
Muchos dictadores, presidentes o primeros ministros de distintos países han gobernado con terribles problemas médicos, que no solo afectaban su juicio de gobernante sino que los hacían incompetentes para estar en el cargo. Sucedió, y sucede, tanto en las democracias como en los gobiernos totalitarios, aunque, obviamente, es más fácil ocultarlo en los segundos, donde quien cuestiona se muere o acaba preso.
Leonid Brezhnev, el premier soviético, duró cerca de diez años con serios problemas físicos y mentales y en especial en los últimos cinco era casi un cadáver que utilizaban solo para mantener presencia. En otro sistema totalitario, el chino, su líder histórico, Mao Zedong, vivió la misma situación de Brezhnev, pero lo mantuvieron alejado de la mirada pública. Es más, la banda de los cuatro fue la que gobernó y ejerció el poder durante los últimos años de vida de Mao de manera tan déspota que, luego de la muerte del líder, fueron condenados a muerte por los abusos que cometieron, aunque conmutaron sus sentencias.

En las democracias pasó, y pasa, lo mismo. El famoso Primer Ministro inglés Winston Churchill tuvo unos derrames cerebrales durante los dos últimos años de su gobierno, de 1953 a 1955, que lo incapacitaron. Su equipo asesor y la familia lo mantuvieron en secreto. Ronald Reagan, igualmente, mostró síntomas de Alzheimer en los últimos años de su mandato, según relató su hijo. Colombia no se salva, pues en el último año de gobierno del presidente Virgilio Barco este mostró evidentes síntomas de esa misma enfermedad mental y su mano derecha, Germán Montoya, asumió la administración.
Eran tiempos sin redes sociales, sin la inmediatez que hoy se vive en la política y sin la exposición constante que tienen los políticos, para no hablar de los presidentes y mucho más el de Estados Unidos. La labor de cuidado, de ocultamiento, de manipulación de información y de control de exposición que han hecho la familia del presidente Joe Biden y su equipo más cercano fue ejemplar hasta el debate con Trump hace unas semanas.*

Pero el muro se derrumbó y hoy Biden enfrenta todo tipo de cuestionamientos sobre su capacidad mental y sobre su capacidad para gobernar. Es más, en círculos que lo apoyan ya hablan de que se elige es un equipo y no un presidente, en un acto de descaro antidemocrático inaceptable. Parece más una lucha de egos individuales y familiares que solo dejan a esa democracia, ya bien desvencijada, en un mayor caos, desaliento y deslegitimación.
La verdad es que la edad tiene un efecto físico y mental. No es nada nuevo. Cualquier médico experto en el tema del envejecimiento diagnostica a Biden en un segundo. No es su culpa, además, pues ha sido un hombre que le ha servido a Estados Unidos muchos años y ha sufrido el desgaste durante esa vida política.
Lo que sí no tiene explicación es la negación y el muro de mentiras y de manipulaciones a las que el entorno familiar y político de Biden sometió a la democracia americana. Los medios más demócratas, como el New York Times, cayeron en esa trampa, con su propia ayuda, claro está, pues no hay peor ciego que el que no quiere ver, y hasta los columnistas que más apoyaron al presidente Biden con muchas razones buenas por cierto hoy le pidieron que renunciara a su candidatura.

Leer a Tom Friedman en el New York Times decirle a Biden que debería renunciar a su candidatura, pues ya no es apto para ese trabajo, o a Nicholas Kristof sugerirle lo mismo, pues su condición facilitaría la elección de Trump y su actuación en el debate había sido la peor desde que los debates presidenciales se iniciaron en 1960, sorprende intensamente.
No son unos columnistas cualquiera, sino pesos pesados demócratas con gran influencia. Hace unas décadas pronunciamientos de esa naturaleza habrían tenido mucho más impacto, pero hoy, incluso con el editorial del NYT pidiéndole que renuncie a la candidatura, el peso específico de estos medios queda limitado a un entorno menor. Con peso político sí, pero menor. Es más, al comenzar a aferrarse a la candidatura presidencial, Biden la ha emprendido hasta contra estos defensores a ultranza de su trayectoria y su gobierno, calificándolos de élite del Partido Demócrata. Así paga el diablo a quien bien le sirve, dice el dicho. Pero eso es la política, donde el ego enceguece sin miramiento y sin medición alguna de las consecuencias.
Muchos de los que le piden que renuncie lo hacen porque saben que la condición de Biden le facilita la campaña a Trump. Ya se imaginan la propaganda en televisión y en redes mostrando los tristes momentos de senilidad de Biden en el debate y preguntándole al elector, ¿le gustaría que su país estuviera en manos de este presidente si hay una guerra? Pero incluso si Biden gana las elecciones, ¿qué ciudadano del mundo occidental se siente que está en buenas manos para defender la democracia y las libertades?

Esta comedia política, sacada de muchas series de televisión como The West Wing, House of Cards o Veep, fácilmente se vuelve una tragedia en la realidad. Todos los días nos levantaremos preguntándonos, ¿quién manda en La Casa Blanca? Cómo se afianza la legitimidad de un gobierno o de una democracia cuando todos los ciudadanos saben que quien gobierna no es a quien se eligió sino a una esposa o a unos burócratas que no tienen responsabilidad política. El precedente es funesto.
Uno de los grandes líderes y fundador de Estados Unidos, George Washington, renunció a su cargo después de ocho años cuando todo el país le pedía que se quedara como un rey electo. No había ningún limite constitucional o legal, pero un líder, un verdadero líder, no escucha los cantos de sirena. Washington terminó su segundo período y no se presentó a un tercero. Estados Unidos eligió a John Adams como su sucesor.
Hoy Biden hace exactamente lo contrario y muestra la pequeñez política y moral que hay a su alrededor. Pudo dejar su legado a la historia que, creo, no lo juzgaría mal, pero decidió borrar con el codo lo que hizo con la mano. Y esa, tristemente, va a ser su herencia de 50 años de servicio público. Como dirían allá en gringolandia: “shame on you”.
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