El asesinato de Anderson Murillo, psicólogo del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), mientras realizaba labores de prevención del reclutamiento infantil en la vereda Caño Cumare, en San José del Guaviare, evidenció la vulnerabilidad de quienes trabajan en la protección de la infancia en zonas de conflicto en Colombia.
Un año después del crimen, el caso sigue sin esclarecerse, mientras la región permanece invadida por la violencia y la amenaza constante de los grupos armados ilegales.
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Murillo, de 22 años, había iniciado su carrera profesional en el Icbf tras graduarse en marzo de 2023. Su labor consistía en llevar campañas psicosociales a comunidades rurales, con el objetivo de evitar que niños, niñas y adolescentes fueran reclutados por actores armados.
La noche del 2 de diciembre de 2024, mientras se encontraba en una casa junto a tres funcionarias, un grupo armado irrumpió y abrió fuego. Murillo, que se había refugiado tras la cortina de la ducha, fue asesinado sin que los atacantes verificaran su identidad.
En el ataque también murieron otros tres hombres, entre ellos un menor de edad, y una mujer resultó herida. La familia del psicólogo supo por vecinos que los agresores preguntaron antes de disparar: “Acá hay alguien, ¿qué hacemos?”, a lo que otro respondió: “Mátenlo”, según los relatos obtenidos un año después por El Espectador.
La autoría del crimen sigue sin esclarecerse. Mientras la Corporación Amazonía Verde atribuyó la masacre a grupos paramilitares, las autoridades solo reconocen la presencia de disidencias de las Farc en la zona, específicamente las facciones de alias Iván Mordisco y “Calarcá Córdoba”. Este episodio se suma a una problemática estructural en el Guaviare, donde la violencia armada y el reclutamiento de menores persisten como amenazas cotidianas.
Según cifras del Icbf citadas por El Espectador, hasta octubre de 2025, 370 menores ingresaron al programa de atención para víctimas de reclutamiento, con Guaviare ocupando el quinto lugar nacional con 22 casos. Sin embargo, la directora del instituto, Astrid Cáceres, reconoció que estos datos presentan subregistros y que la magnitud real del fenómeno es incierta.
“En el caso de Anderson hay unas circunstancias muy particulares de enfrentamientos de grupos armados en una vereda. En muchas ocasiones nuestros funcionarios, junto con la Defensoría y las comunidades indígenas, arriesgan su vida por el rescate de niños y niñas”, afirmó Cáceres en diálogo con El Espectador.
La situación se agravó tras el bombardeo del 10 de noviembre de 2024 en Calamar, Guaviare, donde murieron siete menores reclutados, lo que evidenció la falta de información precisa y la fragmentación de la respuesta estatal.
Durante el gobierno de Gustavo Petro, se han autorizado 13 bombardeos contra grupos armados, con al menos 15 menores fallecidos en estos operativos, según Medicina Legal. Iris Marín, defensora del pueblo, calificó estas muertes como una muestra del “fracaso de nuestra política de prevención del reclutamiento”, y advirtió que en 2025 la Defensoría emitió 19 alertas sobre el reclutamiento forzado, mientras la coordinación institucional sigue siendo insuficiente.
El asesinato de Murillo llevó al Icbf a tomar medidas de emergencia. En diciembre de 2024, la directora Cáceres ordenó el retiro de todo el personal del Guaviare hasta que existieran condiciones mínimas de seguridad. Además, la entidad ha fortalecido la articulación con equipos de respuesta inmediata y mesas departamentales de prevención, integrando autoridades indígenas y rutas de protección que incluyen acompañamiento psicosocial, entrenamiento en rescate de emergencia, formación en derecho internacional humanitario y seguros de vida para los trabajadores y sus familias.
El impacto del crimen en la familia Murillo ha sido devastador. Luis Murillo, hermano de la víctima, relató a El Espectador la confusión y el dolor al recibir la noticia hace un año.
“Una muchacha me llamó llorando y me dijo: ‘Es que mataron a su hermano’. Se me hacía difícil creer que estaba muerto”, señaló.
La familia enfrentó dificultades para recuperar el cuerpo, debido a la falta de presencia de la Fiscalía en la zona y la lentitud de la respuesta militar. Antonio Murillo, padre de Anderson, recordó el esfuerzo de su hijo por construir un futuro para su familia.
“Antes de ser asesinado, estaba pagando dos lotes en San José del Guaviare para construir una casa para sus padres y otra para su pareja y su hijo. Ese era su sueño”, comentó el familiar al diario nacional.
El nacimiento de Anderson David, hijo póstumo del psicólogo, fue el inicio de un nuevo capítulo para la familia. “El papá tenía un genio tan hermoso, no le daba rabia. El niñito es así, no llora, no hace pataleta. Es una bendición de Dios”, expresó el abuelo.
Un colega del Icbf, que prefirió el anonimato, describió a Murillo como un joven apasionado por el trabajo comunitario, atento al aprendizaje y comprometido con su labor, motivado por sus raíces y el deseo de ofrecer alternativas a los niños del territorio.
A pesar del tiempo transcurrido, la familia Murillo sigue exigiendo justicia y el esclarecimiento del crimen, pues las autoridades no han avanzado en las investigaciones pese al material probatorio, incluido testimonios, del que disponen.