“Parece diciembre”, la novela escrita en tres continentes durante noches de insomnio y contemplación

El autor traza aquí un viaje literario y emocional que, habiendo atravesado océanos y transformaciones personales, decantó en su ópera prima publicada por Equidistancias

La novela Parece diciembre narra la experiencia de una familia argentino-brasileña que emigra a Catalunya tras la crisis de 2001

Una madrugada insomne de 2005, hice unos garabatos sin saber que se convertirían en las primeras oraciones de mi primera novela, Parece diciembre. Fue en un piso de Tarragona, el mismo que mis viejos alquilaron cuando llegamos a Cataluña, tres meses después de diciembre del 2001. Volví a agarrarla en el invierno de 2008 en un loft minúsculo del Raval, donde viví por un año mientras estudiaba Letras de día y trabajaba de noche como recepcionista en un hotel del barrio gay de Barcelona. En el 2011, en una chambre de bonne —una buhardilla de Montmartre aún más minúscula—, le concedí horas que en realidad le correspondían a mi tesina de maestría.

A fines de 2015, mientras me divorciaba y me mudaba becado a Canadá para doctorarme en Letras, volví a ella en un basement —un sótano ya algo más espacioso de East Vancouver. Solo comencé a tomármela más en serio en 2017, gracias al enorme envión que me dio la escritora santafesina Giselle Aronson, durante una estancia doctoral que hice en la Argentina, Brasil y Uruguay, los rincones de mi infancia y adolescencia. Muchas de sus páginas fueron escritas en el otoño primaveral de ese año, en Montevideo, Rosario, São Paulo, Salta, y sobre todo en la zona oeste del Gran Buenos Aires, donde transcurre gran parte de su trama.

La novela Parece diciembre narra la experiencia de una familia argentino-brasileña que emigra a Catalunya tras la crisis de 2001. El proceso de escritura de "Parece diciembre" abarcó más de veinte años y transcurrió en ciudades como Tarragona, Barcelona, París, Vancouver y Canberra

Parece diciembre es el retrato coral de una familia argentino-brasileña del Conurbano, que emigra a Cataluña como resultado de la desocupación, el corralito, y la incertidumbre ante el futuro inmediato. Es, para qué negarlo, una novela autobiográfica, al igual que muchos debuts literarios. Pero yo no quería escribirla desde mi propio punto de vista, como suele hacerse, quizá con demasiada frecuencia, en el género de la autoficción. En cambio, inspirado por la lectura de Boquitas pintadas, de Manuel Puig, y Verano, del escritor sudafricano-australiano John M. Coetzee, me propuse un desafío: contar cómo fue atravesar esa crisis y su consecuencia (una emigración no deseada), desde múltiples personajes que vuelven al 2001 narrando la adolescencia bilingüe de Piero Maimmone, mi alter ego. Algunos de esos personajes se fueron, otros se quedaron.

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La novela cuenta las vicisitudes de crecer en ese contexto turbulento, al calor de la voracidad por la lectura, el deseo de querer convertirse en escritor, el despertar de la consciencia política, y el descubrimiento del rock nacional y el tango en una época en que todo lo que hubiera sido hecho en inglés sonaba mejor.

Pasaron veinte años desde esos primeros garabatos. Yo tenía que concentrarme en mi tesis y buscar un trabajo en el mundo académico para cuando se me acabara la beca. Así que, después de esa estancia doctoral, volví a abandonar la novela. La retomé en 2018, porque la escritura más que una vocación es una manía, como escribió alguna vez Emilio Renzi —alter ego de Ricardo Piglia, en el que está levemente inspirado Piero. De nuevo, fue por culpa de una madrugada insomne. Esta vez, el escenario no podía ser más amplio: un trailer park australiano a orillas del océano Índico.

Durante esa madrugada, pasaron dos cosas importantes: vi con nitidez la Vía Láctea por primera vez y le di vueltas al último capítulo. Pocos días después, empecé a escribirlo en el asiento incómodo de una low cost taiwanesa que despegó desde Perth para hacer una escala en Taipéi y devolverme demasiadas horas más tarde a Canadá. Ahí, mientras terminaba mi tesis en paralelo, seguí escribiendo. En 2019, más o menos, decidí que la novela estaba terminada. Que ya lo había contado todo. Que ya no quedaba nada que agregarle.

El origen autobiográfico de "Parece diciembre" se fusiona con la ficción coral, inspirado por autores como Manuel Puig y John M. Coetzee

Ante la falta de interés de las editoriales y la dificultad de establecer un contacto directo con ellas desde el exterior (para entonces yo ya me había mudado a Australia para trabajar como profesor universitario), la di por muerta varias veces. Hasta que en 2023, gracias a una charla que tuve en Seattle con Gabriela Adamo, la ex directora de la Feria del Libro, descubrí a los fundadores de Equidistancias: Andrés Tacsir y Enrique Zattara, un sabio editor santafesino que por fin la leyó desde Londres. Enseguida supe que Equidistancias, una editorial relativamente nueva que se especializa en publicar a autores que escribimos desde afuera, era el hogar idóneo para Parece diciembre.

De vuelta en Canberra, abrí un email de Enrique: si bien había un par de cosas buenas, lo que yo había escrito no era aún una novela publicable. Pero eso no significaba que tenía que darla por muerta. Por suerte, lo escuché. O quizá no fue por suerte, sino porque algo de su sabiduría rebotó, de sur a norte y de norte a sur, de Santa Fe a Canberra pasando por Seattle y Londres, para volver al mismo hemisferio en el que crecí y desde el que hoy escribo, al otro lado del Pacífico. Que veinte años (de escritura intermitente) no es nada. Eduardo Sacheri tiene razón: escribimos porque queremos dormir.

[Fotos: archivo personal FT]

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