“Mi padre intentó matar a mi madre un domingo”: así empieza una de las más conmovedoras novelas de la Premio Nobel Annie Ernaux

La escritora tenía 12 años cuando el padre agarró a la madre con una mano y un hacha con la otra. El hecho le marcó la vida. Lo contó más de 50 años después, en “La vergüenza”.

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Annie Ernaux, Premio Nobel de Literatura 2022. (Catherine Hélie, Gallimard)
Annie Ernaux, Premio Nobel de Literatura 2022. (Catherine Hélie, Gallimard)

Cuando Annie Ernaux tenía doce años, en 1952, su padre quiso matar a su madre. Era domingo, era junio, ya habían almorzado. La pequeña Ernaux nunca lo olvidaría. Todo a partir de ese momento había pasado a ser vergonzoso.

Muchos años más tarde, la escritora Annie Ernaux, hoy Premio Nobel de Literatura, escribiría un libro al que titularía, justamente, La vergüenza. Que se publicaría en 1998, cuando aquella niña ya se acercaba a los 60 años.

Así empieza “La vergüenza”

Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde. Yo había ido como de costumbre a misa de doce menos cuarto y después a comprar unos dulces a la pastelería del centro comercial de la ciudad, un conjunto de edificios provisionales construidos después de la guerra. Cuando volví, me quité la ropa de domingo y me puse un vestido de estar por casa. Después de que los clientes se marcharan y de que echáramos el cierre del colmado, empezamos a comer. Seguramente teníamos la radio encendida, pues a esa hora emitían Le tribunal, un programa de humor en el que Ives Deniaud interpretaba el papel de un pequeño delincuente al que un juez de voz temblorosa acusaba una y otra vez de haber cometido unas fechorías absurdas y le condenaba a penas ridículas. Mi madre, que estaba de muy mal humor, no dejó de discutir con mi padre durante toda la comida. Una vez que hubo recogido la vajilla y pasado la bayeta por el mantel de hule, continuó dirigiendo reproches a mi padre, sin dejar, como siempre que estaba contrariada, de dar vueltas por la minúscula cocina, encajonada entre el café, el colmado y la escalera que conducía al piso de arriba. Mi padre permanecía sentado, sin responder, con la cabeza vuelta hacia la ventana. De pronto empezó a temblar de forma convulsiva y a resoplar. Se levantó y le vi agarrar a mi madre y arrastrarla hasta el café gritando con una voz ronca, desconocida. Corrí al piso de arriba, me tiré encima de mi cama y metí la cabeza debajo de la almohada. Después oí a mi madre dar alaridos: «¡Hija!». Su voz provenía de la bodega, situada junto al café. Corrí escaleras abajo gritando «¡Socorro!» con todas mis fuerzas. En la mal iluminada bodega pude ver cómo mi padre agarraba con una mano a mi madre, no sé si por los hombros o por el cuello, y cómo en la otra tenía el hacha para cortar leña que había arrancado del tajo donde se encontraba normalmente... Lo único que recuerdo de aquella escena son los sollozos y los gritos. En la siguiente escena nos encontramos otra vez los tres en la cocina: mi padre está sentado al lado de la ventana; mi madre, de pie junto al fogón, y yo, sentada al pie de la escalera. Lloro sin poder contenerme. Mi padre todavía no había vuelto a la normalidad, temblaba y seguía teniendo aquella voz desconocida. Repetía: «¿Y tú, por qué lloras? A ti no te he hecho nada». Recuerdo que dije: «Vais a volverme loca». Mi madre decía: «Vamos, ya ha pasado todo». Después nos fuimos los tres a pasear en bicicleta por el campo de los alrededores. Al volver a casa, mis padres abrieron el café como todos los domingos por la tarde. Nunca más se volvió a hablar del asunto.

Mi padre, que me adoraba, había querido suprimir a mi madre, que también me adoraba

Aquello ocurrió el 15 de junio de 1952, la primera fecha concreta de mi infancia. Hasta entonces, el tiempo solo había consistido en un deslizarse de días y de fechas escritas en la pizarra y en los cuadernos.

A partir de entonces, les he dicho a varios hombres: «Cuando yo estaba a punto de cumplir doce años, mi padre intentó matar a mi madre». El hecho de haber necesitado decírselo demuestra lo unida que me sentía a ellos. Sin embargo, todos se quedaron en silencio después de oírlo. Y yo me daba cuenta de que había cometido un error, de que no estaban preparados para escucharlo.

Es la primera vez que describo esta escena. Hasta hoy siempre me había parecido imposible, ni siquiera en un diario íntimo. Como si el hecho de contarlo fuera algo prohibido que iría acompañado inevitablemente de un castigo. Quizá no poder escribir nada después. (Hace un momento he sentido una especie de alivio al comprobar que, sin embargo, seguía escribiendo como antes, que no había ocurrido nada terrible.) Ahora, después de haber conseguido describir esta escena, tengo la impresión de que se trata de un suceso banal, mucho más frecuente en las familias de lo que entonces me hubiera podido imaginar. Quizá la escritura convierta en normal cualquier suceso, incluso el más dramático. Pero como para mí esta escena siempre ha sido una imagen sin palabras ni frases, aparte de las que les he dicho a mis amantes sobre ella, las palabras que he empleado para describirla me parecen extrañas, casi incongruentes. Se ha convertido en una escena para los demás.

Pude ver cómo mi padre agarraba con una mano a mi madre, no sé si por los hombros o por el cuello, y cómo en la otra tenía el hacha para cortar leña

Antes de empezar a escribir pensaba que iba a ser capaz de acordarme de todos los detalles. Pero, de hecho, solo recuerdo la atmósfera, la postura de cada uno de nosotros en la cocina y algunas palabras. Tampoco recuerdo lo que habíamos comido. No tengo ningún recuerdo concreto de aquella mañana de domingo que no esté inscrito dentro del marco de nuestras costumbres: la misa, la pastelería. Pero de lo que sí estoy segura es de que yo llevaba un vestido azul de lunares blancos, pues, durante los dos veranos siguientes, cada vez que me lo ponía pensaba: «Es el vestido de aquel día». También estoy segura del tiempo que hacía: una mezcla de sol, nubes y viento.

A partir de entonces, aquel domingo se interpuso como un filtro entre la vida y yo. Jugaba, leía, actuaba como de costumbre, pero no estaba completamente presente. Todo se había vuelto artificial. Memorizaba mal las lecciones que antes me aprendía con solo leerlas una vez. Una excesiva conciencia de mí misma, que no me dejaba concentrarme en nada, sustituyó a mi indolencia de alumna segura de su facilidad para el estudio.

No podía juzgar aquella escena. Mi padre, que me adoraba, había querido suprimir a mi madre, que también me adoraba. Como mi madre era más cristiana que mi padre, ella se ocupaba del dinero y hablaba con las profesoras, a mí debía de parecerme de lo más natural que le gritara a mi padre de la misma manera que me gritaba a mí. No existía culpa ni culpable, pero debía impedir que mi padre matara a mi madre y fuera por ello a la cárcel.

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Creo que durante meses, quizás años, esperé a que la escena se repitiera, segura de que antes o después se reproduciría. La presencia de los clientes me tranquilizaba. Temía los momentos en los que nos quedábamos solos, es decir, las noches y los domingos por la tarde. Estaba alerta a la menor discusión entre ellos, vigilaba a mi padre, su rostro, sus manos. Siempre que se producía un silencio repentino, presentía la llegada de la desgracia. Cuando estaba en el colegio, me preguntaba si, al llegar a casa, no me encontraría con el drama ya consumado.

Cuando sorprendía alguna muestra de afecto entre ellos, una sonrisa o una risa cómplices, una broma, me parecía estar de vuelta en la época de antes de la escena, y pensaba que todo aquello solo había sido una pesadilla. Pero poco después me daba cuenta de que aquel gesto de afecto solamente tenía sentido en el momento en el que se producía y que no suponía ninguna garantía para el futuro.

En aquella época solían emitir por radio una extraña canción que imitaba una trifulca que se producía repentinamente en un saloon: tras un momento de silencio, en el que solo se oía una voz que susurraba: «No se oye ni el vuelo de una mosca», tenía lugar una explosión de gritos, de frases confusas. Cada vez que la oía me sentía atenazada por la angustia. Un día, mi tío me tendió la novela policiaca que estaba leyendo y me dijo: «¿Qué dirías si tu padre fuera acusado de un asesinato y no fuera culpable?». Sentí un frío paralizador. Por todas partes me encontraba con la escena de un drama que no se había producido.

Nunca se repitió. Mi padre murió quince años después, también un domingo de junio.

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