En el laberinto de torres y cúpulas que salpican los barrios porteños hay el legado de un hombre discreto, un arquitecto que, en apenas ocho años, entre 1944 y 1952, levantó 36 iglesias en la ciudad. Su nombre: Carlos Ciríaco Massa. Un nombre que resuena como un eco lejano en los manuales de historia urbana, pero que dibuja, piedra a piedra, el mapa espiritual de la metrópoli.
Estas “clonadas”, como se las conoce en círculos especializados, no son meras repeticiones. Son un sistema genial, un rompecabezas modular inspirado en el románico lombardo, adaptado a terrenos irregulares y presupuestos austero. En una era de vértigo constructivo –cuando el Cardenal Santiago Copello desataba una “tormenta” de templos para blindar la fe contra el fantasma del comunismo–, Massa fue el artífice silencioso. El 85% de las 42 nuevas parroquias erigidas entre 1944 y 1959 llevan su sello invisible. Hoy, en Buenos Aires estas iglesias siguen siendo faros: refugios para los marginados, escenarios de procesiones y, en muchos casos, los únicos hitos monumentales de sus barrios. Esta es la historia de un creador anónimo, un revivalista pragmático que convirtió la urgencia eclesiástica en arquitectura perdurable. Un relato que, como las torres de Massa, se eleva sobre el olvido para recordarnos cómo la piedra puede anclar el alma en tiempos turbulentos.
Carlos Ciríaco Massa nació el 14 de marzo de 1897 en el corazón de Balvanera, en una familia de inmigrantes italianos que habían cruzado el Atlántico huyendo de la pobreza rural de Lombardía. Hijo de un obrero textil y una madre devota que rezaba en capillas humildes de conventillo, creció entre el bullicio de las calles empedradas y el aroma de las procesiones del Corpus Christi. Aquellos conventillos, con sus altares improvisados y sus muros de tapia, fueron su primer croquis: espacios donde la fe se condensaba en lo cotidiano, sin lujos ni excesos.
En 1917, Massa ingresó a la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, tomando vida el anhelo de una clase social ascendente y encarnado el ideal del hijo universitario de padres inmigrantes. Egresó en 1922 con una tesis sobre la restauración de monumentos históricos, un trabajo que ya revelaba su afinidad por el pasado: analizaba cómo los románicos de San Ambrosio en Milán resistían el tiempo, con sus muros macizos y arcos simples que simbolizaban estabilidad en medio del caos. “El buen diseño no es ostentación, sino servicio”, era una de sus máximas, según relatos de contemporáneos recogidos en archivos diocesanos.
Colaboró en el estudio del famoso Alejandro Christophersen, donde aprendió a ver la arquitectura europea, pero con tintes argentinos. Diseñó residencias modestas en Palermo y Recoleta, pero su verdadera vocación afloró en la docencia: desde 1925, impartió la cátedra de Diseño Arquitectónico en la UBA, donde sus clases sobre historia románica formaron a arquitectos que luego firmarían rascacielos racionalistas.
Su primer gran proyecto fue la Parroquia Santa María. En 1932, el destino lo unió a la Arquidiócesis. Designado arquitecto diocesano por el arzobispo Santiago Copello, Massa abrió un taller en Avenida de Mayo que funcionaba como una fábrica de fe: planos estandarizados, moldes prefabricados y un equipo de dibujantes que adaptaba diseños a lotes angostos. Entre 1944 y 1952, el ritmo fue febril: cuatro templos por año, en promedio. No firmaba siempre los planos –por modestia o directriz superior–, lo que lo condenó al anonimato. Murió en 1980, en su casa de Villa Devoto, dejando un archivo disperso en parroquias y sótanos.
¿A qué se debió ese afán del Cardenal Copello para construir tantos templos? Para desentrañar la explosión de nuevos templos en la ciudad de Buenos Aires, hay que sumergirse en la Argentina de los años 30 y 40, un caldero de ideologías donde la secularización radical chocaba contra el catolicismo militante. El yrigoyenismo había allanado el camino al divorcio y la educación laica; el socialismo europeo y el comunismo soviético, con su ateísmo doctrinario, se filtraban en los puertos porteños.
En las periferias –Pompeya, Liniers, Villa Soldati–, la inmigración masiva engendraba barrios anónimos, sin cruces ni campanarios, como fronteras por conquistar. Santiago Luis Copello (1880-1967), arzobispo desde 1932 y primer cardenal latinoamericano en 1935, vio en la arquitectura un arma de reconquista. Formado en el Seminario de Paraná, con un ascetismo que recordaba a los tridentinos, proclamaba: “La Iglesia debe ser visible como una fortaleza inexpugnable”. Inspirado en el modernismo católico francés y el Concilio de Trento, lanzó un plan ambicioso: 85 nuevos templos entre 1932 y 1959, 72 de ellos elevados a parroquias. El pico, entre 1944 y 1952, coincidió con el peronismo. Fondos parroquiales, donaciones de fieles devotos y subsidios estatales financiaron esta ofensiva católica contra el comunismo.
Copello abominaba el gótico –“etéreo y decadente”, lo despachaba–, y optaba por el románico: austero, sólido, con muros que evocaban la muralla de un asedio espiritual. “Simboliza la grey disciplinada contra el peligro del sucio trapo rojo”, se filtraba en sus pastorales. Los templos se plantaron en “zonas de frontera”: barrios de casas bajas y fábricas humeantes, donde la torre campanario actuaba como faro evangelizador. Massa, católico practicante de misa diaria, encarnó esta teología hecha hormigón: sus diseños priorizaban la funcionalidad –espacios para catequesis y logística– sobre el ornamento, usando ladrillos reciclados de demoliciones y mano de obra barata de los obreros.
Este contexto no era ajeno al fascismo en ebullición: el románico lombardo-catalán, fuente principal de Massa, resonaba con el medioevo corporativo que Mussolini exaltaba. En Argentina, el nacionalismo católico veía en estas iglesias un dique contra el liberalismo rampante. Massa no era ideólogo, sino ejecutor: su taller producía fe a escala industrial, con vigas de hormigón armado disfrazadas de piedra para abaratar costos en un 40%. La hazaña de Massa no radica solo en la cantidad, sino en el método: un sistema modular que él mismo inventó, un “Lego de piedra” que permitía ensamblar templos como piezas de un juego, adaptados al terreno y al presupuesto. Cada iglesia se arma con cinco elementos básicos, combinables con la precisión de un relojero: la torre-campanario, eje vertical de 20 a 30 metros, en ladrillo visto o piedra local, que clava el templo en el skyline barrial. En esquinas amplias, se eleva imponente; en lotes estrechos, se funde al frente como un guardián discreto.
Este prefabricado –moldes de yeso para capiteles, vigas armadas que simulan ojivas– recortaba tiempos a seis meses por obra. El neorrománico económico, como se lo denomina, privilegia la masa sobre el detalle: muros gruesos de 80 centímetros, ventanas en arco y ornamentos simplificados. Materiales locales –ladrillos de Chacabuco, hormigón teñido– lo anclaban a la realidad argentina, lejos de importaciones góticas. No era mera eficiencia, era doctrina. La solidez románica reflejaba el copellismo: “Fuerte como el muro, humilde como el ladrillo.” Muchos de estos templos eran costeados por familias, o personas los cuales ponían a sus santos patronos como titulares, veamos solo algunos de estos:
1928: Todos los Santos y Ánimas, San Pablo Apóstol, Nuestra Señora de la Consolación. 1930: Nuestra Señora de Luján (Castrense), Santa Teresa del Niño Jesús, Santa Clara. 1931: Cristo Rey, San Isidro Labrador. 1932: San Bartolomé Apóstol. 1933: Santísima Cruz. 1934: Santa María, San Alfonso; santos Saturnino y Judas, Resurrección del Señor, Santo Cristo, Corpus Domini; Cristo obrero y san Blas, Ntra. Sra. De Luján de los patriotas, Ntra. Sra. De la Medalla Milagrosa. 1935: San Rafael, san Ramón, San Nicolás de Bari. 1936: Santa Amelia, Tránsito de la Santísima Virgen. 1938: Santos Sabino y Bonifacio, Santa Elisa. 1940: Nuestra Señora de las Nieves, Santa Adela. 1942: Santa Margarita María Alacoque, San Juan María Vianney. 1945: Sagrado Corazón de Jesús. 1948: San Juan Bautista el Precursor.
También diseñó el Colegio Champagnat, de la ciudad de Buenos Aires, construido en estilo Luis XVI, inspirado en el edificio del ministerio de marina francés. Su construcción se enmarcó en un período de transformación urbana de Buenos Aires, caracterizado por la apertura de avenidas, la red de subterráneos.
Juan Antonio Lázara, profesor de Historia del Arte y especialista en monumentos y patrimonio turístico, dice: “Carlos Massa apela a un lenguaje románico en cuanto a la apariencia encastillada de sus templos, se enfoca en la vertiente lombarda catalana en tanto aplica una ornamentación geométrica y abstracta que le permite experimentar sincréticamente con las vanguardias racionalistas europeas”.
Pero el deterioro acecha: fachadas agrietadas por lluvias ácidas, destrucción de los retablos interiores por falta de preparación litúrgica y defensa patrimonial de algunos párrocos, maltrato de los materiales originales.
Carlos Massa no erigió catedrales, forjó fortalezas cotidianas que tejieron fe en la urbe. Su mampostería resiste en arcos que acunan rezos, late el pulso de una metrópoli devota, resiliente. En su solidez, se halla el alma de Buenos Aires, anclada en lo eterno y que es posible construir y diseñar algo bello y perdurable.