El debate sobre la digitalización del voto en el Perú empezó cuando la ONPE lanzó el programa Voto Digital 2026. Este proyecto piloto será aplicado en grupos priorizados como personas con discapacidad, miembros de las Fuerzas Armadas, Policía Nacional, personal de salud, bomberos, trabajadores del INPE y peruanos en el exterior. Se podría decir que es el primer paso hacia un modelo que busque construir confianza y permita que el voto digital llegue a más personas en los próximos años.
En América Latina, Smartmatic estimaba que hasta 177 millones de votantes se verían beneficiados por tecnologías digitales en 2024. La facilidad y conveniencia del voto digital puede traducirse en un mayor nivel de participación, pero no necesariamente aplica esto en nuestro contexto. Dar ese salto en el Perú enfrenta limitaciones que no se pueden ignorar.
El INEI informó que en el primer trimestre de 2025 solo el 58.9% de los hogares cuenta con internet. La cifra es aún más drástica si se revisa el ámbito rural, donde apenas llega al 20.5%, frente al 80.3% en Lima. Esta brecha es una señal clara de que un voto digital masivo corre el riesgo de concentrarse en sectores urbanos, dejando en desventaja a comunidades rurales, pueblos indígenas y ciudadanos con menor alfabetización digital.
A esa desigualdad de acceso se suma un reto mayor. No basta con tener la posibilidad de conectarse, la verdadera prueba es si los ciudadanos confían en que la plataforma será transparente. La corrupción en nuestro país erosiona la credibilidad de las instituciones, por eso el gran dilema es si los votantes estarán seguros de que su voto se registre tal cual lo emitieron.
En 2024 la Secretaría de Gobierno y Transformación Digital reportó más de 15 mil incidentes de ciberseguridad en entidades públicas, incluyendo filtraciones de datos sensibles. El Índice Global de Ciberseguridad de la UIT coloca al Perú en una posición media-baja en madurez digital, con políticas fragmentadas y limitada capacidad de respuesta.
Los riesgos son dos. Por un lado, las brechas de ciberseguridad que puedan generar vulnerabilidad hacia la página de la ONPE. Por otro, un error en el cálculo de infraestructura o capacidades de la aplicación que haga que eso colapse y se caiga.
Un piloto puede ser seguro si se mide bien su alcance, pero al ser un ejercicio de primera vez siempre será más vulnerable. En un país políticamente polarizado, cualquier fallo técnico sería percibido como manipulación y no como accidente.
La experiencia internacional refuerza estas dudas. En Estados Unidos, una encuesta de 2020 señalaba que apenas el 45% de la población confiaba en la seguridad del voto digital. Si en un entorno más robusto ya existe ese nivel de desconfianza, en el Perú la situación es todavía más frágil. Una elección ajustada no tendría crédito político ni social para soportar un mínimo error tecnológico. El peor escenario no es solo una caída del sistema, sino la ruptura definitiva de confianza en el voto digital, que nos condenaría a seguir votando exclusivamente en papel por muchos años más.
Mi conclusión es clara. Un voto digital universal en los próximos años no es viable. Lo que sí es factible es un piloto voluntario, auditable y complementado con el voto en papel, siempre que se avance en cerrar la brecha digital y en reforzar la seguridad y la confianza ciudadana.
La ONPE ha tomado una ruta prudente con un piloto focalizado. Sin embargo, la coyuntura política y social del Perú es tan delicada que un fallo mínimo podría costarnos décadas de desconfianza. Más que un experimento tecnológico, el voto digital será una prueba de confianza.