Un discurso revolucionario

Milei no se ve, no se presenta, no habla ni se comporta como un político. Quiere jugar al juego de la revolución, que consiste fundamentalmente en estropear el juego de la política

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El discurso pronunciado por el presidente Javier Milei en la inauguración de las sesiones del Congreso (REUTERS/Agustin Marcarian)
El discurso pronunciado por el presidente Javier Milei en la inauguración de las sesiones del Congreso (REUTERS/Agustin Marcarian)

El discurso pronunciado por el presidente Javier Milei en la inauguración de las sesiones del Congreso detenta características revolucionarias. Su norte es el cambio, pero un cambio verdaderamente radical, postulado casi como indefectible. Lo suyo no tiene nada que ver con la política tradicional, y él lo sabe mejor que nadie. “No vinimos a jugar el juego mediocre de la política, vinimos a cambiar el país en serio”.

Milei no se ve, no se presenta, no habla ni se comporta como un político. En su autoconcepción, él es cualquier cosa menos un político; en la concepción de una enorme parte del pueblo argentino, también. Para jugar al juego de la política hay que ser político; pero Milei quiere jugar al juego de la revolución, que consiste fundamentalmente en estropear el juego de la política. Para eso fue precisamente elegido.

Milei sabe y hace saber que lo que lo separa de sus enemigos políticos es la naturaleza de sus incentivos. Su móvil no es, según hizo explícito en su discurso, ni el apetito por el dinero ni el gusto por el poder. Lo que tiene es, sencillamente, “sed de cambio”. Esto es lo que lo diferencia sustancialmente de lo que llama la “casta política”, cuyo móvil principal, si bien disfrazado de una verborragia simpática y eslóganes al uso, es siempre el dinero y el poder para ellos y los suyos.

Es la diferencia de la naturaleza de estos incentivos lo que le permite a Milei acelerar, incluso en las curvas. Sus móviles son revolucionarios, no sistémicos; la suya es una “ética de la convicción”, extraña a la política, pero muy propia del revolucionario, diría tal vez Max Weber. “Si eligen el camino de la confrontación, se encontrarán con un animal muy distinto del que están acostumbrados”, advierte Milei a la casta. En efecto, si lo que esta última estuvo jugando hasta ahora con él podría ser caracterizado por la teoría de juegos como “el juego de la gallina” (dos conductores se enfrentan a toda velocidad, y el primero que se desvía de la trayectoria pierde), Milei hace saber que él no es precisamente una gallina sino un león, y que no torcerá el rumbo que ha prometido y por el que ha sido votado.

El presidente Javier Milei se presentó por primera vez ante la Asamblea Legislativa (AP Foto/Natacha Pisarenko)
El presidente Javier Milei se presentó por primera vez ante la Asamblea Legislativa (AP Foto/Natacha Pisarenko)

Al contrario: en su discurso Milei redobla la apuesta y pisa el acelerador. Anuncia, en concreto, dos propuestas: una “Ley Anticasta” y un “Pacto de Mayo”. De esta forma, pone a la casta contra las cuerdas, pues la empujará a votar contra sí misma o continuar perdiendo lo poco que le queda de capital político gracias al “principio de revelación”. Dicho de otra manera, la casta tendrá que elegir entre dos alternativas: o apoyar medidas que van contra su naturaleza parasitaria, o terminar de revelar al pueblo la realidad de esta naturaleza que le caracteriza, multiplicando y agudizando el justo desprecio de los argentinos para con ellos.

“El que no aplaude es casta”, se coreaba desde los balcones de la cámara. Milei respondía a esos sectores con una mirada cómplice y una sonrisa difícil de esconder, pues advertía de inmediato que el mensaje había sido perfectamente comprendido. El “principio de revelación” divide cada vez con mayor claridad a los argentinos de bien de los enemigos del pueblo; la contradicción es cada día más nítida, y la mera ausencia de un aplauso cuando se anuncia la voluntad de recortar, por ejemplo, la desproporcionada cantidad de asesores con los que diputados y senadores suelen llenarse los bolsillos coloca a cada uno en su justo lugar. Lo mismo ha de decirse de los gestos de desagrado que algunos no pudieron disimular frente a la voluntad manifiesta de eliminar jubilaciones de privilegio para presidentes y vicepresidentes, prohibir a los corruptos condenados por la justicia presentarse en elecciones nacionales o democratizar los sindicatos para que los trabajadores elijan verdaderamente a sus representantes. ¿Cómo no reconocer en esos gestos la más viva encarnación de una casta acorralada, temerosa por perder sus privilegios?

Los discursos revolucionarios sientan bien a Milei. Es el estilo que mejor le queda, pues es el genuinamente suyo. Pero más allá de su propia persona, los discursos revolucionarios también sientan cada vez mejor a la derecha, puesto que la izquierda hace tiempo que se volvió sistema establecido.

Bajo el imaginario político tradicional, la revolución como acontecimiento y lo revolucionario como actitud y predisposición correspondían casi por naturaleza a la izquierda del abanico ideológico. Joseph de Maistre se encolerizaba contra los revolucionarios franceses y solicitaba que la reacción no fuera una revolución contraria, sino lo contrario a una revolución. La tumba de Marx, por su parte, ubicada en el cementerio de Highgate, al norte de Londres, no por nada lleva inscrita su undécima tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Por algunas libras, uno puede hoy visitar esto que se ha convertido en una verdadera mercancía turística, reflejando irónicamente el porvenir de los mercaderes de la revolución.

El Presidente adelantó que presentará un paquete de leyes "anticasta" (Gustavo Gavotti)
El Presidente adelantó que presentará un paquete de leyes "anticasta" (Gustavo Gavotti)

Hasta hace relativamente poco, pensar en las distintas vertientes de la izquierda era pensar en términos de transformaciones radicales capaces de estropear los intereses de los sectores parasitarios de un sistema esencialmente injusto. O, al menos, eso era lo que se vendía. La izquierda todavía gozaba por entonces del poder de sus mitos, con los que encantaba, sobre todo, a una juventud deseosa de “cambiar el mundo”.

Fidel Castro derrotando al imperio yanqui, desde una isla ubicada a pocos kilómetros de la Florida; el Che Guevara llevando su teoría del foco guerrillero a latitudes de lo más variopintas: de Argentina a Cuba; de Cuba a El Congo; de El Congo a Bolivia. Incluso la izquierda revolucionaria que desangró a nuestro país, inspirada en ese tipo de experiencias, se alimentó mitológicamente para luego convertirse ella en un mito para nuestro socialismo del siglo XXI.

Pero la potencia revolucionaria de la izquierda se extingue rápidamente, y desaparece poco a poco del imaginario colectivo la equivalencia que unía otrora ambos términos. Los manotazos de ahogado que han procurado dar se prestan para la burla: instar a la gente a cambiar la “a” y la “o” por la “e”; promover policías del pensamiento; conquistar para los pobres el derecho de matar a sus hijos antes de que nazcan; obligar a los demás a creer que la identidad sexual se modifica al ritmo de la “autopercepción”; defender artistas multimillonarios que se llenan aún más los bolsillos con dineros públicos. La izquierda tendría que hacer una autocrítica: si cada día es más “memeable”, no es por pura casualidad.

Así pues, los términos se invierten. La izquierda puede despedirse de su rol revolucionario, que hace tiempo le queda grande ya. El cambio verdadero, ese que molesta a los políticos privilegiados y sus asociados, viene por derecha. El discurso de Javier Milei y las medidas venideras son una prueba más de ello.

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