Con la llegada del frío y el avance del invierno, nuestro organismo se enfrenta a cambios que van más allá de las bajas temperaturas. Los días se acortan, disminuye la actividad física y debemos adaptarse a un entorno más hostil. Este proceso de adaptación, sin embargo, puede tener consecuencias importantes para la salud, especialmente en relación con el aumento de los ictus y los infartos.
La incidencia de los accidentes cerebrovasculares y los infartos se eleva en estos meses hasta el punto que “los días de mucho frío sube hasta un 50 % el riesgo", según el doctor Marius Lekker. Estudios como el publicado en la Journal of Stroke and Cerebrovascular Diseases baraja cifras inferiores, en torno a un 10 %.
“Cuando tienes frío, tienes las manos y la cara como blancas. Pues es esa vasoconstricción, es decir, que los vasos sanguíneos se hacen estrechos”, narra el médico en un programa de la televisión. Esto se debe a que el cuerpo está intentando mantener el calor.
Cuando esto ocurre, nuestra presión arterial sube, provocando que los vasos estén “más apretados” y con menos líquido, es decir más espesa. Esto último sucede porque bebemos menos agua. "La sed se disminuye hasta un 40 % en invierno. Uno piensa que no necesita beber. Y eso acaba haciendo que el corazón se tenga que esforzar mucho más“, explica el doctor Lekker.
Como consecuencia, aumenta la frecuencia cardíaca, se eleva la presión arterial, el gasto cardíaco y el esfuerzo que tiene que hacer el corazón. “Eso hace que se produzcan más infartos y complicaciones de la gente que ya tiene problemas cardiovasculares”. Además, si ya se tiene placa de ateroma o de colesterol, es más fácil que el vaso se rompa.
A ello se suma que en invierno suelen empeorar hábitos como el sedentarismo o una alimentación más rica en grasas. También son más frecuentes las infecciones respiratorias, que pueden desestabilizar a pacientes con problemas cardíacos. Todo ello crea un escenario propicio para que el riesgo cardiovascular se eleve.
Cómo prevenir un infarto
Prevenir un infarto implica adoptar hábitos saludables que protejan el corazón y mejoren la calidad de vida. Los cambios en el estilo de vida, aunque a veces parezcan sencillos, tienen un efecto profundo y duradero sobre la salud cardiovascular, explican desde el grupo Quirón.
Una alimentación sana y variada es uno de los pilares fundamentales. Es recomendable basar la dieta en frutas y verduras frescas, cereales integrales, legumbres y proteínas magras como el pescado o el pollo sin piel. También conviene incluir grasas beneficiosas, presentes en el aceite de oliva, los frutos secos o el aguacate, y reducir el consumo de carnes rojas, productos ultraprocesados, comida rápida, sal y azúcares añadidos.
La actividad física regular es otro factor clave para la prevención. Moverse con frecuencia fortalece el corazón, contribuye a controlar la presión arterial y favorece un peso saludable. Se recomienda realizar ejercicio moderado, como caminar rápido, nadar o montar en bicicleta, durante al menos 150 minutos a la semana, o bien actividades más intensas durante menos tiempo. Antes de iniciar un plan de ejercicio, especialmente si existen problemas de salud, es aconsejable consultar con un profesional sanitario.
Mantener un peso adecuado también reduce la carga sobre el corazón. En casos de sobrepeso u obesidad, incluso una pérdida moderada de peso puede mejorar notablemente la salud cardiovascular. La combinación de una dieta equilibrada y ejercicio regular es la forma más efectiva de lograrlo.
Abandonar el tabaco es una de las decisiones más importantes para proteger el corazón, puesto que fumar deteriora los vasos sanguíneos, eleva la presión arterial y disminuye el oxígeno que llega al corazón. Existen diversas ayudas para dejar de fumar, como tratamientos médicos y programas de apoyo, que aumentan las probabilidades de éxito.
El control del estrés y el descanso adecuado también desempeñan un papel esencial. El estrés mantenido en el tiempo puede afectar negativamente al corazón, por lo que es útil aprender técnicas de relajación como la respiración profunda, la meditación o el yoga. Asimismo, dormir entre siete y ocho horas diarias favorece el equilibrio del organismo y reduce el riesgo cardiovascular.