Rosita y Coquet, una historia de amor en medio del horror de la ESMA: “Es lo que realmente nos salvó”

Secuestrados por grupos de tares en 1977, se conocieron en el centro clandestino de detención que funcionaba bajo la órbita de la Marina. Ahora volvieron al mismo lugar, que funciona como Museo Sitio de Memoria, para recordar lo vivido

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Ana Maria Soffiantini y Ricardo Coquet recordaron lo vivido en aquellos tiempos oscuros de represión
Ana Maria Soffiantini y Ricardo Coquet recordaron lo vivido en aquellos tiempos oscuros de represión

Él dice que la primera vez que la vio, ella estaba arrodillada, con una capucha en la cabeza y se negaba a acostarse en la letrina que le tenían asignada. Tenía una pollera con franjas marrones que se iban aclarando: marrón oscuro, marrón más claro, beige. Lo único que hacía era repetir como un mantra: “mis hijos, mis hijos, mis hijos”. Los guardias de ese sector no se animaban a pegarle. A él lo enamoró de ella su coraje.

Ella dice que la primera vez que lo escuchó, porque estaba con los ojos tapados por la capucha o por el tapaojos -da igual-, él le dijo: “Flaquita, flaquita, ¿por qué llorás tanto?”. La enamoró su voz valiente. Y su ternura.

Ella es Ana María -Rosita- Sofrianniti y él, Ricardo Coquet, pero nadie los conoce por separado; “Rosita y Coquet” vienen en combo. Sus nombres podrían ser el título de una película que se resumiría así: durante la feroz dictadura cívico-militar en Argentina, una mujer y un hombre que están secuestrados se enamoran en un centro clandestino de detención.

Ambos fueron secuestrados en 1977 y llevados a la ESMA
Ambos fueron secuestrados en 1977 y llevados a la ESMA

Hay un detalle más. Ella queda embarazada.

Era 10 de marzo de 1977 en la esquina de Medrano y Lezica, en el barrio porteño de Almagro. Ricardo tenía 24 años y, cuando salió del icónico bar Las violetas con su primo y un amigo, el grupo de tareas lo atrapó. Ricardo militaba en la Juventud Trabajadora Peronista. Él se resistió, sabía pelear. Pero cuando se dio cuenta de que no tenía manera de escapar sacó de su bolsillo la pastilla de cianuro y se la tomó. Automáticamente lo inyectaron. Un pinchazo en el cuello, otro en la pierna, el tercero en la espalda. Ricardo vomitó. La pastilla no hizo efecto y lo llevaron vivo a la Escuela Mécanica de la Armada (ESMA), en ese entonces el centro clandestino más grande y siniestro del país. Lo torturaron y también lo pusieron a trabajar como mano de obra esclava. En el sótano del Casino de Oficiales funcionaba una imprenta, un taller de diagramación, un laboratorio fotográfico y la oficina de documentación donde se fabricaba toda la documentación falsa con la que se movían los integrantes de los Grupos de Tareas: pasaportes, cédulas de identificación, títulos de propiedad, etc.

Era 16 de agosto de 1977. Ana María Soffiantini, Rosita, ya no sabía dónde más esconderse. Tenía 25 años. Estaba en el último lugar que le quedaba, la casa de una tía en las calles Juan B. Justo y Fragata Sarmiento, en el barrio de Paternal. A su marido, Hugo Luis Onofri, padre de sus hijos María y Luis, lo desaparecieron el 20 de octubre de 1976. Ambos militaban en Montoneros. El domingo por la mañana, Rosita fue a la panadería con los dos chicos -la mayor, de dos años y el menor, once meses-. Tenía una pollera con franjas marrones que se iban aclarando: marrón oscuro, marrón más claro, beige cuando la patota la atrapó. Le dieron una golpiza feroz. La subieron a un Falcon, la tiraron al piso y ella escuchó por un walkie talkie la voz de su hija que decía: “mamá, mamá, mamá, mamá, mamá”, hasta que se perdió la señal. La llevaron a la ESMA. La torturaron.

Actualmente en la ESMA funciona el Museo Sitio de Memoria (EFE/Matías Campaya)
Actualmente en la ESMA funciona el Museo Sitio de Memoria (EFE/Matías Campaya)

Esa noche un hombre que estaba secuestrado la vio. Pensó quién era esa mujer que lloraba tanto. Un tiempo después se lo preguntó. “Flaquita, flaquita, ¿por qué llorás tanto?”.

Cuarenta y ocho años después, Rosita y Coquet cuentan esta historia a dos voces, en el mismo lugar que hoy funciona como Museo Sitio de Memoria y que fue declarado recientemente como Patrimonio Mundial de la Humanidad, ese mismo lugar en el que se enamoraron. Rosita y Coquet son atolondrados. Se complementan en el relato. Uno dice, la otra acota. Ella cuenta, él interfiere. Rosita y Coquet ya no son pareja, pero los atraviesa un amor que aún se les nota en los cuerpos. Por momentos, ella le acaricia la cara, la mano. Coquet la mira a los ojos, habla de los hijos de Rosita como suyos, “nuestros tres hijos”, aunque solo una sea suya de sangre: Ana Julia.

A esta altura, pueden hacer un monólogo de stand up. Hacen chistes como “te enamoraste de mí porque estaba encapuchada y no me viste la cara”, o “yo no era único, era lo único que había acá adentro”. Necesitan ponerle humor porque, incluso ahora, incluso a esta altura de sus vidas, su historia todavía resulta difícil de relatar.

Rosita y Coquet dicen que el amor fue lo que realmente los salvó
Rosita y Coquet dicen que el amor fue lo que realmente los salvó

“Nos cuesta contar que fuimos capaces de tener un segundo de libertad en esta falta de libertad, en esta ausencia absoluta de la libertad. Y el amor realmente es lo que nos salvó”, dice Rosita y agrega: “Nosotros somos la pareja pública de la ESMA, pero acá hubo muchas otras historias de amor”.

-Después de la primera vez que se ven, o que se registran, ¿Cómo empiezan a entablar el vínculo?

Rosita: A mí me mandaron a trabajar a la parte de fotografía. Yo había estudiado Bellas Artes y consideraron que podía ser útil.

Coquet: Hay que entender algo. Massera tenía un proyecto para ser presidente, que yo creo que es lo que nos garantizó nuestra sobrevida. Él quería hacer una revista, un pasquín que se llamaba Informe Cero para mostrarle al mundo que acá no se torturaba.

Rosita: Además, su método de destrucción era nuestro quiebre. Ellos pensaban que podían “rehabilitarnos”, que podíamos ser “recuperables”. Entonces nos tenían como parte de un “staff” que era un régimen de trabajo esclavo y de terror. Era un plan macabro. El tema es que yo estaba en fotografía y Ricardo en diagramación, así que nos cruzábamos.

-¿Podían hablar entre ustedes?

Rosita: En ese método nefasto que usaban ellos de destrucción de nuestra persona, de nuestra subjetividad, nos habían generado una desconfianza entre nosotros. Había, por ejemplo, un “mini staff” de colaboradores más íntimos y eso generaba que nosotros creyéramos que eran “traidores”. Acá no hubo ni héroes ni traidores. Nos pasó lo que nos pasó. Y cuando empezás a ver la vida acá adentro, que te das cuenta de que estás vivo, decís: “No me quiero morir”. Pero sabíamos perfectamente que no dependía de nosotros, era pura y exclusiva decisión de ellos. El tema es que al principio todos desconfiábamos de todos.

Ana Maria Soffiantini y Ricardo Coquet - Maximiliano Luna
Ana Maria Soffiantini y Ricardo Coquet - Maximiliano Luna

Coquet: Hasta que uno se iba dando cuenta con quién podía hablar… Había que construir una confianza. Estar secuestrado es algo tremendo. Hay un “minuto a minuto” que no te podés sacar de la cabeza. Realmente no sabés si vas a vivir el minuto después. Porque se trata nada más y nada menos que de eso.

Rosita: Supongo que también hay algo intuitivo. Todos estábamos simulando para poder vivir. Yo me di cuenta de que Ricardo era un tipo solidario. Todos los que estábamos de mano de obra esclava, que éramos muertos vivos, empezamos a entablar vínculos afectivos, de amor.

Coquet: En un momento, además de en diagramación, yo trabajaba en la carpintería. No daba más. Entonces le pregunté al Tigre Acosta si podía tener una ayudante, directamente le pedí que fuera Rosita.

Rosita: Cuando se enteró de que entre nosotros había algo, me llamó, me dio una paliza y me dijo que si quería estar con alguien, únicamente podía tener relaciones con un marino. La cosa es que igual me pasaron a diagramación con Ricardo.

-Ahí se profundiza la relación…

Coquet: Nos acompañábamos. Nos hemos dado abrazos interminables de amor y de terror.

Rosita: Todos sabían que salíamos, había otros que también salían, entonces nos cuidábamos entre nosotros. Nos hacíamos “campana” para tener momentos de intimidad, que fueron dos o tres nada más. Y eso es lo que realmente nos salvó. Yo siempre digo que me salvé gracias a él, porque si no uno se quiere suicidar acá adentro. Y ninguno lo hizo porque siempre encontramos algún motivo para seguir con vida. Y realmente yo estaba enamorada de Ricardo, para mí era algo maravilloso.

-Y en esos pocos ratos de intimidad, queda embarazada…

Rosita: Sí ahí llega la otra parte de la historia, que es ocultarlo…

En ese momento, la vida se puso difusa. Sucedieron cosas que ni ellos mismos entienden. Como, por ejemplo, que Rosita ya embarazada se fuera a vivir con su madre y sus hijos a una casa en Munro que le dan los militares. Estaban en una libertad vigilada, en cautiverio. No podían salir a la calle, ni siquiera al patio de la casa. Coquet iba y venía de la ESMA. Se consolaban pensando que estaban vivos, y juntos. Tampoco sabían por cuánto tiempo estarían así. Seguían recibiendo llamados y visitas de los marinos que iban a controlar. En esa casa, también vivían otros dos compañeros porque allí funcionaba una carpintería o una empresa de construcción que manejaban los militares. Llegaban constantemente bolsas de arena. Todo estaba estrictamente vigilado por un perro que, decían, era del mismísimo Massera. “Un perro robusto, malo”, aclara Rosita. Una de las veces que Coquet fue a la casa a trabajar tuvo un accidente con la sierra. Se cortó los dedos y se los comió el perro.

La vida se volvió a poner difusa. Rosita, ya con una panza prominente, fue trasladada a otra casa; hasta que, cuando estuvo a punto de parir, la llevaron a Ramallo, su pueblo, al norte de la Provincia de Buenos Aires a lo de su mamá. “Me sentía cautiva aún pudiéndome escapar. Pero ¿a dónde nos íbamos a ir? Nuestro mundo había quedado devastado, yo sentía la derrota, vivía paranoica, pensando que me iban a matar todo el tiempo, a mí y a mi familia. Nadie te hablaba. Quedás física y mentalmente prisionera por muchísimos años”, reflexiona Rosita.

El 9 de julio de 1978 nació Ana Julia. Ana, como la mamá de Rosita, Julia, como la abuela de Coquet. “Deberíamos haberle puesto Milagro, pero era un nombre demasiado católico y nosotros éramos ateos”, dice Coquet con una sonrisa. “Fue un doble nacimiento el de Ana Julia -agrega Rosita-, porque fue volver a sentirnos humanos”.

Todavía en dictadura, ya con los tres chicos, Coquet consiguió un trabajo en Coronel Suárez, una localidad al sur de la provincia de Buenos Aires. El frío y la desolación de la ciudad eran un reflejo de ellos mismos: dos muertos vivos. “Nos amamos, nos seguimos queriendo, pero nos inventamos un amor para vivir el horror y nos dimos cuenta de que no podíamos estar juntos. No era lo mismo el adentro que el afuera, nos empezamos a conocer como quienes realmente éramos y no fue fácil”, concluye Rosita.

Ana Maria Soffiantini y Ricardo Coquet - Maximiliano Luna
Ana Maria Soffiantini y Ricardo Coquet - Maximiliano Luna

La vida siguió y ellos, aunque se quedaron en el país, vivieron una suerte de “exilio interno”, así lo definen. No podían hablar con nadie. Sobre ellos pesaba un manto de sospecha, como con el resto de los sobrevivientes, un tema que puso recientemente en agenda la periodista Leila Guerriero con su magistral libro La llamada. ¿Por qué ellos sí y otros no? ¿Qué hicieron para sobrevivir? ¿A quiénes entregaron?

Fue recién el 19 de marzo de 2004 cuando los sobrevivientes regresaron a la ESMA para reconocer el lugar de su cautiverio y abrir el camino de la verdad sobre lo ocurrido en el centro clandestino; fue recién ese el día en que Rosita y Coquet volvieron por primera vez al lugar del horror. Y fue recién en ese momento que Ana Julia, ahora mamá de tres hijos, entendió por primera vez dónde había sido engendrada.

-¿Y ahora, cómo sigue esta unión entre ustedes?

Rosita: Ahora somos una gran familia.

Coquet: Una manada.

Rosita: Un clan.

Coquet: Somos un collage que finalmente hace una sonrisa.

Fotos de la entrevista: Maximiliano Luna