Australia está hoy en el foco del debate global, a partir de la entrada en vigor de la ley que impide a los menores de 16 años tener cuentas en redes sociales. Si bien el objetivo es preservar su salud mental, la estrategia elegida es la prohibición. Como si bajar una persiana normativa bastara para ordenar un ecosistema que evoluciona más rápido que las reglamentaciones.
Algunos gobiernos ensayan respuestas análogas, pero sobrevuela la impresión de que atacamos tarde el problema: pretendemos atenuar el posible impacto negativo de las redes en chicas y chicos que han migrado hacia otras plataformas. Quedamos caducos, obsoletos, interviniendo espacios que dejaron de usar, en lugar de girar la mirada hacia otra capa de la vida digital que hoy concentra protagonismo: la inteligencia artificial generativa.
Lo cierto es que mientras los adultos intentamos descifrar qué es exactamente un modelo de lenguaje, las generaciones Z y Alpha ya están conversando con ellos. A veces como un entretenimiento o un atajo para completar trabajos, otras veces buscando compañía. La interacción fluye entre inputs y outputs que no distinguen soledad de aburrimiento, angustia de curiosidad, pedido de ayuda de interés académico.
Lo evidencia el informe Guidance on AI and Children, recientemente actualizado por UNICEF, que advierte que la adopción de sistemas de IA por parte de niños, niñas y adolescentes está aumentando a mayor velocidad que la capacidad de los Estados para regularlos y de las instituciones para acompañar sus usos. Un vasto y cambiante campo, al que estamos llegando con franca demora.
Al mismo tiempo, como adultos referentes nos preguntamos por qué nos toca mediar tecnologías que aún no comprendemos del todo y hacerlo, además, desde un paradigma de derechos de la niñez. Sentimos que no damos la talla, que las expectativas están puestas por encima de las posibilidades. Porque parecería que existe una tensión irresuelta entre garantizar derechos —a participar, ser escuchados, acceder a información relevante, intervenir en las decisiones que los afectan— y hacer valer el principio de protección, que con frecuencia nos lleva a restringir, supeditar, encorsetar.
No se trata, entonces, de ser prescriptivos, sino de cuestionarnos qué nuevos vínculos se están instalando con máquinas que no penetran contextos y que, en la mayoría de los casos, desconocen las edades de sus interlocutores. Aquí es donde las grandilocuentes prohibiciones muestran sus costuras. De hecho, una política que se agota en vetar puede dar una ilusión de control, pero es claramente insuficiente. Hacen falta más propuestas y menos reacciones, y. escuelas y familias que cuenten con las redes de apoyos necesarias.
Niños y niñas crecen en un mundo donde los algoritmos son parte del paisaje. De ahí que no alcancen los discursos de miedo ni los postulados ingenuos. Porque el dilema ya no es si vamos a convivir con la IA, sino cómo integrarla positivamente en la diversidad de experiencias que atraviesan hoy los jóvenes.
Tal vez el verdadero desafío consista en animarnos a habitar ese territorio junto a ellos: sin pautar unilateralmente, sino dialogando y favoreciendo reflexiones sobre lo que la IA hace con nuestras formas de aprender y vincularnos. A la hora de acompañar, como siempre, no valen los artefactos tecnológicos: lo que sigue en juego es la calidad de nuestra presencia, nuestra disponibilidad y la facultad de asumir, sin tercerizaciones mágicas, la indelegable tarea de cuidar.