Es uno de los grandes maestros de literatura de la Argentina. Docente, académico, investigador, filólogo, periodista cultural, editor, Daniel Link (Córdoba, 1959) dirigió en la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) la maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos, la maestría en Humanidades Digitales y el Programa en Estudios latinoamericanos contemporáneos y comparados. También fue por muchos años profesor titular de la cátedra de Literatura del Siglo XX en la UBA.
Recientemente la UNTREF acaba de lanzar la licenciatura y el profesorado en Letras, ambas carreras también dirigidas por Link, quien además dirige el Instituto de Estudios Filológicos Latinoamericanos Ana María Barrenechea.
Daniel fue becario del Conicet y editor de la obra de Rodolfo Walsh. Es autor de muchos libros -varios de ellos traducidos a diferentes lenguas-, entre ellos libros de poemas, ensayos como La chancha con cadenas, Clases. Literatura y disidencia (reeditado hace muy poco por Eterna Cadencia), Suturas. Imágenes, escritura, vida; Fantasmas. Imaginación y sociedad; La lógica de Copi, La lectura: una vida (traducido al francés y publicado por editorial Gallimard) el libro de relatos La mafia rusa y la novela Los años 90.
Editorial Ampersand acaba de reeditar una edición corregida y aumentada de La lectura: una vida…, una autobiografía literaria en la que, además de hacer memoria y recorrer el pasado, los espacios académicos y recordar a las maestras y los maestros, los autores, los amigos, los alumnos y los libros que lo trajeron hasta el presente como lector y escritor, da cátedra de literatura y pedagogía mientras explora la bibliografía que incorpora. Y lo hace con el despliegue de entusiasmo, acidez y conocimiento que lo convirtieron en el extraordinario maestro que es.
Lo que sigue es la transcripción de una conversación que mantuvimos semanas atrás en un estudio de radio; una charla que podría haber continuado por varias horas porque Link responde a todo con generosidad y genuino interés y con cada respuesta despierta en el interlocutor un nuevo campo para abordar, para preguntar, para saber. Lo que hace es agitar la curiosidad y el ansia de saber en el otro, algo que es, en definitiva, lo que hace todo buen docente.
— Estaba viendo la cantidad de cosas que hiciste y que hacés. Pensaba que todo lo que tiene que ver con una hoja de vida, un currículum, se va agrandando con la edad, es cierto. Pero más allá de esa lógica, si uno analiza tu biografía, estuviste en lugares importantes. Creaste colecciones, carreras, fuiste gestor cultural. Si te preguntaran: Señor Link, ¿usted qué es? ¿Qué dirías?
— (Risas) Bueno, es difícil porque yo en algún punto creo que los libros dan cuenta de eso, ¿no? Uno cambia de posición; cambia también el ser. Yo soy padre y soy abuelo pero no soy todo el tiempo padre y abuelo. No soy todo el tiempo profesor. No soy todo el tiempo poeta. Entonces, eso me parece que es lo estimulante porque te obliga a pensar cada vez que te ponés en un lugar distinto: a ver, bueno, en este lugar qué soy. Cómo soy. Para qué estoy. Así que en este momento soy el autor de La lectura: Una vida. Es decir, una persona ya vieja que piensa en su pasado. Cosa que me viene pasando mucho porque, efectivamente, soy una persona ya vieja que piensa en su pasado.
— Mientras leía tu libro pensaba que cuando uno es grande y muy lector ya leyó también muchas autobiografías de autores que en definitiva construyen un modelo de escritor, también. ¿Cuando vos ibas escribiendo tenías todo eso en la cabeza? ¿Pensabas en la cantidad de veces que desentrañaste biografías y autobiografías de otros?
— Mirá, la circunstancia de escritura de este libro es muy específica. Yo estaba escribiendo otro libro, La lógica de Copi, un libro muy difícil para mí porque tenía que jugarme a decir cosas de verdad. Es decir, cosas que tuvieran una verdad fundada naturalmente en lecturas, etcétera. Entonces en ese momento Graciela Batticuore me propuso escribir este libro y yo le dije sí porque entonces yo voy alternando y esto me sirve como descanso porque acá no tengo que pensar nada. Es sencillamente contar lo que fue. De modo que, en algún sentido, yo me arrojé a esa experiencia de escribir sobre mi propia vida de lector sin demasiadas prevenciones. Sin demasiados presupuestos. Pero me encontré con que, efectivamente, a medida que iba escribiendo la cosa se iba armando de tal modo que me obligaba a mí a esto de “la ficción de que algo sucedió como uno cree que sucedió”.
— Por eso, digo.
— Es una ficción. Te obliga a pensarlo. Bueno, estoy encadenando esto con esto, con esto, con esto: ¿qué hay detrás de ese encadenamiento? ¿El azar? ¿La mera contingencia? ¿O uno puede encontrar en eso, qué sé yo, algún tipo de ley que encadena una cosa con otra? Que es en última instancia lo que seguramente determina una personalidad, ¿no? Es decir, cómo se van encadenando los acontecimientos a lo largo de una vida. Así que bueno, sí, tuve que pensar en todo eso. Tuve que pensar en cómo las lecturas y las personas que me enseñaron a leer me habían formado. Pero, sobre todo, cómo la escritura misma te va llevando a un lugar que, a lo mejor, vos veías de una manera y resulta que al escribir se transforma en otra cosa.
— Lo que aparece mucho, lo que insiste en tu libro es sobre todo la infancia. Vos vas contando todo lo que tiene que ver con tu vida hasta un relativo presente. Pero aparece mucho el niño que fuiste. Aparece también Córdoba y el sufrimiento al llegar a Buenos Aires. Eso te construyó, también.
— Sí, bueno, yo creo que, no solo a mí, sino que para todas las personas la infancia es como un momento en el que hay cosas que se van en algún sentido cristalizando, tanto sea por la vía del trauma como por la vía de la apertura hacia un mundo determinado. Así que sí, la infancia me parece determinante. Vos fijate que eso tiene que ver también con una hipótesis histórica: a mí me preocupa mucho la situación actual de la lectura y la escritura en los niños y las niñas. Mi nieta tiene 8 años y no escribe manuscrito. No le enseñaron a escribir en cursiva, cosa que me parece como rara, ¿no? Es decir, nosotros escribíamos en cursiva sí o sí desde primer grado y ella ya está terminando segundo y no puede ni escribir su propio nombre en cursiva. Y eso me parece que tiene que ver con un cambio histórico muy importante que pasó durante nuestras vidas, o sea que somos los testigos de esos cambios. Pero en algún punto uno tiene que ser capaz también de evaluar qué cosas de ese cambio nos favorecen y cuáles no, porque la tecnología obviamente tiene aspectos positivos. Y me parece a mí que entonces hay infancias que no llegan a acceder a esos niveles de lectoescritura a los cuales nosotros accedimos tan rápidamente.
— Bueno, era natural en ese momento.
— Por eso, es así. Porque no había otra forma.
— Nosotros no venimos de la matemática entonces no podemos saber, pero hay determinadas prácticas que han cambiado y a lo mejor desde ese lugar también están cuestionando esto. Vos en el libro incluso hablás con cariño acerca de la idea de memorizar poemas y decís que hoy te resulta importante haberlos memorizado. Forma parte de lo mismo en un punto, ¿no?
— Sí, sí. Yo creo que eran prácticas escolares que nosotros inclusive vivíamos con odio. O sea, tener que memorizar poemas en el momento no era grato. Ahora, 50 años después yo tengo todavía eso en la cabeza; en el momento que desaparezca de mi cabeza, yo sé que ya estoy liquidado. Pero mientras yo pueda recitar los poemas que aprendí en la infancia, sé que todavía puedo seguir pensando, escribiendo, trabajando. Entonces me parece que tiene esa onda, esa larga onda. Por otro lado, vos te acordarás que en la última novela de Puig, Cae la noche tropical, las dos viejitas que tienen 80 años recitan la Sonatina de Rubén Darío. Con lo cual eso ya no es solamente mío personal o de nuestra generación sino que está también en un ambiente que vio la transformación de todo lo que sucedió desde la década del 80 hasta nuestros días, que ha sido abismal. Los cambios son abismales.
— Justo mencionás Cae la noche tropical y me acuerdo de estar en la UBA conversando con Silvia Delfino en días cercanos a la muerte de Puig y con Silvia diciendo algo así como que lo más duro era que ya no iba a haber más novelas de Puig. En tu libro decís algo parecido con respecto a la obra de Josefina Ludmer, un “no vamos a leer más cosas nuevas de Ludmer”. Cuando un lector se fascina con un autor y con una obra le pasa eso, esa idea de que ya no vas a tener por delante ese paraíso, ese universo, aunque ya lo hayas de alguna manera agotado, pero al que aún es posible encontrarle nuevos sentidos. Pero realmente genera mucha tristeza. Melancolía, tal vez, ¿no?
— Sí, sí, melancolía, pero al mismo tiempo es un desafío porque decís: bueno, yo tengo ocho novelas de Puig. Geniales todas. Entonces yo digo: está bien, hubiera preferido que hubiera otras pero ya que no las hay, trabajo con esas ocho y trato de encontrar cosas nuevas en ellas. Con Josefina Ludmer, lo mismo. Yo estoy trabajando ahora con esta noción que ella pone en El cuerpo del delito que es la de “los muy leídos”. Viste que ella lanza categorías, no las explica nunca. Y “los muy leídos” me parece que puede entenderse tanto como, qué sé yo, aquellos que forman canon, Martín Fierro, en el caso de Argentina, la generación del 80 desde ya, o también aquellos que son muy leídos porque se expanden mucho, aunque no sean canónicos.
— ¿Quiénes serían?
— Bueno, a ver, por ejemplo en el fin de siglo y sobre todo en el comienzo de siglo, en el modernismo hispanoamericano pero uno podría pensar en el Río de la Plata, hay textos que pasaban inmediatamente a la cultura popular. Así como, qué sé yo, versos del Martín Fierro pasaron a la cultura popular y a la lengua, etcétera, etcétera, también de otros autores cuyos nombres no conocemos pero que sin embargo quedaron incrustados. Los letristas de tango. Los letristas del bolero, entendés. O sea, toda esa gente escribía, escribía versos. Escribían versos modernistas en general, a lo mejor no tan buenos como los de Darío, seguramente no, pero que tuvieron un gran impacto en la cultura. Entonces me parece que hay una especie de intensidad, uno lee intensamente cosas que a lo mejor no sabe que fueron escritas porque las escucha como canciones, por ejemplo.
— Claro.
— Agustín Lara, por decirte algo. Miles. Y tienen una dinámica un poco diferente a la de los escritores canónicos porque eso no pasa por la escuela y por lo tanto supone una relación con la memoria un poco diferente. Pero me interesan esos “muy leídos” por distintas razones, porque en algún sentido crean un ambiente. Nosotros hemos atravesado varios ambientes. Eso me parece un poco lo fascinante de nuestras propias vidas, que venimos de ambientes muy diferentes al ambiente actual. Cosa que yo venía investigando inclusive con la inteligencia artificial. Pero bueno, entonces, volviendo a tu pregunta, me parece que uno puede volver a leer los textos de aquellos que ya no van a sacar nuevos textos y encontrar cosas que, en su momento, las dejabas de lado porque había otras más interesantes para explotar.
— Compartimos nosotros dos y Martín Kohan la presentación de No entender, el último libro de Beatriz Sarlo, publicado poco después de su muerte. Y pensaba que Beatriz dejó ese libro, que nos sorprendió. Ella es otra de las personas que aparecen mucho en tu libro…
— Sí, yo le debo mucho a Beatriz. De todos modos, a mí toda esa circunstancia de la muerte de Beatriz y todo lo que se produjo después, el libro mismo, que me parece un libro malo, y toda esta cosa ridícula de la herencia, me pareció que empañaba un poco todo eso. Obviamente, Beatriz no tuvo la culpa de esto, pero no estoy en este momento con ganas de volver a leer a Beatriz para encontrar cosas.
— Eso, a partir de esto que pasó.
— Sí, porque quedó como una cosa muy turbia. Y sobre todo yo, que insisto, le debo mucho a Beatriz y la quise y la quiero mucho, quiero su memoria, por ejemplo, el hecho que la Facultad de Filosofía y Letras no haya sacado un texto lamentando la muerte de Beatriz Sarlo me parece de una mezquindad absoluta. Insisto, Beatriz no tiene que ver exactamente con esto, pero todo se genera alrededor de su persona, de su figura, su memoria, su legado. Entonces es como que tenés que entrar con machete, como si estuvieras en la jungla en relación con eso, entendés. Mientras que con otras personas no pasa. Y aparte, insisto, me parece que eso tiene que ver con ambientes muy específicos, un tiempo que estamos viviendo y que es un ambiente atravesado por el odio y por la mezquindad. Y eso, aunque sea difícil pensarlo, a nivel de política nacional y a nivel de micropolítica en relación con la memoria de los intelectuales que se van muriendo, sin embargo tiene como una especie de línea punteada entre una cosa y la otra, ¿no?
— Bueno, en el caso de Beatriz también hay que señalar que ella participó del debate público y fue una persona mucho más popular que la mayoría de la gente que nosotros conocimos en el mundo académico de la literatura.
— Sí, también lo que generó. Ella tenía una capacidad de generar odio que no todos tenemos.
— Pero no lo hizo tanto en lo que tiene que ver con la parte de la literatura sino con esa última etapa de su vida, que tenía que ver también con la política. Ella estuvo siempre relacionada con la política pero no en los medios masivos. Ahí está, eso es lo que la hizo en ese sentido más popular, pienso. En cambio, entre tus maestros está Enrique Pezzoni.
— Obvio, sí.
— Que es una persona que para muchos a lo mejor no es tan conocida y que es fundamental para la formación de una generación que, a su vez, siguió formando gente.
— Sí, bueno, por eso te digo, Enrique también…sus últimos años de vida fueron bastante amargos. Porque él fue convocado para hacer una tarea importante de política cultural, que fue la reconstrucción de la Facultad de Filosofía y Letras luego de la dictadura. Y él se sintió muy traicionado en ese rol.
— Hablás de la miseria política.
— La miseria política, sí, sí. Uno no mide los afectos que uno tiene y las deudas que uno tiene en relación con la importancia que tiene en un momento determinado un nombre propio.
— No claro. Tu maestra de primaria es tan importante como cualquiera de estos nombres.
— Efectivamente. Y aunque la gente no sepa quién es Enrique Pezzoni, para mí es fundamental. Digo, me formó, soy yo. Quiero decir, es mi padre intelectual en algún punto. Josefina lo mismo. Con Elvira Arnoux, lo mismo ¿no? Y a la gente le decís Elvira Arnoux y no es lo mismo que Beatriz Sarlo, pero no importa, son las personas que en algún sentido me dieron cosas, me llevaron por ciertos lugares, me señalaron posibilidades de pensamiento.
— Es interesante lo que decís de Elvira porque, además, en tu libro aparece muy claramente algo que muchos a lo mejor o no sabían, u olvidaron, y es todo lo que ella tuvo que ver con lo que fue el CBC y con la cátedra de Semiología, con la que estudió tanta gente. Y está muy bien narrado el trabajo intern de la cátedra, cómo buscaban los materiales. Bueno, eso es cultura argentina.
— Sí. Sí. Y sobre todo, bueno, yo no sé si eso se nota, pero ahí está mi entusiasmo épico, es decir de nacimiento, vamos a fundar, vamos a fundar, entonces te convocan a fundar Semiología…
— Tu pulsión fundacional.
— Vamos hacia allá. Después uno se aburre y lo deja. Porque ya está, ya está funcionando. Digamos que una vez que está funcionando…
— Hay que pensar en otra cosa.
— Claro, entendés.
— Y ahora acabás de crear ni más ni menos que carreras de profesorado y licenciatura en Letras en la UNTREF.
— Sí, sí.
— Una locura hermosa.
— Nos parece que básicamente ahí la cosa fue reactiva. Tanto atacan a las humanidades que nos conviene. Bueno, acá estamos.
— Les damos más.
— ¿Qué les molesta de esto que estamos haciendo? Sobre todo porque lo estamos haciendo, por supuesto con la generosidad y el amor de mucha gente enorme, pero sobre todo lo estamos haciendo teniendo en cuenta nuestra propia experiencia y sabiendo que hay que mejorar. Sabiendo que no estamos repitiendo una carrera creada en el 83 sino que estamos haciendo una carrera creada en el 2025, con expectativas de 2025, con inteligencia artificial, con prácticas de edición, con prácticas de escritura. O sea, estamos incorporando a la carrera todo aquello que, en un sentido, veíamos como un déficit. Pero, entonces, dígannos qué es lo que les parece que de esto está mal porque para nosotros esto es lo que garantiza el futuro. Sin esto, no hay futuro posible. Entonces dígannos y a lo mejor lo podemos modificar. Seguramente.
— ¿Cuánto tiempo estuvieron trabajando en esto?
— Uy, dos años. Dos años con paneles, expertos que vinieron a opinar. Sobre todo viendo la necesidad de articular, bueno, lo que sería el saber puro, la lectura deseante, compulsiva, con las necesidades de las comunidades existentes. Y vos sabés que tenemos ya 140 inscriptos.
— Es una barbaridad.
— Así que eso nos da un poco de miedo inclusive (risas).
— Tu autobiografía lectora naturalmente está llena de nombres pero no es una lista. Es un libro que está compuesto también por títulos de libros. Eso sí me resultó muy interesante: el modo en el que abordás esos títulos muchas veces es como si estuvieras dando clase.
— Bueno, eso puede ser… Eso puede ser tanto como un tic que habría que superar o una especie de condena, ¿no? O una virtud, qué sé yo. Eso depende de quién lo escuche, cómo lo vea. Lo que es cierto es que yo no hablé nunca en clase de esta gente. O sea que nunca fueron clases.
— Por ahí escribías sobre ellos.
— Claro, fueron otro tipo de intervención, de textos. Obviamente, cuando hablo de Silvia Molloy son textos que alguna vez escribí o para presentar libros o para lamentarme por su muerte.
— Es muy lindo lo que contás del cine de Olivos. Que se ponían a hablar para ver si habían coincidido en alguna función. Me parece hermoso eso.
— Pero ahí te das cuenta de cómo no se puede forzar. O sea, porque yo digo “ay, mirá si efectivamente ella fue a ver la película que yo fui a ver, en el mismo cine”. Pero no, no se pudo recuperar salvo como una posibilidad.
— Hablás de La novicia rebelde.
— Claro. Y, en cambio, otras cosas sucedieron efectivamente así, coincidencias de gente, de personas, en ambientes.
— Bueno, todo eso vos lo vas encadenando muy bien, porque una vida es eso también.
— Claro, son esos encadenamientos, esos acontecimientos que uno no prevé y no puede calcular. Digo, y esto es bueno para que la gente lo entienda hoy, que estamos en el dominio del cálculo. Las vidas son del registro de lo incalculable. No se puede calcularlo todo, eso es estar vivo. Entonces, cuando a vos te someten a la lógica del cálculo total, del algoritmo, etcétera, etcétera, bueno, ahí tenés que poder decir: no, no, esperen porque hay cosas que no se pueden calcular, por definición. Porque son los acontecimientos que van formando una vida.
“Estamos en el dominio del cálculo, pero las vidas pertenecen al registro de lo incalculable, eso es estar vivo”
— Tal cual.
— Que pueden ser mayores, qué sé yo, desde accidentes hasta tempestades o hasta cosas más nimias. Como, por ejemplo, mirá qué curioso que yo estuviera acá en el medio y alrededor había una línea (N. de la R: Link mueve sus brazos y dibuja con ambas manos un círculo que lo envuelve). Pero nadie lo sabía que eso era una línea. Para eso hacía falta que alguien estuviera pensando en su propia vida y relacionando esos puntos.
— En la primera edición hubo una omisión. Una gran omisión
— Si yo acepté reescribir el libro, reescribir, agregarle cosas, fue porque en la primera edición me había olvidado de Maite Alvarado. Que no solamente es una autoridad sobre la lectura sino que era una enorme amiga mía, una profunda amiga mía, y con quien trabajé muchísimo estos temas. Entonces fue como una especie de acto inconsciente que yo tenía que resolver, ¿no? Pedirle perdón.
— Fue una muerte temprana y siempre es trágica la muerte temprana.
— Maite tuvo un cáncer de huesos que la fulminó en menos de un año o en un año. Y estaba en el momento más productivo de su vida. Había hecho el Lecturón, que era un libro de ejercicios de lectura para escuela primaria que se había vendido en México, en toda América Latina.
— Me acuerdo muy bien, sí.
— Y era un extraordinario libro de pedagogía de la lectura.
— Una gran herramienta.
— Una gran herramienta. Yo trabajaba más con la escuela media y ella con la escuela primaria pero diseñamos talleres juntos. Hicimos talleres de escritura en el Ciclo Básico Común (CBC). Y, sobre todo, nos encontrábamos, funcionábamos y qué sé yo; entonces, haberme olvidado de Maite me pareció como… Y lo curioso es que no solo yo me olvidé sino que nadie me lo recordó después.
— ¿Te acordás de cuándo fue que te diste cuenta?
— Me di cuenta cuando preparaba la edición francesa. Porque había empezado a revisar y dije: ”Ciclo Básico Común y acá no está Maite”.
— Claro.
— Cómo puede ser que no esté Maite. Si no podía corregirlo yo hubiera preferido que el libro no existiera en este momento. Porque tal vez es un libro que está hecho sobre la idea de la deuda y del agradecimiento. ¿Y no va a estar Maite? Entonces digo: “no, es una farsa”, entendés.
— Sin dudas. Daniel, tu lugar en la universidad llega en realidad ya como docente. Porque tu formación fue en el Profesorado.
— Sí, cosa que siempre me la hicieron notar.
— ¿En serio?
— Uf. Uf.
— No me digas. Está muy bien explicado en tu libro lo que significó ese profesorado durante ese período.
— Sí, en ese momento histórico. Era como un refugio en la dictadura.
— El “Joaquín”.
— El Joaquín V. González. Pero hay como una especie de error de concepto porque mirá, una chica que es becaria de alguien que trabaja conmigo el otro día me escribe y me dice: “Ay, vi que sacan las carreras de grado. Me gustaría poder dar un curso. La licenciatura no sé si me animo pero para profesorado, sí”. Y la verdad es que son los mismos cursos los que vamos a dar en uno y otro, no hay diferencia. Pero imaginariamente ella considera que dar clases en un profesorado requiere menos preparación y es más fácil que dar clases en una licenciatura. Lo cual es una tontería pero, al mismo tiempo, te muestra eso. Cómo hay un ambiente contra el cual uno tiene que luchar porque yo quiero decir, si hay algo que me interesa es que los profes que van a dar clases a la escuela media estén bien preparados. Más que los licenciados, que van a hacer lo que se les dé la gana de sus vidas. Van a estudiar, qué sé yo, cualquier literatura. Van a hacer tesis sobre temas específicos.
— Y van a transmitir o no la literatura.
— Por eso, entendés. Pero bueno, esa cuestión entre el ser licenciado y ser profesor…
— Vos sentiste que te lo marcaban.
— Sí, sí, me lo hicieron sentir. Me lo hicieron sentir.
— ¿Compañeros, docentes?
— El ambiente en generals. O sea, es como la cosa automática, ni siquiera hay maldad en el asunto. No estoy diciendo que me discriminaban deliberadamente. Pero, suponete, cuando te empiezan a mandar mucho después cartas donde dicen doctor Link y vos tenés que decirle “perdón, yo no soy doctor”. O sea, presuponen que uno hizo un cursus entendés.
— Sí, sí, sí.
— Y a mí la verdad que me da lo mismo ser o no ser doctor. No cambia mi vida. Sobre todo porque en mi generación daba lo mismo. Ahora no, ahora los chicos si no se doctoran…
— Ahora tenés que tener un post doc.
— Doc, y post doc.
— Ahora la licenciatura es nada.
— Ahora tiene que manejar Uber. No hay forma de que los contraten para nada. Pero eso es problema de ellos, no mío. Beatriz no era doctora, qué sé yo. Josefina, tampoco. Digo, no es un problema de mi generación y las previas. Pero entonces todo eso era siempre como “ay, vos no sos de la casa, de esta casa”. No es que te lo dijeran pero te hacían sentir como que uno es el cuco, el pájaro que pone los huevos en el nido de otro. Bueno, yo puse huevos ahí en Puán pero tuve pollitos, polluelos y polluelas.
— De los que hablás mucho en el libro.
— Es que sabés que eso es muy reconfortante: ver que lo que uno dice hay alguien que lo lleva más lejos, a donde yo ya no puedo llegar. Hay lugares donde yo ya no puedo llegar porque estoy mayor, estoy viejo, no tengo ganas o como quieras pensarlo. Entonces, que haya gente que tome la posta, el relevo, te permite pensar en que, bueno, que lo que uno hizo va a tener una continuidad, hasta cierto punto. Tampoco es cuestión de eternizarse ni vanagloriarse de tonterías, ¿no? Pero trabajar con jóvenes y ver que te devuelven algo en relación con eso para mí es también muy reconfortante.
— Recién mencionabas la inteligencia artificial. Vos hablabas de todos los mundos a los que asistimos y todavía algunos queremos seguir subiéndonos a esos colectivos. Pero se hace difícil. También, de alguna manera, venimos a ser la última generación de editores en el sentido más tradicional de la palabra. Porque, a partir de ahora, ¿qué? ¿Qué vislumbrás?
— No, yo creo que nuestra tarea está garantizada porque la inteligencia artificial es súper, súper, súper divertida para jugar con ella pero llega un momento que no le da la cabeza.
— ¿Y ese perfeccionamiento que se supone que llegará con la inteligencia artificial general? Y, al mismo tiempo, las nuevas generaciones no se formaron como nos formamos nosotros.
— No, no, no. Bueno, quiero decir, pasale un teléfono físico a un niño y decirle: marcá este número; no saben qué hacer. Sacan la tapa. No sé qué hacen. Hay un poco de eso, sí, las generaciones nuevas tienen otra relación con la técnica. Pero yo creo que el lugar humano de la edición, el lugar humano de la comprensión, el lugar humano de la correlación…
— La detección del error, por ejemplo.
— Bueno, la detección del error, suponete. A ver, pensemos un poco en esto. Inteligencias artificiales hay desde hace 40 años. El corrector de Word te señalaba errores de sintaxis.
— Con Google estamos hace muchísimo.
— Con Google estamos hace mucho. Los mapas. Digo, estoy hablando de inteligencia artificial que funciona como una instancia de consulta de todo y cualquier cosa. O sea, una receta de cocina. Un problema de salud. O una bibliografía. Pero el problema es que, como vos bien señalás, te contesta con cosas que ya saben, como pre digeridas. Con lo cual el límite de eso es lo existente. Que uno diría: bueno, en nuestro campo uno tiene que trabajar no para pensar lo posible sino para pensar lo imposible. Y ver si se puede llegar. A lo mejor, no se puede y ya está. Pero, quiero decir, pensar es pensar lo que no ha sido pensado todavía. Entonces, hay que ir en esa dirección.
— Sí. Y crear.
— Y, por lo tanto, crear. Crear las vías. Crear los caminos. Crear las fórmulas, si querés. Crear las maneras. Pero, insisto, uno puede jugar y es muy divertido pero, en términos narrativos, yo tengo una inteligencia artificial, Percance se llama. No la tengo, digo, juego con ella. Crea relatos, narraciones. Pero entonces, claro, como no te puede dar continuidad primero por cuestiones legales, porque te puede decir, qué sé yo, que hagas cosas obscenas con tu propio cuerpo, que sometas a tu cuerpo a una violencia, entendés, entonces obviamente vos le vas a hacer una demanda al dueño. Entonces se quedan esperando que uno diga. Te cuento esta, que me pasó. Estamos en un ritual de iniciación de la tribu de hombres lobos. Le digo: bueno, yo no sé nada de rituales de iniciación en tribus de hombres lobos. ¿Y ahora qué? La luna brilla, los árboles se agitan. Una descripción larguísima y no llega a nada. ¿Por qué? Porque no puede. Vos tenés que darle. Entonces bueno, una novela, por ejemplo. Para que la novela avance, la inteligencia artificial no va a funcionar. O sea, para que la novela avance tenés que vos ponerle el motor y la inteligencia artificial te puede ayudar para eso, para descripciones, para darte descripciones de lugares.
— Me gustó leer por ahí algo, creo que en una entrevista que te hizo Nacho Damiano, que decías que la inteligencia artificial hace novelas malas como muchos autores hacen novelas malas (risas).
— Claro, por otro lado, eso. La ventaja es que al ser una novela mala producida por una inteligencia artificial vos decís: bueno, este es el grado cero. Yo tengo que ir para arriba. Es como pensar que la música de un lavarropas es música.
— Claro.
— Es el grado cero de la sonoridad, punto. Te puede encantar. Puede ser hipnótico al estilo Enya, década del 80, pero no es verdaderamente música hecha como tal. Y acá pasa lo mismo, son narraciones que funcionan pero no tienen ninguna apuesta verdadera.
— Hace un momento hablabas del cálculo como una idea fuerte de la época. Y hay otras ideas principalísimas de esta época que afectan directamente todo lo que tiene que ver con tu vida, desde tu vida profesional hasta tu vida personal. El embate contra la investigación, contra las humanidades. Todo el embate también contra la cuestión queer, la cuestión LGBT y demás. ¿Qué se le opone a eso? ¿Cómo se para uno frente a eso? Recién decías: fundamos nuevas cátedras y carreras.
— Yo creo en una forma de activismo positivo. Un activismo que no sea ehhh, usted, hijo de puta, bla bla bla. Un activismo que diga: bueno, sabés qué, yo estoy armando esto. Y es un lugar al cual va a venir la gente. Es un lugar de resguardo. Es un lugar de respeto. Es un lugar de investigación. A lo mejor estamos equivocados. O sea, en la reunión que tuvimos con los aspirantes a la carrera de Letras les dijimos: miren, es fundamental que ustedes estén porque nosotros creemos que esto es genial, pero a lo mejor estamos equivocadísimos. O sea, alguien tiene que decirnos: mirá, no está funcionando.
— No es por acá, claro.
— Claro. Me parece que eso es lo fundamental. Te critican, bueno, a lo mejor tenés razón en la crítica que me estás haciendo, entonces vamos a proponerte esto. Digo, no ser necios y decir: ah bueno, sos una persona asquerosa, no voy a aceptar nada de lo que vos digas. Los ambientes son muy complejos, entonces muchas veces -tengo miedo de decirlo- pero muchas veces desde lugares que son totalmente incompatibles con las propias posiciones políticas uno puede escuchar una verdad, entendés. Y hay que decir ¿por qué esta persona está diciendo una verdad, algo que yo considero una verdad? ¿Cómo es posible que lo diga esa persona, ese sector, y no las personas con las cuales yo convivo?
— Dejamos de mirar, de prestar atención al enunciado y estamos absolutamente pendientes de quién dice las cosas. Eso es lo que está pasando.
— Efectivamente. Entonces hay como una especie de imposibilidad de conversar. De esto que estamos haciendo. La imposibilidad de relacionarse con el otro. Mirá, no tenés razón pero estoy dispuesto a pensarlo. Pero entonces insisto: vos decís cómo se reacciona ante un ataque tan global, tan grosero.
— Exacto.
— Bueno, un paso adelante. Te creo esta institución. Te creo esta figura. Te creo este programa. Te creo este espacio. Te creo una voz. Creo una voz que diga cosas.
— Pero vos estás viendo también que, por ejemplo, en Estados Unidos eso se está empezando a cerrar. Deja de existir la posibilidad.
— Vengo de allá, vengo de la Universidad de Chicago, donde intentaron cerrar todos los programas de humanidades de la Universidad de Chicago. No pudieron. Cerraron algún doctorado, quedó en suspenso, ni siquiera lo cerraron. Están desfinanciando, sí, pero la ventaja es que hay otras fuentes de financiación. O sea, en Argentina es muy raro pensar que te financia alguien que no sea el Estado programas que tengan que ver con humanidades. Pero existe mecenazgo, en fin, existen lugares. Yo lo que digo es que siempre que llovió, paró. Ponele que efectivamente este sea el infierno. Bueno, pero es un infierno temporal. Mientras tanto, uno tiene que encontrar estrategias de supervivencia para que los espacios sigan existiendo, para que las posibilidades de decir sigan existiendo. Entonces sobre eso uno tiene que buscar la manera de que todo esto sobreviva hasta que venga, qué sé yo, un ambiente que sea un poco más favorable a sostener algo que, no es porque yo lo haga, a mí me importa tres cuernos lo que yo hago. O sea, lo que yo hago como persona no tiene ningún valor social. Pero sí cuando esto es la clave del desarrollo futuro. Un futuro totalmente automatizado, un futuro totalmente entregado al cálculo algorítmico es un futuro que no se puede sostener como tal. Entonces bueno, ahí hace falta la intervención humana, hace falta sobre todo una intervención que sea capaz de criticar los modelos de pensamiento, de escritura, de lectura, de comunicación, de los modos políticos de relación, etcétera, en fin, todo lo que las humanidades han hecho siempre, que es un poco poner la idea de: “atendamos a esto, a ver hacia dónde va”.
— Te hago la última pregunta y me parece importante hacértela porque sos una persona que trabajó con la literatura de todos los tiempos, te centraste mucho en lo que tiene que ver con literatura del siglo XX, pero conocés mucho de la historia de la literatura. Y sos capaz de decir cosas duras, como mencionaste antes en relación al último libro de Sarlo. ¿La literatura argentina es una buena literatura, Daniel?
— Mirá, el problema es que vos querés que yo te conteste rápido porque es la última pregunta. Rápido te digo no, no lo es. Porque básicamente ninguna literatura nacional como tal puede ser buena. ¿Qué tenemos en Argentina a nuestro favor? Tenemos un país devastado económicamente, culturalmente, políticamente. Lo cual hace que la literatura brille porque es lo que en algún punto nos salva. Digo, la imaginación. O sea, Argentina es casi un país imaginario y, como tal, su literatura tiene una capacidad de moverse en el registro de lo imaginario, que a lo mejor otras literaturas no tienen del mismo modo, ¿no? No sé si eso alcanza para decir que la literatura es buena, pero sí que hay un ambiente favorable al desarrollo de buenas cosas literarias.