A un mes del adiós de Diego Maradona: víctima número 37.715

Con adrenalina desbordada vivió al menos sus últimos 40 años en una montaña rusa que lo llenó de felicidad y que también lo hundió en la oscuridad de la droga que lo terminó matando

Compartir
Compartir articulo
Diego Armando Maradon (REUTERS)
Diego Armando Maradon (REUTERS)

Diego Maradona solía decir que no había estado preparado para la cima de la popularidad mundial y que cuando se encontró allí se sintió solo, con frío, lejos de todos. No fue una elección. Fue puesto por el destino en ese lugar de inmenso poder y popularidad que lo transformó en un dios terrenal. Con adrenalina desbordada vivió al menos sus últimos 40 años en una montaña rusa que lo llenó de felicidad y que también lo hundió en la oscuridad de la droga que lo terminó matando.

“La droga mata”, sentenció el propio Maradona hace más de dos décadas, y con ella se destruyó el cerebro y el corazón mientras otros gozaban la cercanía al ídolo. Tampoco estaba preparado para una abstinencia obligatoria del mundo que había creado alrededor de sí mismo y que era indispensable para mantenerse vivo: el contacto popular, social y mediático lo necesitaba como antídoto para un espíritu que evidenciaba signos de agotamiento de tantos excesos.

Así, la insoportable cuarentena argentina fue el escenario ideal, inesperado, lapidario, para su derrumbe final como persona. Ahora todo parece centrarse en determinar si Maradona fue mal atendido, abandonado en un confinamiento en Tigre que no deseaba. Buscar culpable parece ser más importante que aceptar la triste realidad de que se venía muriendo en cuotas.

Así como el coronavirus no mata directamente sino que conduce a la muerte al afectar órganos vitales; la cuarentena tampoco mata, pero deja graves secuelas físicas y psíquicas a millones de personas aisladas de su normalidad, situaciones que son socias directas de la muerte. La depresión tampoco mata de manera directa pero crea condiciones irreversibles para el suicidio y la muerte.

Por eso, Diego Maradona se despidió de la vida en soledad y deprimido el 25 de noviembre pasado. Fue una víctima más que pudo ser la número 37.715 de ese día, consecuencia de una pandemia y cuarentena interminable y que como un “costo no querido” le pegó el empujón final al futbolista más admirado del mundo.

El filósofo francés Michel Foucault explicó en los años 60 como el poder y la política controlan a las sociedades bajo sistemas institucionales imperceptibles. Tomó como ejemplo para su análisis la forma panóptica de las cárceles: la torre en el medio de donde salen como rayos los pabellones y desde allí el guardia puede observar a todos los reclusos instalados en sus celdas.

La clave de esta idea estaba en que los presos no podían saber cuándo eran vigilados, lo que aumentaba la sensación de que eran observados todo el tiempo, aunque el guardia estuviese durmiendo. Foucault definió así una curiosa disciplina del poder: no es necesario el discurso sino el control de los cuerpos. Esto es, la disciplina organiza a los cuerpos. Mucho de esto tiene la cuarentena con la que convivimos como si fuera la pandemia misma. El ordenar a los cuerpos es la limitación de la libertad. Es estar preso sin estarlo. La cuarentena para Maradona bien se la podría explicar con otra de sus frases categóricas: “Me cortaron las piernas”.

Excepto el problema del hematoma subdural solucionado con la operación, su cuadro médico no era ninguna novedad y menos una sorpresa. Su padecimientos de salud y sus complicaciones eran parte de una historia clínica conocida, pública y mediática que indicaba con total claridad y desde hace años que su corazón estaba muy debilitado, su cerebro afectado seriamente por la cocaína, y sus piernas destrozadas por la brutalidad de un deporte de alto rendimiento que, finalmente, lo dejó discapacitado.

Las imágenes son más que testimoniales. De aquel jugador de mirada inteligente y pícara, y una fortaleza muscular única, a ese Maradona de su cumpleaños 60 en la cancha de Gimnasia con ojos cansados, cuerpo deformado y una evidente dificultad para caminar. De esa persona de lengua filosa y creativa, al de las palabras empastadas en la boca. Ese fue el costo que pagó el ser humano Diego Armando Maradona para que hoy los argentinos podamos decir: ¡cuánta felicidad nos dio! ¿Egoísmo social?

Hacía tiempo que estaba mal y enfermo. Pero había algo que mantenía ese fuego único en él que lo hacia perdurar y resucitar como el ave Fénix. Era su inmensa emocionalidad que recargaba cada vez que entraba a una cancha, acariciaba la pelota con su mágico pie, cuando escuchaba ese “Maradoooona” de cualquier tribuna que lo vivara, se juntaba con su barra de amigos circunstanciales, protegía con un abrazo o un beso, comprobaba que sus afectos familiares estaba allí para ser rescatados, más allá de conflictos, odios y escándalos.

Maradona siempre fue pura afectividad y necesitaba imperiosamente de los otros para sentirse vivo. Así alimentaba su existencialidad con esa energía única que se recargaba con el acoso de sus fanáticos, la presión periodística, los caza autógrafos, con todo lo que lo rodeaba y si no lo tenía, se encargaba de generarlo.

Pero en marzo, como a todos los argentinos, también a él le quitaron el futbol, la vida social, el contacto con los afectos. Le apagaron todas las luces de un escenario vital de ese mundo maradoniano que necesitaba para sentirse querido en cuerpo y alma. Pasó del protagonismo exacerbado a un ostracismo que lo invisibilizó. El Dios Maradona fue bajado de prepo de un narcisismo omnipresente, y por que no generoso, que lo energizaba cada día para ser un mortal más, condenado al silencio y al aislamiento.

Ya no podía decidir libremente como lo hizo siempre, qué quería hacer, con quien estar, y sin pedirle permiso a nadie. Así, bastó un decreto y un tapaboca (¡justo a Maradona!) para que se termine el personaje extrovertido e inigualable, el de la gente, para aparecer frente a un espejo que le devolvió aquel desvalido y tímido Pelusa, pero con las heridas de medio siglo que lo envejecieron de golpe y le hicieron bajar los brazos.

Y empezó su despedida íntima. La nostalgia vino con el sentido recuerdo de sus padres, la evasión con el alcohol, quedarse deprimido y angustiado en la cama a la espera de un mañana que sería igual, sin su estrellato. Y con el miedo encima de que la gente dejara de quererlo. “¿Qué más?”, reclamó un día. Y, como una respuesta, el corazón de Diego dejó de latir. Los calvarios también tienen su fin.

El autor es periodista y escritor