El uso político de las víctimas

La mejor forma en la que la sociedad puede responder ante el sufrimiento de uno de sus integrantes es mediante la asistencia y la protección individual y familiar

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Carolina Píparo
Carolina Píparo

Está claro que todos los ciudadanos tienen derecho a participar de la política, sea como candidatos a cargos legislativos, como funcionarios de la administración pública, como miembros de organizaciones de la sociedad civil o por medio del ejercicio del derecho, también constitucional, de peticionar a las autoridades.

Todo indica que, por estos tiempos, la organización partidaria no es el único mecanismo por el cual las personas se interesan y toman un papel activo en la construcción del modelo de país que desearían para ellos, para sus familias y para el futuro de la Nación.

La globalización y los medios de comunicación, en especial la televisión y las redes sociales, hace mucho que pusieron fin a la exclusividad del político tradicional para el manejo de los asuntos públicos.

El politólogo y escritor italiano Giovanni Sartori se lamentó, en su libro Homo Videns, de la pérdida de influencia de las redes de políticos locales que captaban, de acuerdo con su interpretación, las necesidades de la gente de su área de influencia que las transmitían verticalmente.

En la actualidad, las imágenes instalan súbitamente un candidato que no necesariamente surge de las demandas de los públicos locales, pero que se presenta casi como una alternativa mágica, debido a su apreciable popularidad que goza en la sociedad. No parece exagerado señalar que la “fibra óptica” significó, en ese sentido, un invento tan revolucionario como en su momento fue el de la imprenta.

No sólo actores de televisión, sino también “blogueros” que llegan a tener cientos de miles y hasta millones de seguidores en aplicaciones como YouTube o Twitter, entre tantas otras, hacen su irrupción en el espacio político. Esto sucede no sólo en las democracias, sino también a veces en abierto desafío a gobiernos de todo signo.

Si uno repasa la historia de los últimos cincuenta años, se encuentra con que representantes del mundo artístico accedieron a la máxima jerarquía política de potencias extranjeras y se convirtieron en promovedores de movimientos capaces de captar importantes sectores de la sociedad.

Durante décadas Italia fue dominada por el dueño de un imperio de comunicaciones que adquirió fuerza a partir del manejo del poderoso sector que gravitaba. Fue nada menos que en Estados Unidos donde un actor de cine western presidió esa nación. Contemporáneamente, el fenómeno se ha multiplicado en las diversas corrientes políticas a las que acceden o son buscados los actores y actrices debido a la popularidad que poseen entre el público. De ese modo, cada vez más arriban a la política cómicos, imitadores, chefs, conductores y casualmente en la Argentina fue protagonista política una reconocida pionera de la televisión del país.

Solo a manera de ejemplo, pude recordarse que en los ’90 un popular e infatigable cantante gobernó Tucumán e integró una formula presidencial como así también otro destacado ciudadano, en este caso del deporte, accedió a la máxima jerarquía de la provincia de Santa Fe.

Pero como un paso más en la espectacularización de la esfera pública, por esta época se verifica una tendencia probablemente un tanto preocupante, que expone -con fines utilitarios- a personas que la sociedad debe proteger, cuidar, preservar y asistir con todas las herramientas que tenga de manera ejemplar. Se trata de la incorporación de las víctimas o familiares de luctuosos hechos, que son reconocidos y valorados por sus perseverantes luchas, en listas de candidatos a cargos públicos, fundamentalmente en el Congreso Nacional o en legislaturas provinciales.

No puede desconocerse que la figura de la víctima ha pasado a tener una gran influencia en el conjunto de todas las ciencias penales. Así, sus intereses y reivindicaciones legítimas -por cierto-, poseen un rol destacable en el debate político y criminológico. Todo aquello que se vincule al dolor, al sufrimiento, como es natural o humano que así suceda, cuenta con una enorme empatía por parte de la opinión pública, pues no dejan de convertirse en representantes de lamentables experiencias comunes a muchos componentes de la sociedad, característica que genera una fuerte corriente de aprobación ciudadana. El protagonismo de las víctimas, entonces, ha pasado a ser un rasgo definitorio no solo del nuevo modelo penal sino social que determina políticas criminales y de seguridad en toda su dimensión.

El caso paradigmático es el del empresario, cuyo hijo fue secuestrado y asesinado en la Argentina, allá cuando corría el 2004. A partir de ese momento, comenzó a convocar a movilizaciones y el público le dio un amplio respaldo, que se justificaba en el dolor que los hechos masivamente provocaban. Fue recibido por las máximos autoridades del país, y contó con el apoyo de muchísimos sectores de la sociedad de aquel momento para promover una serie de reformas legislativas que, en buena medida, el Congreso Nacional recogió y aprobó.

Fue persuadido para ingresar en la política, aunque no tardó mucho tiempo en derrumbarse su imagen social. No viene al caso exponer las razones de aquello que generó la pérdida de popularidad pero lo sorprendente es que el descubrimiento que detonó la desvalorización no lo habría hecho el gobierno ni las corrientes que se oponían a sus propuestas. Las crónicas darían cuenta que gente de su mismo pensamiento, que lo veía como un competidor agigantado, utilizó la “debilidad” para exponerlo en los medios de prensa. Su erosión pública se produjo vertiginosamente y a la luz de los acontecimientos no habría conservado la influencia que ejercía desde la Fundación que lleva el nombre del hijo cruelmente asesinado.

Por estos días, también en la Argentina, se agita el caso de una mujer que fue salvajemente baleada en el vientre cuando salía de una entidad bancaria. Estaba embarazada y el proyectil impactó sobre su hijo, a quien perdió. La indignación y la pena de la sociedad fue enorme, y esa consideración, merced a las benditas mediciones de imágenes la catapultaron a ingresar repentinamente en la política; quien en realidad merecía ser protegida, quedó –sin alternativa- sobreexpuesta, sobre todo a raíz de los nuevos episodios que protagonizara, ampliamente publicitados, y en los que sería objeto de investigación penal juntamente con su marido.

Entonces, el cuestionamiento sería: ¿es justo utilizar a personas cuyas vidas han sido diezmadas, sólo por la popularidad del hecho que los convierte en víctimas sociales? Lejos de significar o que pueda entenderse como un reproche a las víctimas o a sus familiares, que bastante tienen con sus terribles padecimientos, debe reflexionarse y extremar los recaudos de prudencia, en aras de evitar utilizar el dolor de un miembro de la sociedad con fines electorales. No basta evaluar sólo la popularidad de aquellos a los que ven como candidatos apetecibles, capaces de atraer gran cantidad de votos, por el sentimiento que lógicamente despiertan en un determinado momento en el tejido social.

Es obvio que no puede generalizarse, porque no todos los casos son idénticos, pero la mejor forma de que la sociedad organizada responda ante el sufrimiento de uno de sus integrantes, es mediante la asistencia, protección individual y familiar, pero jamás utilizando políticamente el sentimiento que despierta el dolor de su imagen.

No se trata de vedar a una persona que fue víctima de un delito a que entre a la arena pública, con el objetivo de cambiar las cosas y reducir el número de hechos que signifiquen exponer a que nuevos ciudadanos sufran o experimentar aflicciones iguales o parecidas. Lo que no puede admitirse ni debe suceder es que quienes fueron víctimas sean prácticamente arrojadas al mundo de la política cuando no se origina el salto en una decisión genuina, sino que se trata de la tentación ejercida por parte de quienes muchas veces pretenden utilizar la imagen del sufriente como exposición de las falencias de sus adversarios.

El dolor de las víctimas no puede ser patrimonio de ningún sector ni espacio político. De lo contrario, ese dolor se desnaturaliza y queda sujeto a la suerte de la facción que especula en busca de la ventaja electoral con la inclusión en las listas ofrecidas a los sufragantes. Se somete así al portador de un sufrimiento que llega masivamente a la sociedad, a actividades desconocidas y muchas veces con límites no demasiados precisos o habituales. Pero lo más grave es que si las circunstancias lo ameritan, los beneficiados electoralmente no titubearán ni un solo instante en abandonarlas, con absoluta indiferencia a victimizarlas nuevamente y con ello renovar su tormento previa.

Hoy, más que nunca, la política está sometida constantemente a la mirada atenta de toda la población. La tecnología y los medios de comunicación hacen que, con un simple click, podamos conocer la vida entera de nuestros representantes, qué hicieron ayer y qué tienen pensado hacer mañana. Arrastrar a la política a personas sin vocación, y cuyo crédito electoral en determinados casos se circunscribe solo a haber sufrido un delito, parece de una enorme perversidad. Especialmente, porque a las mismas personas que se las tienta con las mieles del poder, frecuentemente se las abandona cuando la realidad golpea y ya no se las enfocan como víctimas, sino como seres humanos de carne y hueso, con los errores y defectos que todos tenemos. Nadie previene respecto a que el endiosamiento inicial muchas veces termina en demonización y que, entonces, la mano seductora que pareció extenderse como amiga se esconde para nunca más volver a aparecer.

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