Miedo al miedo: un muestrario de cuentos sobre los efectos del temor

En "Los espejos del miedo", su ópera prima, la autora argentina propone una serie de historias en los que el pavor se hace presente de las maneras más disímiles, desde lo sutil a lo desesperante

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Por Irma Carbia

“Los espejos del miedo” (Corregidor), de Irma Carbia
“Los espejos del miedo” (Corregidor), de Irma Carbia

Decidirme a publicar un libro de cuentos fue tal vez una de las cosas más difíciles de mi vida. Creo que temía que me leyeran a pesar de lo que me gustaba escribir. Parece contradictorio, pero me pasaba. Y por eso el título lleva la palabra miedo –Los espejos del miedo-, ya que sin darme cuenta yo misma, escribía cuentos donde el miedo estaba siempre presente. Y era miedo a tantas cosas, reales o imaginarias que me llamaron la atención a mí misma. Entonces saltó como liebre asustada el tema aglutinador de varios cuentos que iba eligiendo para darle finalmente forma a un libro. Todos esos miedos creo que se aunaban en uno: miedo al miedo. ¡Así de simple! Porque tener miedo a tantas cosas era al fin de cuentas tenerle miedo al miedo.

Soy consciente de que el miedo es uno de los sentimientos que me ahogan, y lo peor, me impiden hacer (o no hacer) cosas. Desde chica, el miedo a la oscuridad, a un perro, a quedarme sola en la casa, a salir de la casa, a que no gustara lo que hacía o decía, a que no gustara yo. Ahora, el miedo era a que me leyeran; me di cuenta un día de que tanto miedo era miedo a mí misma y a lo que hacía. Y ¿por qué?

Porque soy demasiado exigente conmigo y no acepto, o no aceptaba, debo decir la verdad, la idea de no hacer algo bueno, algo que no pudiera ser criticado, que tuviera la aprobación de casi todos y, obviamente, eso me hacía muy difícil escribir sin miedo, justamente. Seguía haciéndolo de cualquier manera, porque era lo que me gustaba hacer, desde siempre, desde chica, desde toda la vida, en cuadernos, en diarios, en notitas, en márgenes, en amagos de algo siempre inconcluso, porque era una pasión. Imposible no decir, no comentar, no fraguar algo en la cabeza y en el papel. Pero hasta ahí llegaba. La idea de continuar con algo, me la negaba a mí misma con mil excusas (eso lo sé hoy, entonces eran "razones" valederas). Prefería seguir leyendo, diciéndome que lo mío era la lectura pero jamás la escritura, ¡que yo no estaba a esas alturas!

Leer para mí siempre fue meterme en otros mundos, conocer otras gentes, aprender nuevas cosas. Entonces empecé a escribir para crear yo nuevos mundos también, conocer nuevas personas que iban saliendo de las teclas de la computadora, sentir en la piel de otros, cosas que yo sentía pero pudiéndolas poner afuera.

Para eso necesitaba ayuda, los conocimientos y las lecturas que me había dado la carrera no significaban que yo iba a poder hacer lo mismo sin ayuda de gente que supiera cómo se hacía, y bien, eso que yo hacía o quería hacer.
Mientras leía, como siempre, comencé con la búsqueda de talleres literarios que me guiaran un poco en la técnica precisa. Muchos escritores me ayudaron, cada uno aportaba lo suyo y me fueron diciendo que sí podía yo también, aunque mis miedos siempre dijeran no, que no había que mirar solo a los maestros porque ellos lo eran y yo era yo.

Irma Carbia
Irma Carbia

Un montón de años dándole vueltas a la noria y amontonando papeles –debo decir que al principio imprimía todo– y un día apareció en el peregrinaje de mi escritura, Elsa Osorio y su taller. Allí seguí aprendiendo, mucho, técnicas, formas, experiencias de autora consagrada, cosas que me faltaban más allá de conocimientos. Después de algunos años, decidí que quería escribir yo "sola", sin consignas, sin orientaciones. Quería escribir, me había decidido. La supervisión vendría después. El empujón me lo habían dado firmemente.

Sola, empecé a debatirme otra vez en los miedos a lo bueno y lo malo, a los temas que sí y que no. Elsa me había enseñado, lo que obviamente yo sabía pero no podía aplicar a mí misma, que el narrador cuenta una historia y yo, el escritor, solo la escribía. Fue el aprendizaje más difícil para mí. Lo que yo contaba no me había pasado necesariamente a mí. O solo algo de eso y el resto, invento, fantasía… era lindo poder verlo así, sin el peso de qué pensarán los otros si yo cuento esto. Me di cuenta de que eso era escribir y eso lo que quería hacer. Ya había exorcizado uno de los miedos.

Antes, cuando solo leía, jamás se me había ocurrido pensar en eso, pero ahora era yo la que escribía y otros me leerían. También fue ella la de la idea de la antología temática como opción que yo tomé porque las circunstancias me llevaron a eso. Quise armar un libro y tenía tantos cuentos donde el miedo se reflejaba, que una vez dije todos estos son espejos del miedo. Puse ese título en la carpeta de la computadora y empecé a elegir y seleccionar aquellos con los que me sentía más conforme o segura. Los corregía y corregía hasta mi propio hartazgo. Cada revisión era un quita o un pone. Cuando no pude poner ni sacar más según mi criterio, imprimí los cuentos, los anillé, y empezó la búsqueda de lectores posibles para un visto bueno final. Dos o tres muy buenas amigas jugaron ese papel; con una, colega ella además de amiga, corregí detalles y dije basta, ¡ya está!

Tengo un libro de cuentos y se llama Los espejos del miedo, y eso me ayudó a que me convenciera yo misma de que tenía el libro y debía editarlo. Creo que cuando dije mi libro se llama Los espejos del miedo, con total seguridad, supe que tenía un libro. Antes, tenía cuentos…

Buscar editorial no es fácil, todos lo sabemos. Hay factores que van de lo económico a la importancia del autor. Yo quería algo que me conformara por trayectoria y catálogo, pero era muy consciente de que era escritora novel y eso también conspiraba, aunque entendiera que fuera lógico. Un día un amigo me pregunta si sigo dispuesta a editar y como digo sí, muy segura, me contacta con la gente de Corregidor.¡Un acierto total! Me leyeron, me dijeron sí, bueno, pusieron algunas condiciones lógicas y todo arreglado en 48 hs. Fue tan grande la emoción de que Fernanda Pampín, mi editora, me diera el sí, que creo que hasta la firma del contrato de rigor, me impactó menos. Era el primer trámite necesario para que mi libro fuera un libro, editado, con una tapa, que estuviera en las librerías, que alguien se entusiasmara y lo leyera… y le gustara. Al fin de cuentas con miedo y todo, yo quería que me leyeran.

Después vino el trabajo de edición, muy respetuoso por cierto y el intercambio de algunas ideas, y la elección de tapa, que me encanta, y toda mi ansiedad (¿o sería mi miedo otra vez?) hasta que llegó la Feria del Libro y lo vi, sí, ahí, en cuerpo y alma. Y era mi libro. La botella al mar lanzada a ver quién la recogía, y, al mismo tiempo, un miedo menos para mi colección privada.

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