El fallecimiento de Fidel Castro, sin duda, representa el final —al menos simbólico— de uno de los últimos resabios vivos de la Guerra Fría (1945-1989), cuyos líderes eran los Estados Unidos y la Unión Soviética. A pesar de la caída del muro de Berlín, la democratización de los países de Europa central y oriental, en Cuba —hoy gobernada por su hermano Raúl Castro— aún sigue vigente una versión del comunismo con más cambios declarativos que reales.
Fidel asumió de facto la autoridad de la isla en 1958. En el contexto de aquel mundo bipolar, posterior a la Segunda Guerra Mundial, alineó a su país hacia el lado de la Unión Soviética. En ese juego, el valor de Cuba como socio estratégico y bastión del comunismo en el Caribe fue clave para los comunistas en el mundo este-oeste. Cuba, en el contexto de la mencionada Guerra Fría, adquirió un papel estratégico a nivel internacional al constituirse en una molesta y peligrosa piedra en el zapato de los Estados Unidos, aliada y apoyada por la Unión Soviética. A una distancia de tan sólo noventa millas de Key West, Florida, representaba la amenaza del comunismo soviético en su patio trasero.
Hacia fines de la década del noventa, la crisis financiera soviética puso fin al rubloducto, es decir al sistema de financiamiento soviético hacia Cuba que era fundamental para la subsistencia de ese modelo. La caída del comunismo en los países de Europa del este dejó a Cuba y a Corea del Norte como eslabones perdidos en el mundo. Como unos extemporáneos dinosaurios sobreviviendo en el lago Ness.
2006: de Fidel a Raúl
Las últimas décadas han sido testigos de deterioros en dos de los cimientos que dieron origen al régimen castrista y relevancia política a la isla. Por un lado, la desintegración de la Unión Soviética en el marco de un mundo bipolar. Por el otro, el ocaso de Fidel Castro. En consecuencia, el ritmo de la transición cubana hacia un régimen institucionalmente más abierto pareció iniciarse. El 31 de julio del 2006, el estado de salud de Fidel Castro y la asunción de su hermano Raúl como presidente provisional de Cuba marcaron un nuevo paso en este lento pero firme proceso de cambio.
En el nuevo contexto, la Cuba de (Raúl) Castro debió hacer involuntarias modificaciones y permitir el ingreso del virus de la libertad. La necesidad obligó al Gobierno cubano a transar con el supuesto el enemigo: el capitalismo. Debió alimentarse del flujo de fondos generado por el turismo (según cifras extraoficiales, representa tres cuartos de los ingresos fiscales) y también, de forma limitada, abrirse a la inversión, predominantemente europea. Los ciudadanos cubanos, a pesar de los altos riesgos de violar las prohibiciones, desarrollaron pequeños negocios, muchos de ellos orientados hacia el turista, en el marco de los mínimos márgenes de acción existentes. En el contexto más hostil, la informalidad fue, una vez más, una forma de libertad conquistada por los ciudadanos sobrepasando a un gobierno todopoderoso.
Derribando el muro de la información
La desconexión del pueblo cubano del mundo exterior era un requisito sine qua non para que el discurso oficial fuera creíble y la represión sistemática justificable. El contacto con ciudadanos extranjeros les hizo a ver a los cubanos que afuera no se vivía tan mal, como argumentaba Castro.
La necesidad fiscal llevó a derribar ladrillo a ladrillo el muro de la información que separaba al cubano de la realidad. Entre estas barreras que pretendían vender al paraíso cubano como cierto, podemos mencionar el acceso de los ciudadanos únicamente a periódicos oficiales —entre ellos, Granma—; la existencia de sólo dos canales de televisión, obviamente oficiales; las interferencias generadas por el Gobierno para bloquear las ondas de radio Martí, transmitida desde Miami; el acceso restringido a libros, bibliografía no oficial y a internet; la prohibición expresa para los cubanos de contactarse con turistas, sólo por mencionar algunas. El contacto con los turistas extranjeros permitió a los isleños comenzar a tomar conciencia plena de la aterradora brecha de ingresos entre su inhumano nivel de vida y el del resto del mundo, inclusive de otros países latinoamericanos.
Sólo con un muro de información entre los cubanos y el exterior podía ser creíble el amplio listado de logros del régimen que Fidel enunciaba en cada uno de sus numerosos actos públicos masivos a través de interminables discursos, ante una audiencia caracterizada por una generalizada mala nutrición y cuya vida diaria no conoce otros productos como el arroz, el azúcar, los frijoles, el aceite y los huevos, provistos, de tanto en tanto, a través de su libreta de abastecimiento.
Claramente, el efecto no deseado para el Gobierno de esta apertura al turismo ha sido la perforación del muro de información —construido y preservado por décadas— existente entre el pueblo cubano y el mundo exterior. Este desbloqueo ha puesto en evidencia, ante los ojos del pueblo cubano, el abismo existente entre ellos y los extranjeros en términos de nivel de vida, derechos civiles, económicos y políticos. La sustancial diferencia de poder adquisitivo, la ropa, las cámaras de video, los celulares, las computadoras, el desolador contraste en términos de nutrición y, especialmente, la libertad de entrar y salir de sus respectivos países son, ante la mirada del pueblo cubano, embajadores silenciosos de los valores del mundo occidental que, a todas luces, contradicen abiertamente la imagen vendida por Fidel sobre el paraíso cubano.
El reciente acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos promovido por el papa Francisco también podría ser interpretado en este contexto.
Estamos viviendo tiempos de cambio. En contraste con la imagen de Fidel, nos viene a la mente la imagen del balsero, aquel que arriesgó su vida en busca de libertad. La riesgosa balsa es una apuesta a todo o nada, es elegir entre la posibilidad de perder la vida ante la opción de tenerla ya perdida. Es el hartazgo y la rebeldía en busca de ejercer el derecho a la felicidad.
En este proceso que está viviendo la isla recordamos las palabras de Juan Pablo II, quien —considerado, junto con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, como padre de la derrota del comunismo en el mundo— afirmó, durante su visita a la isla: "Que Cuba se abra al mundo. Que el mundo se abra a Cuba".
@martinsimonetta
El autor es director ejecutivo de la Fundación Atlas.