución de vacunas que ponga al interés general y la protección de la salud por sobre el lucro no solo salvará innumerables vidas sino que también podría ser la salvación del mismo capitalismo.

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