Incertidumbre en tiempos de pandemia y el cambio hacia una nueva era

Mientras el coronavirus tiene en jaque al mundo, el tiempo corre y pone a prueba a la humanidad. Un análisis para intentar comprender el momento histórico del que todos somos testigo.

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Si se repasan hechos históricos, no hay ninguno que comprometa tanto a la humanidad como el coronavirus, por la posibilidad de contagio y de muerte en soledad. Foto: AFP.
Si se repasan hechos históricos, no hay ninguno que comprometa tanto a la humanidad como el coronavirus, por la posibilidad de contagio y de muerte en soledad. Foto: AFP.

De repente, el mundo se detuvo. Por culpa de un hecho absolutamente excepcional y diferente de todo lo conocido hasta ahora; el siglo XXI trajo, para toda la humanidad, un acontecimiento bisagra en la historia, que tendrá consecuencias múltiples que apenas pueden esbozarse en medio del vendaval en el que vivimos. Sin embargo, de lo que no cabe duda alguna es de que habrá un antes y un después en la vida de todos. Poco importa el nombre que le pongamos a este período, ya de eso se encargará la historia, pero lo cierto es que, por primera vez, tenemos el miedo en nuestra propia casa, y todos miramos a las personas con las que nos cruzamos en el supermercado como un potencial enemigo.

Si revisamos hechos históricos entre quienes transitamos hoy por la vida, no hay ninguno que nos comprometa tanto como el coronavirus, por la posibilidad de contagio y de muerte en soledad, por la imposibilidad de estar con nuestros afectos y por el hecho de que todos los temas importantes de nuestra vida desaparecieron de golpe. El virus nos ha puesto de cara a la fragilidad máxima y a la situación, aún por delante, de lidiar con sus imprevisibles consecuencias.

No vivimos el terror de la gripe española de 1918; entonces, los que llegamos hasta aquí, en pleno siglo XXI, vemos que la situación actual nada tiene en común con todos los acontecimientos previos que nos asombraron, ya por su carácter deslumbrante o trágico. Todas esas situaciones fueron ajenas al involucramiento personal de cada uno de nosotros: fueran las guerras mundiales vividas en el siglo XX, la llegada del hombre a la Luna, las iniquidades realizadas por el terrorismo, el desastre de las Torres Gemelas o los tsunamis y tifones que arrasaron con poblaciones enteras. Siempre el problema era de otro, o de otros; siempre –por decirlo de alguna manera– “lo miramos por TV”.

Hoy, justamente, no hay otro tema: todo lo que el 2020 tenía en sus planes se ha detenido en el mundo y en la vida de cada uno de nosotros. Guerras y conflictos internos, viajes o acontecimientos culturales y deportivos, casamientos y entierros, negocios y transacciones. La vida pública y privada se ha detenido o, cuando menos, ralentizado para todos. Aprendimos, de un día para el otro, que aquello que nos interesaba había pasado a un cuarto o quinto plano y que el idioma que usaríamos a diario y deberíamos aprender estaba vinculado al brote pandémico, a la mitigación comunitaria, a la tasa de contagio, al distanciamiento social, a las capacidades de los sistemas sanitarios, a encontrar la forma de viralizar la prevención, a conocer la dinámica del brote y, fundamentalmente, a aplanar la curva, con el único fin de disponer de un respirador y de no tener que elegir qué paciente debe salvarse y cuál no.

También, creo que comprendimos, en pocos instantes, que la soberbia humana de tecnócratas, políticos, divulgadores y científicos, que auguraban el “hombre de mil años” y el control de macrodatos sobre la naturaleza o la respuesta de internet para todas las cosas, era fácilmente derrotada por un virus desconocido de manera no muy distinta de las pestes que vivieron nuestros antepasados desde hace miles de años.

La pandemia trajo aparejadas nuevas terminologías como "dinámica del brote" y "aplanar la curva", entre otras. Foto: AFP.
La pandemia trajo aparejadas nuevas terminologías como "dinámica del brote" y "aplanar la curva", entre otras. Foto: AFP.

Tal como alerta la historiadora Ema Cibotti, en toda epidemia o pandemia “se han buscado chivos expiatorios, de quién era la culpa, y luego de ello, llegaba la guerra; ojalá, esta vez, no. La salida de las pandemias no es pacífica, nunca lo fue. Saldremos de ella, pero no de la globalización, porque no volveremos a la prehistoria. La pregunta es si iremos a una globalización alambrada con xenofobia, aislacionista y bélica, o será una globalización colaborativa y solidaria”. En concreto, de un día para otro, nos quedamos sin ningún tipo de certidumbre. El cataclismo modificó costumbres y prioridades, nuestros planes y nuestras fortalezas. Nos llenó de dudas, de miedo y de vulnerabilidades. La pregunta es cómo saldremos de esta encrucijada: ¿aprovecharemos como sociedad para realizar un gran cambio ético y moral? ¿O serán el miedo y la supuesta seguridad los que nos harán cerrarnos y considerar al otro, al diferente o al foráneo como un enemigo letal? ¿Nos hará más egoístas y aceptaremos perder nuestra libertad en nombre de la supervivencia?

Lo concreto es que se ha generado, de manera global, no una guerra o un conflicto entre países, sino el enfrentamiento de la humanidad con la naturaleza. Eso ha quedado ya en evidencia mientras la pandemia hace estragos aún imprevisibles, permite observar con claridad que las organizaciones internacionales que regulan las relaciones entre países están en la actualidad lejos de dar la talla. Basta observar su injerencia en esta situación, en pleno siglo XXI, y la que tuvieron al término de la Segunda Guerra Mundial para confirmar estas aseveraciones. Su importancia está relativizada, puesto que no solo sus sugerencias o decisiones enfrentan la voluntad de un grupo de países poderosos y con fácil poder de veto, sino que a ello se ha sumado un grupo de empresas globales que, de manera abierta o sigilosa, imponen criterios y modalidades de acción según su conveniencia. Mientras tanto, el resto del planeta mira como “convidado de piedra”, menos a la hora de pagar la cuenta. Esto nos obliga a sacar conclusiones de nuevo y a buscar un mundo más justo; a nuestro planeta interconectado, siempre en crecimiento geométrico, ya no le sirve tener una alta salud pública o privada en los poderosos centros del mundo. Hoy, de la aldea más perdida de cualquier país de África o (como en este caso) del mercado de animales salvajes de Wuhan, en primera clase y montada en la mejor aerolínea del mundo, llega la enfermedad al corazón de Manhattan –ya sea en formato virus o en formato bacteria– para castigar, en segundos, al más millonario y cuidado ejecutivo de Wall Street. Yuval Harari, el pensador israelí permanentemente consultado por los líderes mundiales, lo ha expresado con claridad en una entrevista realizada en estos días en el diario español El País: “Una lección clave de la lucha contra el coronavirus es que debemos pensar en la atención sanitaria en términos globales. Proporcionar una buena cobertura médica a chinos e iraníes ayuda a proteger a iraníes y a estadounidenses. Esa misma lógica se aplica al cambio climático, son esos ahorros de corto plazo los que luego pueden costarnos muchísimo cuando llega la crisis”.

El cataclismo ocasionado por el coronavirus modificó costumbres y prioridades, al tiempo que ha llenado de dudas, miedos y vulnerabilidades a la humanidad. Foto: Fernando Calzada.
El cataclismo ocasionado por el coronavirus modificó costumbres y prioridades, al tiempo que ha llenado de dudas, miedos y vulnerabilidades a la humanidad. Foto: Fernando Calzada.

Así estamos, en un momento trágico donde no parece verse la luz al final del túnel. Todas son especulaciones, muchas de ellas, incluso, contradictorias entre políticos, científicos y divulgadores. Algunos definen la situación como una “guerra contra un enemigo invisible” y, aunque la cita no pareciera adecuada, sí podemos aceptar que este momento tiene mucho en común con un conflicto armado. En él, como suele decirse, la primera baja es la verdad, verdad que difícilmente sabremos, mientras los líderes mundiales buscan a quién culpar eludiendo sus propias responsabilidades y mientras aparecen conspiraciones y verdades a medias que se acomodan al interés del actor que las proclama.

La humanidad debe empezar a comprender que se enfrenta a un cambio de era y que el mundo que alumbre será diferente por completo. Foto:  AFP.
La humanidad debe empezar a comprender que se enfrenta a un cambio de era y que el mundo que alumbre será diferente por completo. Foto: AFP.

A medida que recorremos este triste camino, empezamos a comprender que nos enfrentamos a un verdadero cambio de era, y que independientemente del resultado de esta batalla contra el COVID-19, del tiempo que demoremos en resolver la situación, de la cantidad de vidas que se pierdan y de los desastres económicos que ocurran, el mundo que alumbre será diferente por completo. Y para hacer frente a este desafío, se requerirá de un liderazgo y de una energía vital sin parangón. Allí estará la hoy tan cuestionada globalización, que no cambiará en su esencia, pero, tal como resalta Henry Kissinger en una columna publicada por el diario Wall Street Journal: “Será imprescindible generar un programa de colaboración global”. Este deberá ser rápido y ejecutivo para superar las gravísimas consecuencias económicas, humanas y geopolíticas que dejará a su paso la pandemia.

Es momento de repensar la atención sanitaria en términos globales. Foto: AFP.
Es momento de repensar la atención sanitaria en términos globales. Foto: AFP.

Como en todo tiempo de emergencia grave, se adoptan medidas y leyes que, en tiempo de paz, requerirían discusiones de años. La historia demuestra que esa aceleración en la toma de decisiones muchas veces queda en nuestras vidas de manera permanente cuando se vuelve a la normalidad. ¿Quedará el poder omnímodo del Estado vigilador? ¿Perderemos libertades esenciales en aras de un supuesto bien colectivo? ¿Vamos a un mundo de vigilancia digital y de biocontrol individual? ¿Entramos en una era de disciplinamiento al estilo de la China actual? Y quizás la más difícil de las preguntas: ¿el mundo de libertad en el que vivimos entró en una fase de enfermedad terminal? De ser así, tendremos millones de cámaras de vigilancia observándonos en todo momento y hasta cumpliremos con la fantasía que tan bien planteó la ficción del mundo distópico en la icónica serie Black Mirror, donde se implantaban chips en el cuerpo de cada ciudadano y se controlaban conductas, movimientos y relaciones en una sociedad oscura y desesperanzada.

Hoy, solo como ejemplo del mundo en el que vivimos, tengamos presente que Sierra Leona, país africano, tiene 13 respiradores y EE. UU. más de 160.000, según estimaciones del Comité Internacional de Rescate. Si, cuando lleguen las próximas epidemias o pandemias ya anunciadas por destacados científicos del mundo, estamos más o menos así, solo nos queda prepararnos para lo peor; ni siquiera tendremos el consuelo de pensar en la aparición de un cisne negro que nadie preveía. No habrá resiliencia que nos saque del desastre global.

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