La descarnada y frenética humanidad de Javier Milei

La exigencia extrema de la campaña electoral ha puesto a prueba, en estos días, el equilibrio personal del candidato de La Libertad Avanza. ¿Qué le pasa? Tal vez nada muy distinto a lo que le ocurriría a cualquiera en esas circunstancias

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Javier Milei (AP Foto/Natacha Pisarenko)
Javier Milei (AP Foto/Natacha Pisarenko)

El miércoles 18 de octubre, Javier Milei estaba eufórico. Al grito de “primera vuelta la puta que te parió”, se sacudía frente a una multitud, convencido de que estaba al borde de la gloria. Apenas ocho días después, protagonizó un episodio extrañísimo por televisión que, como mínimo, revela que la exigencia extrema de la campaña electoral pone a prueba, en estos días, su equilibrio personal.

Tal vez sea muy humano lo que le ocurre. Si en aquel acto estaba enardecido porque se sentía presidente -tamaño vértigo y excitación-, pocos días después debió procesar un sacudón, cuando supo que no había sumado un voto más que en las primarias. En ese estado, habló para todo el país. El lunes se apresuró a ofrecerle el Ministerio de Seguridad a Patricia Bullrich, a quien horas antes había acusado de haber sido una terrorista, se enojó con una periodista que le marcó las contradicciones, dio un reportaje, otro reportaje, uno más. Se reunió con Mauricio Macri, a quien semanas atrás había calificado de tibio, irritante y fascista, y con Bullrich, que hace horas era “mucho peor que Massa”. Otro reportaje. Uno más. Aplaudió que Bullrich lo apoyara. Y fue a otro reportaje donde se abrazó con ella. Mientras todo esto pasaba, las redes ardían y él, como siempre, era el centro de ese huracán inmanejable: traidor, león, loco, líder, fascista, mi presidente, casta, anticasta, volátil, nazi, genio. Barrionuevo lo abandonaba. Milei, mientras tanto, ahora se sabe, contaba frenéticamente likes, impresiones, retweets, intercambios.

El jueves, otra vez en televisión, explotó. En apenas ocho días, el Milei triunfante y arrollador produjo esa imagen estremecedora que todo el mundo ya conoce. “Así como hay un salame, o tre salame (sic), opinando desde una computadora…mientras que ellos miran a la señorita por internet…yo estoy en el medio de sus sábanas…”.

Rápidamente, el calificativo de “loco” empezó a inundar el debate político. Hasta él mismo lo utilizó en un tuit. “La Argentina del revés. Si uno pide en un estudio de televisión respeto, lo tildan de loco. Pero al que rifa 3 puntos del PBI en su aventura electoral por ambición de poder lo tratan de sensato”, argumentó. Tiene un punto en lo que dice. Y eso para no hablar de los faltantes de insumos médicos, o de nafta. Pero no dijo nada, claro, del momento más extraño de esa entrevista, ese en el que habla de la señorita, los salames y las sábanas, mientras se transfigura. Luego, se dedicó a denunciar otra operación en su contra, mostrando muchos tuits calcados.

¿Qué le pasa?, era la razonable pregunta que surgía del episodio.

Tal vez nada muy distinto a lo que le ocurriría a cualquiera en esas circunstancias.

Javier Milei habló sobre el posto que realizó en redes sociales tras su encuentro con Patricia Bullrich

Es que el vértigo no empezó esta semana difícil. En los últimos años, a Milei le pasaron muchas más cosas. Un aluvión de sucesos inesperados lo llevó del anonimato y la soledad, a los sets de televisión, a números estrambóticos en las redes y de allí a la antesala de la Casa Rosada. Insultó, fue insultado. Agredió, fue agredido. Denunció, fue denunciado. Gritó por televisión, contó intimidades, denunció conspiraciones, se enamoró, se disfrazó de un héroe de cómic, imitó a Leonardo Favio, veló a un perro al que consideraba un hijo, lo clonó cuatro veces, generó una corriente inesperada de simpatía social, y de rechazo, se volvió uno de los personajes más populares del país, y su fama empezó a trascender las fronteras.

Los focos de la atención social se pusieron sobre él: sobre su extraño carisma, sus costumbres, sus perros, sus propuestas disruptivas, su desmesura, su mudanza, su infancia, sus ideas, sus exabruptos, la relación con sus padres, sus costumbres sexuales, todos temas que él expuso con notable ingenuidad y que se transformaron en cuestiones cotidianas para todos. Lo amaron, lo odiaron, lo rodearon, lo admiraron, lo ridiculizaron. El envión era imparable: generaba fanáticos y enemigos. Milei, entonces, se enojaba, denunciaba conspiraciones, agredía, fanfarroneaba. Y la rueda aceleraba, y aceleraba, y aceleraba.

Hace seis meses, además, empezó la campaña electoral. Cualquiera que conozca del tema sabe que es un esfuerzo sobrehumano. Mejor estar bien preparado. Semanas atrás, aún en carrera, Patricia Bullrich no pudo ocultar la manera en que todo eso horadó su coherencia.

Son meses en los que se come mal, se duerme mal, casi no hay espacio para el placer, para refugiarse en los afectos verdaderos. La presión es insoportable, y no cede. Actos interminables, presiones de todo tipo, decisiones que se deben tomar en tiempo real, poco margen para equivocarse, viajes, actos, y esas caras nuevas de personajes extraños, arribistas en los que hay más remedio que confiar, pero en los que no conviene confiar. No hay casi nadie bueno alrededor.

Y el protagonista de ese esfuerzo debe dar respuestas certeras, tolerar agresiones muy hirientes, devolverlas, no fallar, mantener la calma, mantener la calma, mantener la calma…hasta que un hecho insignificante -un ruidito, una pregunta conflictiva- produce un descalabro. Hay momentos en que la mente no puede procesar tanta información. Y pasa lo que pasa.

Encima, lo que sigue es una carnicería. Las agresiones se multiplican. Él se defiende porque le duelen. Y la rueda vuelve a acelerar. Milei se regodeó durante años. Parecía que denunciar a la casta lo hacía invencible, ignífugo.

Pero no era así. Nadie lo es.

Era cuestión de tiempo.

Javier Milei y Carolina Píparo en la provincia de Buenos Aires - REUTERS/Cristina Sille/File Photo
Javier Milei y Carolina Píparo en la provincia de Buenos Aires - REUTERS/Cristina Sille/File Photo

Apenas él se transformara en una amenaza real, la respuesta sería impiadosa. Así es la competencia política en el país: el que esté libre de pecados que tire la primera piedra. Todos dan, reciben, dan, reciben. Vale todo. Son las reglas. Quien quiera quejarse, puede. Pero, ¿qué sentido tendría?

El episodio en cuestión revela un problema personal cuya gravedad es imposible de medir desde afuera. Es evidente que Milei, demasiadas veces, ha tenido reacciones destempladas, de una agresividad desproporcionada; que muchos de los aspectos que él mismo reveló sobre su vida lo definen, para decirlo sin ofender a nadie, como un personaje muy singular; o que incluso algunas de las metáforas habituales a las que apela, especialmente las sexuales, generan preguntas inevitables. De repente, parece hablar en cámara lenta y, a la vuelta de la esquina, empieza a gritar o insultar como un desaforado. ¿Cuántas veces hemos visto eso?

Pero esa cuestión, que es personal, revela un problema mayor. Milei tiene altas chances de ser Presidente. Al parecer, ahora esas chances son menores. ¿Cómo llegó hasta ahí? Un fenómeno televisivo moviliza multitudes en las redes, de ahí surge un candidato, y llega a la Presidencia. ¿No hay algo que da miedo ahí? ¿No debería haber algún filtro? Y algo peor que eso: el cinismo. Quienes lo rodean, lo impulsan, lo empujan a saltar cada vez más alto -Mauricio Macri, por ejemplo, en estos días- ¿no ven los riesgos? ¿De verdad no los ven, ellos, que son tan inteligentes? ¿No hay algo macabro ahí, algo que trasciende a Milei? ¿Qué sentirán el día que le pase algo a Milei? ¿O al país conducido por alguien con esas explosiones? Tal vez no sea su problema: ni Milei ni el país. Todo será cuestión de decir “pobre” -Milei y el país- y a buscar otra víctima, otro atajo, otro divertimento. Finalmente, lo único que importa, lo único, es vencer al kirchnerismo, por los medios que sea: ese día, finalmente, seremos felices.

Lo otro que ocurre, y que despega el episodio del ámbito individual, es que todos, los más frágiles y los más duros, los más profesionales y los más amateurs, están sometidos a una presión insoportable. Eduardo Duhalde ha sido el más sincero, cuando contó que en medio del desastre del 2002 una noche vio delfines en el lago artificial de la quinta de Olivos. El agotamiento extremo se le notó muchas veces a Alberto Fernández, que no es el mismo que cuatro años atrás. Son numerosos los testimonios de las ausencias prolongadas de Carlos Menem, en su segundo mandato, después de la muerte de su hijo, y de Cristina Kirchner, en los años posteriores a la muerte de su marido. Esa impiedad, seguramente, tuvo algo que ver con la muerte de Néstor Kirchner, que necesitó participar de un acto luego de estar internado, cuando le habían avisado que era muy peligroso.

Luego de salir de la jefatura de Gabinete, Marcos Peña, escribió un texto muy agudo sobre el asunto.

Algunos párrafos.

-”A medida que uno crece en la carrera política y va asumiendo más tareas, se dispara un mecanismo de defensa que te lleva al modo supervivencia, un modo que en cada persona se vive distinto pero que generalmente te pone a la defensiva, más desconectado de las emociones, menos capaz de empatizar con otras personas. Vivir en permanente conflicto, defendiendo posiciones, tomando decisiones, recibiendo críticas y ataques, nos lleva a un modelo adictivo donde la operación táctica se vuelve la droga del día a día”.

-”A esa dinámica complicada se le agrega el condimento de la fama y la exposición pública. Ser muy conocido en una sociedad hipercomunicada como la que vivimos es algo que tiene un impacto sobre la persona y su familia. No es neutro ni natural. Restringe tu libertad, impacta sobre toda la gente que te rodea, redefine relaciones. En resumen, aumenta la soledad y potencia esos mecanismos defensivos”.

-”En general la ciencia política no se concentra en entender la fama y cómo impacta sobre una persona. Además es algo que mutó mucho en los últimos años con el avance de la comunicación digital. Pensemos que el celular inteligente se masificó en los últimos diez años, explotando así plataformas como YouTube, WhatsApp, Facebook, Instagram o plataformas como Netflix y Spotify que no existían hasta hace relativamente poco”.

Milei es un caso muy extremo y particular, donde todo está demasiado a la vista. Pero los otros tal vez no sean tan diferentes. Todo el mundo es raro cuando se lo mira de cerca.

Sea como sea, nada está dicho.

De un lado, el país sin nafta.

Del otro, Milei.

Nunca una elección estuvo tan clara.

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