Un escritor no tiene rostro, al menos cuando escribe. La fama, si le llega, puede confundir el cuerpo de una obra con aquel que se expone a los flashes, u obsesionar a los lectores con un rostro esquivo cuyos rasgos se llenan de sentido en los pocos retratos que lo capturan. El caso paradigmático es el de J.D Salinger, quien se recluyó de por vida en su bunker de New Hampshire luego de alcanzar con iEl cazador oculto/i uno de los mayores éxitos de la literatura estadounidense. Otro neoyorquino, Thomas Pynchon, con 77 años viene eludiendo la luz desde el inicio de su carrera. Las solapas de sus libros dejan un recuadro vacío como cuando una foto no está disponible, y recién con internet se lo pudo identificar en un viejo anuario de la universidad y un álbum de la marina en los que sobresalen sus dientes frontales. Fanático de los Simpsons, tuvo sin embargo el raro gesto de prestarle voz en televisión a su propio personaje, recordado en la serie por la bolsa de papel que con signo interrogativo cubría su cabeza.
JP Zooey, un enigmático escritor argentino que acaba de publicar su segunda novela, Te quiero, toma su nombre de un personaje de Salinger y poco más se sabe de él aparte de que nació en Buenos Aires en 1973, el mismo año en que Pynchon sacaba a la luz su Arcoiris de gravedad. Entre los escritores argentinos es menos común esta reticencia, especialmente en una época en que las redes sociales y las selfies afectan también a la literatura en todo su conjunto. Por supuesto que los alias en la web están a la orden del día cuando uno quiere ocultar su identidad. Pero a menos que sea un muy calculado engaño, cuesta creer que un escritor con apenas tres libros editados en pequeñas editoriales (los anteriores, Los electrocutados, de 2011; y Sol Artificial, de 2009) tome tales recaudos, antes hay que pensar su anonimato como un gesto particular de cierta concepción de la literatura.
Aunque se mantiene oculto, Zooey ofreció recientemente algunas entrevistas. En una de ellas aseguraba haber construido su figura robando a otros autores. Te quiero cuenta entre sus robos la historia de Bonnie & Clyde. La complicidad de aquella famosa pareja de ladrones fugitivos se vuelve entrañable al devenir en dos jóvenes porteños cuyas armas no conocen mayor peligro que sus propias fantasías, como robar un caballo militar de Cañitas y cruzar a galope avenida Libertador en dirección a microcentro para jugar unas fichas en un flipper de Lavalle, o distintos planes de asalto a la joyería del Hotel Plaza y la productora Polka.
Lacan decía que las dos partes de una relación nunca están solas, uno frente al otro. La intimidad de estos personajes, fóbicos e hiperconectados, se construye por medio de un lenguaje al que le dan su forma distintas aplicaciones tecnológicas de uso cotidiano (Facebook, Skype, Whatsapp). Al levantar la vista, asoma una ciudad a la vez inhóspita y reconocible, marcada por puntos de referencia dispuestos mayormente a lo largo del recorrido que traza el 168 entre los barrios de Almagro, Palermo y Belgrano. Son lugares reales que están atravesados por sentidos y usos sociales ("Clyde escribió: 'Pensá cómo se siente un animal del zoológico entre parrillas y pubs y mujeres vestidas con animal print y perfume de selva en el sexo. Apesta"). Y además son objeto de la imaginación del lector, que imprime en ellos su propia experiencia urbana.
No tan lejana es la Buenos Aires que imagina Clyde como escritor becado por el Conicet para un cuento en el que trabaja. Allí, la empresa Gibson&Dick –claro guiño a dos referentes de la ciencia ficción- ofrece un juego de realidad aumentada en el que los usuarios que pierden deben prestar gratis su tiempo de atención a publicidades y programas de televisión (en la ciudad futura, a diferencia de la actual, las empresas deben pagar a los ciudadanos para que les presten atención). Esta ficción paranoica va tomando por completo a Clyde, quien repite nombres de marcas que consume cada vez que un sangrado de oído le hace perder los sentidos. También se siente acechado a lo largo de la novela por un misterioso hombre con pañuelo árabe.
Te quiero presenta igualmente una trama más sencilla. Entre cada capítulo finalmente prevalece el olvido. Bonnie y Clyde, que se asemejan un poco a los jóvenes de la generación X como a los hipsters de ahora, ven el mundo con distancia. Algo desatentos y políticamente desencantados, unas elecciones nacionales los sorprenden sin saber a quién hay que elegir. "Bonnie dijo que no había que votar a los idealistas, ni locos. 'Los idealistas no me gustan...' dijo Bonnie. 'Tienen un hambre..., los que quieren cambiar el mundo tienen un hambre...', dijo Bonnie".
La prosa de Zooey se desliza rápido y le debe más a otros dos norteamericanos, Kurt Vonnegut y Tao Lin, quienes con su humor e ironía saben cuándo soltar el peso de la historia. Los alimentos digeribles de Bonnie y Clyde (tofu, kiwis, té de hierbas, leche de soja, ensalada de espinaca y nueces, conitos havana) acaso nos dan una imagen de esta escritura.
Te quiero, de JP Zooey (Editorial Páprika).