La carga del cielo

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Estatua de Atlas en el Rockefeller Center (Tony Cenicola/The New York Times)
Estatua de Atlas en el Rockefeller Center (Tony Cenicola/The New York Times)

Eran los tiempos anteriores al tiempo. Los hombres aún no habitaban la tierra y en los cielos se libraba la lucha por el poder del Universo. Tras años de guerra, los Dioses del Olimpo derrotaron finalmente a los Titanes. Fue entonces cuando Zeus condenó a un castigo ejemplar al gran Atlas: el líder de los vencidos llevaría el peso de los cielos sobre sus hombros por toda la eternidad. De todas las representaciones escultóricas del mitológico titán Atlas que se realizaron en época greco-romana, la más antigua que ha sobrevivido es el Atlas Farnesio, realizada en el siglo II que se encuentra en el Museo Arqueológico de Nápoles. Sin embargo, la imagen y el mensaje del Titán que lleva el mundo entero a cuestas cruzó los siglos y las distancias, alcanzando su representación más moderna en la famosa obra en bronce de la 5ta Avenida de Nueva York a las puertas del Rockefeller Center.

Atlas es la imagen del agobio por llevar esas cargas imposibles. La del sentimiento de vacío, vencido y de rodillas al no encontrar consuelo por la carga de algún pasado, por el peso de aquella culpa, o el cansancio de los días. Por el castigo al sentir que hemos perdido la guerra, por la hipoteca de responsabilidades impuestas por otros, por compromisos ajenos, o de promesas propias que llevamos sobre la espalda. Momentos donde sentimos que el cielo entero cae sobre nosotros y que debemos salir a sostenerlo, como si estuviese en nosotros lograr que la fragilidad que nos rodea deba ser eterna y no se derrumbe. Como si fuésemos tan invencibles, para que incluso aquello que no está en nuestras manos, nunca caiga, se quiebre o desaparezca.

El texto de esta semana es uno de los más conocidos y conmovedores de la Biblia. La imagen es la de Moisés bajando del monte abrazado a las Tablas de la Ley, mientras la turba danza adorando a un becerro de oro. El anciano líder, roto de dolor y quebrado por la desilusión, deja caer las Tablas de sus manos. Las Tablas con el Pacto divino yacen en la tierra, apenas como una pila de escombros. Tras perdonar al pueblo, Dios le pide a Moisés que suba nuevamente al monte con otras dos nuevas Tablas, para volver a escribir los Mandamientos. Para volver al pacto.

Según el Talmud (Tratado de Babbah Batrah 14b), los restos quebrados de las primeras Tablas fueron depositados también, junto a las nuevas Tablas, dentro del Arca. Resulta tan curioso que no hayan desechado las piedras rotas, como el hecho de que tampoco hayan intentado repararlas. Su presencia allí sería un testimonio por siempre, pero su valor residiría en permanecer quebradas.

No podemos reparar todo lo quebrado, pero sí caminar los pasos de sabiduría para aprender a cargarlo. Ante un problema o una crisis propia o ajena, nuestra primera intuición nos llama a buscar una salida, a resolver la dificultad, a dar un consejo, a regresar al origen, a hacernos cargo y entonces cargar con la responsabilidad de remediar el conflicto. Sin embargo, hay veces que debemos permitirnos callar para llorar o acompañar en el silencio, sentir el dolor como tal, escuchar más que hablar o simplemente estar más que actuar. Permanecer en silencio frente a lo quebrado. Asumir que quizá quedará así, quebrado. No creernos invencibles como Atlas, capaces de soportar el peso del mundo entero.

Inspirar en la pausa, para estar presentes frente a lo que se ha roto, y sabernos frágiles. Asumir nuestras limitaciones ante lo incierto, ante tanta pregunta carente de respuestas. Porque lo quebrado permanecerá quebrado, pero a la vez, en la medida en que nos permitamos generar ese espacio, nacerá en nosotros la semilla que nos enseñará a llevarlo, a cargarlo con nosotros. Ese tiempo de silencio y aprendizaje quizá nos entregue mañana las herramientas, para más adelante poder reparar. Sapiencia emocional para cargarlo inteligente y maduramente con el tiempo, junto al nuevo pacto a celebrar con la existencia.

Cuando el quiebre y la dificultad la sufre alguien a quien amamos, esa pausa y ese silencio primero también son necesarios, de modo de poder abrir espacios para que el otro también pueda llevar adelante con sus formas propias la tarea de aprender a cargar, a llevar, a desafiarse a reparar. No cargarnos inmediatamente el peso de la solución, sino acompañar en el momento donde nuestro hombro más que sostener la carga, pueda ser refugio para la lágrima. Aprender a llevar, expande nuestro saber llevar. El corazón es un músculo y expandirlo exige ejercicio. Nuestra presencia y paciencia genera el debido entrenamiento y asegura que allí estaremos. No necesariamente para arreglar, pero sin dudas para llevar juntos lo quebrado.

El Libro del Deuteronomio es el último de los cinco libros de Moisés, compilación que conocemos como Pentateuco o Torá. En ese quinto libro figuran las memorias de un Moisés que repasa sobre el final de su vida, los eventos más salientes de los largos años por el desierto. Resulta curioso un dato en la descripción del momento en el que recuerda la rotura de aquellas primeras Tablas, 40 años atrás. En dos versículos diferentes (Deut. 9: 15 y 17) Moisés detalla que se encontraba sosteniendo las primeras Tablas con sus dos manos. Sin embargo, luego de aclarar explícitamente que eran idénticas a las primeras, Moisés relata que en la segunda ocasión llevaba las nuevas dos tablas, pero en una sola mano (Deut. 10:3).

El detalle es mínimo, pero resulta una perla preciosa: la primera vez la carga era tan pesada, que necesitó sus dos manos para llevarla, sin embargo en la segunda, al recorrer su sabiduría, logró llevar el mismo peso pero con una sola mano. La otra mano la tendría disponible para llevar las tablas quebradas primeras. Llevar consigo su experiencia expandió su capacidad de carga. Las segundas Tablas pesaban lo mismo, lo que había crecido esta vez, era su fortaleza interior.

Una hermosa historia mística, recopilada en el libro de exégesis del siglo IX Pirke de Rabbi Eliezer, nos cuenta que las letras de las primeras Tablas tenían tanto poder que eran ellas las que llevaban el peso de las piedras y al mismo Moisés. Cuando las letras vieron al pueblo danzar alrededor del becerro de oro, se alejaron volando por los aires. Las Tablas comenzaron a pesar tanto que cayeron de las manos de Moisés hasta destruirse contra el piso. Al igual que las almas, tan frágiles, las Tablas aquellas antes de quebrarse se llevaban solas y llevaban a otros. Después de rotas, debieron permitirse ser llevadas. La belleza del relato nos regala la imagen de Moisés llevando más tarde esas mismas piedras que alguna vez lo llevaron a él.

Amigos queridos. Amigos todos.

El rey Salomón solía decir que hay un tiempo y un momento para todo debajo del cielo: “Un tiempo para abrazar y un tiempo para abstenerse de abrazar…un tiempo para amar y un tiempo para odiar, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz”. Habrá tiempos para abrazar y otros en donde deberemos dejar que nos abracen. Tiempos de odios y guerras con lo quebrado, lo partido, lo perdido. Pero también tiempos de amor y de paz con la vida que renace, una y otra y otra vez.

No debemos esperar ser siempre llevados por alguien de la manera en que solemos exigir, así como tampoco debemos pensar que nosotros podremos con toda la carga. Salomón descubrió debajo de los cielos el timing del tiempo, mientras que Atlas quedó atrapado por la eternidad debajo de esos mismos cielos, pero apresado debajo de su carga por creer que podría con ella para siempre. Parafraseando al clérigo americano Phillips Brooks, quizá no deberíamos pedir al cielo una carga apta para nuestros hombros, sino hombros aptos para nuestras cargas. El despertar de la conciencia radica en expandir nuestros corazones en sabiduría al aprender a llevar lo quebrado, a crecer en fortaleza espiritual para enfrentar el camino, y saber que incluso en medio del desierto de la soledad de lo partido, podremos siempre volver a pactar con nuestra vida y nuestros tiempos.

En palabras del Dr. Martin Luther King: “He decidido apegarme al amor. El odio es una carga demasiado grande para soportar”.

No es necesario vivir por la eternidad con la carga de nuestros pasados, nuestros dolores, frustraciones, broncas o tristezas. Es en la fuente todopoderosa del amor donde lejos de cargar por siempre sobre los hombros al pesado mundo, podremos aprender a cargarlo otra vez, pero de sentido, de coraje, de cielos azules y de belleza.

El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.