Internet no empezó de golpe. Al principio fue un experimento militar y una posibilidad académica. A la sociedad civil llegó en forma de foros. Las primeras redes sociales comenzaron de a poco, en puntas de pie, con cuidado, hasta que todos fuimos atravesando el gran portal digital. Parece antiguo, lejano, pero en algún momento existió una clara frontera que separaba ambos mundos: de un lado la realidad, del otro la virtualidad; de un lado la vida material, del otro el plano online. Hoy esa división es un absurdo. Lo que ocurre en las redes tiene su efecto concreto: afecta, genera, produce, pero además, y acá está la novedad ya indisimulable, daña. No sólo la salud mental de los individuos, también el debate público de las sociedades y, por consiguiente, sus democracias.
Cancelar el odio
Escocia es uno de los países que está tomándose en serio este asunto. El puntapié inicial lo dio en 1986 cuando se sancionó una ley que prohibió el odio racial. Ahora, en palabras del primer ministro escocés Humza Yousaf, lo que hay es una “creciente marea de odio”. Por eso acaba de entrar en vigor la Ley de Delitos de Odio y Orden Público, que “tipifica como delito incitar al odio con conductas amenazadoras o abusivas en función de características como la edad, la discapacidad, la religión, la orientación sexual y la identidad transgénero”, informó Jill Lawless en la agencia AP y agregó que, como “la ley no prohíbe específicamente el odio hacia las mujeres”, “el gobierno escocés afirma que esta cuestión se abordará en una futura ley contra la misoginia”. La pena máxima es de siete años de cárcel.
Quien se opuso a esta ley y convirtió el tema en una cuestión global, fue J.K. Rowling, la autora de la saga Harry Potter, una de las ficciones más vendidas de la Historia. ¿Por qué se opuso? Como figura pública, además de escritora es también conocida por su posición frente a eso que el sitio español Info Católica llama “dogma trans”: para Rowling el sexo biológico define el género y cree en el derecho de decirlo. Para una gran porción de la sociedad, sostener que una mujer trans “en realidad es un hombre” no sólo es un error, también una ofensa; es transfobia y, según la nueva ley escocesa, un posible delito. “Actualmente estoy fuera del país, pero si lo que he escrito aquí constituye un delito según los términos de la nueva ley, espero que me detengan cuando regrese a la cuna de la Ilustración escocesa”, escribió.
Para argumentar, Rowling publicó un hilo en X con diez casos muy peculiares. Uno de ellos es el de la “encantadora muchacha escocesa” Isla Bryson, que luego de caer en prisión por violación “encontró su verdadero yo femenino auténtico”. Otro es el de Samantha Norris: “absuelta de exponer su pene a dos niñas de 11 años” y “luego condenada por posesión de 16.000 imágenes de niños violados y agredidos sexualmente”. O el caso de “la frágil flor” Katie Dolatowski, enviada a una prisión de mujeres para estar “protegida de hombres violentos y depredadores (a diferencia de la niña de 10 años, Katie, agredida sexualmente en un baño público de mujeres”. Sobre el final del hilo: “Las personas mencionadas en los tweets anteriores no son mujeres en absoluto, sino hombres, hasta el último de ellos”.
Hace mucho que Rowling está “cancelada”. Juan Gabriel Batalla aborda el tema en La cultura de la cancelación: del juicio público a la era del clickbait y dice que detrás de toda cancelación hay una moral, pero “lo que ha cambiado con los años es la manera en que se presenta y se exige esa moral”. Sin embargo, y pese a todo, la escritora continúa presente en el ágora como voz disonante que, según la coyuntura y la tendencia del día, la balanza se inclina por los aplausos o por los insultos. “Como con el punk del 76, el mercado rápidamente se adueñó de la expresión de descontento y la transformó en mercancía”, dice Batalla y agrega que de fondo hay un “termómetro capitalista” que “acude a la cancelación” para “desplegar una respuesta acorde a su público cautivo o potencial”.
El arte ilimitado del trolleo
“En las redes no triunfa quien mejor explica sino quien adquiere más volumen”, escribió Mariana Moyano en un libro publicado en el año 2019: Trolls S.A., la industria del odio en internet. Ahí se hacía estas preguntas: “¿La red nos gusta porque tiene poca regulación y ahora queremos regularla? ¿Somos nosotros, que confundimos Twitter con una charla entre conocidos en un bar? ¿Son los haters quienes no terminan de entender que no han sido invitados a la mesa? ¿Cómo pedimos privacidad si justamente ingresamos a la red para decir algo en público? ¿Es el insulto en sí el problema o es lo que le pasa a cada uno con esa ira dirigida?” Meses después, en una entrevista con Infobae Cultura, sostenía que “el combustible para que las redes sociales existan tiene que ver con el mecanismo de trollear”.
Para empezar de cero hay que definir el trolleo. ¿Qué es? “Una forma deshonesta de interacción”, escribe Juan Ruocco en su reciente libro ¿La democracia en peligro?: Memes y discursos marginales de internet que se apropiaron del debate público. “El punto no es discutir o intercambiar argumentos sino provocar una respuesta emocional, ya que consiste en desviar una conversación o discusión con el objetivo de lograr enfurecer o frustrar a la contraparte”, y agrega que el trolleo se da fundamentalmente “en las comunidades online en las que la moderación es casi o totalmente nula”. Acá tenemos una punta para pensar el asunto: ¿quién define qué sí y qué no? Como diría Martin Becerra, las redes sociales “tienen una línea editorial” y “es bueno que los usuarios lo sepamos”.
En su libro, Ruocco insiste en esa perspectiva: “El hecho de que el trolleo esté permitido y de que los peores insultos racistas, sexistas y misóginos sean parte del vocabulario y/o del folklore colectivo de una comunidad es una decisión de sus administradores y propietarios. Casi podríamos considerarla una decisión ‘editorial’”. Y unas páginas más adelante: “Usar simbología nazi para sacar de sus casillas a un rival en una discusión de internet y ganarla, algo que años antes era una estrategia metairónica de trolleo, devino literalidad: detrás del velo metairónico se escondía la exaltación de un pasado fascista perdido”. En ese sentido, la búsqueda del trolleo es también “subir la vara” de esa interacción. ¿Hasta qué punto? “El trolleo no tiene límites”, sentencia Ruocco.
Insultos y vanidad
Y un troll, ¿qué es? Nicolás Mavrakis abordó el tema desde el ensayo y desde la ficción. Empecemos por un cuento: Fireman, del libro No alimenten al troll, donde el narrador dialoga con un troll que se vuelve editor de comentarios de un sitio de noticias: “Fireman no se llama Fireman. Es sólo uno de sus nicknames. Me hizo jurar que nunca diría su verdadero nombre. Ni su verdadero nickname”. El libro tiene catorce años: se publicó en 2012 por la ya extinta editorial Tamarisco. “La toxicidad es el futuro de toda narración, dice Fireman. El futuro de todos nuestros discursos”, se lee, y algunas páginas más adelante: “Hay cierta toxicidad, dice Fireman, inmanente a cualquier comunidad digital. Una toxicidad que opera por contagio”. Y sobre el final: “Lo peligroso, dice Fireman, sería que esa toxicidad constante te afectara”.
Suena viejo, pero en ese mundo donde no había redes sino foros, donde todo era más telúrico y opaco, y aún no estaba de moda el tono aesthetic y la masividad instantánea de hoy, en los sitios de noticias, blogs y portales varios había comments. Hoy, la gran mayoría de los grandes portales de noticias quitaron la posibilidad de comentar. Algo que en su momento fue una novedad —la posibilidad de que el lector intervenga aportando su parecer frente a tal o cual artículo; la idea de que el receptor “complete el sentido” del texto—, simplemente se dejó de lado. ¿Por qué? Una respuesta está en el recuerdo de los millenials —no hace tanto: ¿cinco años?, ¿diez?, ¿quince?— y en esto que dice Fireman: “Insultos. El noventa y ocho por ciento de los comments en un portal de noticias digital son insultos”.
El cuento que titula el libro se ajusta mejor a este presente. Se trata de, también, un diálogo, pero en forma de intercambio de mails y funciona como si alguien corriera el velo: “En este mismo instante podría loguearme en cualquier foro y hacer estallar una discusión infinita entre tres mil members. Tengo que escribir algo al estilo ‘¿Quién hace el tutorial de este lugar? ¿Un africano convertido al judaísmo?’ para que al menos seis administradores —profesionales responsables y padres de familia— comiencen la danza de la persecución con su mejor buena voluntad. No los culpen, son respuestas automáticas a estímulos reales (...) Un troll opera por vanidad. Necesita desmoronar el orden de cualquier comunidad digital para probar que existe. Un troll no sabe que lo único que logra así es reafirmar la existencia del Orden”.
Estrategias de neutralización
Durante el tiempo que duró el antagonismo entre kirchnerismo y macrismo, crecieron cientos de acusaciones de que la otra fuerza tenía un “troll center”, esto es: un grupo destinado a generar debates en las redes sociales, instalar tendencias, trollear. De alguna manera, ese es el motor del libro de Mariana Moyano. Pero es una postal que se nos presenta lejana cuando vemos la nueva actualidad: el fenomenal e implacable despliegue de cuentas que apoyan en X —la ex Twitter, tras la compra de Elon Musk, cambió las reglas de juego: los tuits ahora se pueden monetizar— la presidencia de Javier Milei. Con argumentación o fake news, con ideología o doxeo exhibición de datos personales-, su incidencia en el debate público es notable. Un sector de la oposición civil se vio tan abrumada que creó su propia táctica: “bloqueo masivo de trolls”.
En ¿La democracia en peligro?, Juan Ruocco plantea que “entender el vínculo entre memes y radicalización de los discursos políticos es clave para diseñar estrategias de neutralización”. Una de esas estrategias, dice, es una “guerra contrainsurgente contra los propios memes: buscar sus orígenes, suprimirlos y quitarlos de circulación sin que queden rastros, algo similar a lo que se hizo en Alemania durante la posguerra para borrar la esvástica como símbolo nazi”. Para el autor no es un camino eficaz ya que “no es posible, o al menos es muy difícil, sostener un estado de censura perfecto por mucho tiempo, por no hablar de la atracción que causa aquello que está prohibido por el simple hecho de estarlo, cosa de lo que sobran ejemplos”.
¿Qué más se puede hacer? En el epílogo del libro, Ruocco menciona dos estrategias más. Una tiene que ver con una hipótesis de Nicolas Koutonias, que “el conocimiento previo de las dinámicas meméticas funciona como una suerte antídoto frente a la exposición continua de memes cuyo fin es generar respuestas más y más virulentas”. Otra es “elaborar memes propios y contranarrativas para combatir la radicalización discursiva con sus propias armas”, lo que requeriría “una cantidad de trabajo, recursos, inteligencia y agilidad con los que no siempre se cuenta”. Y se pregunta: “¿Cómo funcionaría esto a nivel gubernamental? ¿Habría que crear una Secretaría de Memes? ¿Y cuál sería el organismo encargado de llevar adelante esta tarea? ¿Habría que dejarla en manos de la agencias de inteligencias?”
Lo cierto es que ahora el odio está presente de una manera descarnada. El desarrollo de las redes sociales habilitaron una crueldad que antes permanecía reprimida, civilizada. Y si es como dice Christian Ferrer en El entramado, que “cada tecnología arrastra, también, una larga historia de daños”, ¿a la luz de qué recorrido vemos la necesidad de muchos países de regular el odio y de los usuarios de establecer medidas de “censura” contra discursos ofensivos? El ágora digital que hoy vivimos ¿pudo haber sido de otra manera? “‘Bloquear trolls’ es declararse incompetente hasta para disputar el vacío comercial de la multinacional X. Y si además se confunde con ‘hacer política’, la derrota ideológica es absoluta”, escribió Mavrakis en la red de Elon Musk. Habrá que seguir pensando este asunto con mayor rigurosidad.