Otra vez discutiendo lo mismo

Es posible construir un punto de consenso en torno a la edad de imputabilidad que sea la expresión de un sentido común compartido por la inmensa mayoría de los argentinos

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El principal sospechoso del asesinato del ciudadano armenio en Retiro tiene 15 años
El principal sospechoso del asesinato del ciudadano armenio en Retiro tiene 15 años

Todos los años, invariablemente, reaparece el debate sobre la baja de la edad de punibilidad. Todos los años, invariablemente, se presentan proyectos en el Congreso que quedan en la nada. Todos los años, invariablemente, nos olvidamos del tema para saltar a otra polémica, a otro enredo.

La pregunta versa sobre la edad en la que una persona adquiere la capacidad para discernir lo bueno de lo malo, para saber si un asesinato es un acto repudiable o no lo es. Un joven de 15 años es una persona en formación, con toda una vida por delante, una persona que está aprendiendo tantísimas cosas de la vida. Pero entendemos, también, que es perfectamente capaz de comprender lo que es y lo que significa privar de la vida a otra persona. Ni más ni menos que eso. Tenemos suficiente respeto por los jóvenes, y por eso consideramos que hay conciencia y responsabilidad respecto de determinados actos, como los vinculados a la vida y la muerte.

No obstante, el debate no debe circunscribirse a una edad exacta. Hay quienes hablan de 14, de 15 o de los actuales 16. El derecho comparado ofrece soluciones muy distintas, de modo que no nos sirve de guía orientativa.

Nadie tiene la medida exacta que señale el momento preciso en que una persona adquiere conciencia de sí, del mundo, del bien y del mal. La legislación penal resuelve el asunto consagrando una presunción jure et de jure, para construir la ficción jurídica de una certeza irrevocable que no admite prueba en contra. En la práctica las cosas no son tan rotundas, pues existen desarrollos cognitivos y emocionales dispares vinculados con experiencias vitales diferentes. Es por eso que tal vez no exista una respuesta única, precisa, inequívoca e irrebatible respecto de la edad de punibilidad de los menores. La solución, entonces, quizá tenga que ver con construir una presunción iuris tantum, es decir una presunción que pueda ser refutada con el aporte científico de los peritos correspondientes. Se puede establecer un piso como principio general, en 15 años tal vez, sujeto a prueba en contrario. De tal modo lograremos sacar el debate del terreno de lo dogmático y salir del universo de las afirmaciones tautológicas carentes de sustento, para dar lugar a una mirada que contemple el distinto grado de desarrollo cognitivo y emocional de las personas. El dogmatismo actual debe ceder a un modelo que incorpore la casuística como elemento valorativo, abandonando las pretendidas verdades irrefutables que en la práctica resultan mera chapucería. Claro está que los límites legales deben ser siempre claros y precisos, para evitar entrar en el terreno de la arbitrariedad.

El debate teórico debe nutrirse del material que nos provee la experiencia de campo. Por eso es que hace un año, junto con el Dr. Enrique De Rosa, creamos un Observatorio para el estudio de la Violencia en el cual se entrecruzan datos judiciales, sociales, de seguridad, llevando adelante una evaluación integral de cada caso en particular. La única verdad es la realidad, y no las teorías que giran en el vacío disociadas de la vida misma. Desde la experiencia recogida podemos decir que la problemática de la violencia juvenil no es unicausal sino que obedece a distintas variables sobre las que debemos actuar.

Es preciso actuar ya, ahora, sin postergar debates bajo el ropaje argumental de la no estigmatización. Entendemos que se mezclan cuestiones innecesariamente. La única estigmatización es mantener un régimen penal juvenil perimido, tributario de un modelo tutelar ineficaz. La estigmatización la realizan quienes siguen prohijando un régimen legal que habilita a los inescrupulosos a empujar al delito a los menores, a sabiendas de que no serán penados. La pretendida protección legal de los 16 años provoca en la práctica el efecto contrario, pues habilita la manipulación de menores al amparo de la normativa vigente.

En nombre de la no estigmatización se propone dejar todo como está, sin cambiar nada. Bajo argumentos de apariencia progresistas se esconde un conservadurismo feroz, que postula mantener la vigencia de una norma que no resuelve nada y que data de 1980. ¿Hace falta decir algo más al respecto?

Lo cierto es que los actuales 16 años deben ser revisados, aun entendiendo que la cuestión de la edad de punibilidad es apenas la punta del iceberg. En verdad se trata de revisar integralmente un decreto-ley dictado por Videla, que consagró un régimen penal de la minoridad decididamente arcaico, pero que en 37 años de democracia no pudimos aún modificar.

El decreto-ley 22.278 instauró un régimen penal que establecía los 14 años como edad de punibilidad. En 1983 fue modificado, por el decreto de otro presidente de facto, que la elevó a los actuales 16. Pero el nudo del asunto es otro. La norma da un mismo tratamiento a los menores en conflicto con la ley penal como a los menores abandonados, faltos de asistencia, en estado de peligro material o moral, o con problemas de conducta. En ambos casos, menores que cometieron un delito o menores en estado de desprotección, es un juez penal el encargado de decidir sobre su libertad. Se trata de dos situaciones absolutamente distintas, que merecen abordajes diferentes.

La defensa no está contemplada, de modo que se ve afectada una garantía constitucional que hace a la esencia del Estado de Derecho. Así es como un juez puede disponer el encierro de un menor por entender que se halla en peligro.

En el caso de los menores sobre quienes pesa una imputación penal, el juez puede aplicar una pena tomando en consideración la escala prevista en el Código Penal pudiendo, si así lo considerase, reducirla como si se tratara de la figura en tentativa. El margen de discrecionalidad del juez es absoluto, pues no está sujeto a pautas objetivables. Tampoco está vinculado a ningún tipo de distinción respecto de la gravedad del delito en cuestión.

Se dice que la incidencia de los delitos de los jóvenes es ínfima en relación al total. Y eso es cierto. Pero de ningún modo puede significar que no debamos adentrarnos en este tema. La degradación del debate de ideas nos lleva al extremo de simplificar posiciones para que terminemos discutiendo cuestiones que no son las medulares. Y así se nos van los años, se nos pasa la vida, y dejamos sin resolver temas que se van acumulando.

Necesitamos un nuevo régimen penal juvenil que garantice el debido proceso, que haga efectiva la defensa penal de los jóvenes y que reduzca el margen de discrecionalidad que otorga la norma vigente. Dicho régimen debería contemplar otro piso de punibilidad, bajando de los actuales 16 años.

La Ley de Protección Integral de Niños, Niñas y Adolescentes (ley nro. 26061), del año 2005, fue un avance enorme en lo relativo a la recepción de los estándares de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, pero no aborda la cuestión de los menores en conflicto con la ley penal.

No vamos a ser tan ingenuos como para desentendernos de los debates de fondo que hay detrás de estas cuestiones. Pero es posible construir un punto de consenso que sea la expresión de un sentido común compartido por la inmensa mayoría de los argentinos. No queremos que un juez penal se siga encargando tanto de quienes delinquen como de quienes están en situación de abandono. Tampoco que continúe la discrecionalidad en la aplicación de medidas preventivas o en el dictado de penas conforme la escala penal prevista para los adultos. No queremos que se siga soslayando la defensa de los menores en este tipo de procesos. Y no queremos que el piso de punibilidad de 16 años siga utilizándose para cometer crímenes aberrantes que quedan impunes y que reproducen un sentimiento de desprotección que rompe los lazos de pertenencia a una misma comunidad.

Necesitamos salir de la zona de confort para decir lo que pensamos y avanzar en las reformas y transformaciones pendientes desde hace tantos años. Esta semana se discutió el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo. ¿Acaso no somos capaces de poner en revisión el régimen penal juvenil vigente? ¿No podemos, en democracia, construir una norma superadora de un decreto-ley de la dictadura?

Que la política nunca pierda su capacidad de transgredir y de transformar la realidad, porque si no será un simple instrumento de reproducción hasta el infinito de aquellas situaciones de injusticia que tanto nos duelen.

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