Cuidado, no es el autorretrato malherido del título. Es uno de los versos de la canción estremecedora con letra del poeta Andy Razaf. “Black and blue” es una canción que Louis Armstrong cantó para siempre con su trompeta, un clarinete, un piano y una batería. Y, en cada caso, quien la escucha siente la emoción del gran arte, que es arisco a las definiciones y solo llega con ese viento lento, oscuro, que lo cambia todo. No es el retrato por completo, pero sí algo.
Siempre guardó como un Armstrong secreto, una segunda personalidad, o una doble; donde con paso muy quedo y muy callado no se limitó a rabiar contra la discriminación -de gran ferocidad en sus momentos de crecimiento y ya consagrado y hechizado en tierra de racismo y de violencia-, sino también a acercarse a las fronteras de la negritud alzada. Es un Armstrong oculto que no dejó asomar porque debía cumplir con el recurso de los artistas negros: ser sonriente, mostrar mucho diente, abrir mucho los ojos como bolitas, coloradas por la marihuana que siempre llevó a todas partes.
Armstrong nació en agosto de 1901, en Nueva Orleans, en la estricta miseria, y con seguridad de estirpe encadenada a través del mar en el espanto de la esclavitud. Inventó la trompeta y, según Duke Ellington, con él es suficiente para expresar la palabra jazz y lo que significa: un corpus cultural inmenso. No es que la trompeta no existiera antes del nacimiento de Armstrong, sino que la creó para el jazz y el único que pudo alcanzar el volumen, la miel, la rabia, la gracia súbita de una nota o una canción provista de la voz inaudita y a más no poder de tan afinada.
En la pobreza surge la magia.
El niño Daniel Louis Armstrong salió pronto a las calles a buscar y a vender lo que fuera, a asomarse a la atmósfera de los prostíbulos donde le arrimaban algo para comer, los bares bravos, las calles que parecen no cambiar pero lo hacen aún hoy porque no se detienen en ninguna hora. Hacia los suburbios menos hospitalarios, y de poco recurso, encontró a una familia judía que vendía carbón. Le dieron un trabajo -llevaba la mercadería con un carrito enganchado a un caballo-, lo protegieron y le regalaron una corneta que en poco tiempo soplaba con un sonido hasta ahora desconocido, como el que lograra para felicidad de los humanos tiempo largo después.
Aunque se ha escrito y explorado con altura y autoridad -aquí en ocasiones, por cierto-, lo que uno ahora intenta es la lectura personal de un tipo que una mañana fría escuchó, y vio una vez más por internet -el sonido tal vez no sea el perfecto pero alcanza y suma los músicos, los gestos, las caras serias, los solos al adelantarse casi con desgana-, “Black and blue” y sintió un golpe de plexo al corazón.
Había pasado la infancia del carbón y los antros sagrados de los músicos que salían como hongos, cuando el gran (Joe) King Oliver, cornetista con fama absoluta, lo llevó a la música metódica, que es pariente del orden y la matemática, incluso en el jazz, la improvisación. Lo integró a su orquesta, todos formaditos en la tapa del disco, de oscuro, casi solemnes o cohibidos. Luego, fue la propia -los Hot Five en primer lugar-, para abrirse a talentos que pudieran tomar vuelo personal. En una de ellas formó Bix Beiderbecke, un elegante y virtuoso blanco de origen alemán que moriría a los 28 años y Armstrong aceptaba pero sin disimular que le faltaba la gota de pobreza que, desde su mirada, tenía que ser parte del verdadero jazz.
Una manera de prejuicio anverso, ya en el fulgor de su fama, con mucho cine además, nunca dejó de vivir en departamentos modestos de Harlem y de Queens: soy y no soy.
Viajó mucho por contratos en todo el mundo, ya con el callo abierto en el labio por apretar la trompeta con fuerza. En uno de los viajes estuvo Buenos Aires, en 1957. Próximo a los sesenta, alguna crítica indicaba que las formas del jazz habían evolucionado y ese hombre sol tenía que hacer poco a poco las valijas. Nada de eso, porque era único, aunque los cambios se producían.
Armstrong llegó a Buenos Aires con espera de multitudes y estupendos músicos argentinos que tocaban sin parar en la terraza del aeropuerto. Fueron diez funciones de bote en bote con los “All Stars. Las discográficas impulsaban por las radios “Kiss of fire” (El Choclo, en la versión de Louis) y todo era gusto de vivir con un ser casi irreal. En algún momento, consiguió colarse por un amigo fotógrafo de la noche para varios medios un músico valioso, Leo Visigoda. Antes de la función, ya se había infiltrado en el backstage, y estaba sobre el escenario. Armstrong caminó unos pasos con las cortinas cerradas y vio que el visitante subrepticio tenía en la solapa una estrella de David.
- ¿Vos sos judío?
- Sí
- ¿Sabés dónde comer cocina judía en Buenos Aires?
- Podría ser en mi casa, mejor que un restaurante
Y Armstrong llegó al día siguiente a una casa chorizo en el ombligo del Once, vivienda y estudio de música. Nadie podía creer nada. Armstrong se abrió la camisa: también llevaba un colgante con la estrella en homenaje a la familia que le había dado cobijo en Nueva Orleans. Se sirvieron los clásicos varenikes -tres platos para el trompetista legendario-, y todos tocaron: la madre a la batería, el padre en el piano, alguna guitarra y Louis Armostrng, con una trompeta que buscaron y encontraron de algún modo, colocó una boquilla que llevaba en el bolsillo superior.
La música ganó la calle, frenaron tres tranvías y se juntó gente en la puerta hasta que un patrullero se detuvo y los policías pararon aquella asombrosa ‘jam sessión’. A la comisaría, con Armstrong atrás. Escándalo y disculpas del primer secretario de la embajada americana. Sin hacer reclamos, se fue a dormir con su mujer, la cuarta, para encarar la próxima función.
Quién quiera que se llegue hasta Nueva Orleans sabrá que el aeropuerto se llama Louis Armstrong. Para cualquier minuto en la vida y alejarse algo de un tiempo que parece enamorarse de la música más horrible, él como antídoto. “Black and blue”, propongo.
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