
Hace unos días se llevó a cabo el 56° Coloquio de IDEA que, bajo el lema “Qué país queremos ser”, convocó a importantes empresarios y a referentes internacionales como Thomas Friedman, Susana Malcorra, Michelle Bachelet, y donde tuve el enorme gusto de moderar el espacio de espiritualidad.
Este segmento, que se tituló “Conversaciones sobre la fe en tiempos de pandemia”, es un espacio que forma parte de Coloquio desde 2007. Sí, hace casi 15 años que en el principal evento empresario del país se realizan los desayunos de oración, como se los llamó inicialmente.
Es un espacio en el que se reflexiona sobre la espiritualidad de los hombres y mujeres de empresa y se invita a algunos referentes a compartir sus vivencias vinculadas a la fe.
Por su carácter testimonial, lo que se habla allí es confidencial. Sólo se puede participar con inscripción previa y no está permitido el ingreso de la prensa.
Lejos del misticismo, este clásico del Coloquio, crece en concurrencia cada año y la semana pasada contó con la participación de casi el 50% de los inscriptos al Coloquio.
Es que no es frecuente encontrar en el ámbito corporativo espacios para reflexionar sobre la fe. Pareciera que el mundo de los negocios y el de la espiritualidad son incompatibles. Mientras uno es para personas fuertes, resolutivas y racionales; el otro, se caracteriza por el reconocimiento de la propia vulnerabilidad y la falta de certezas.
¿Las personas de empresa no pueden ser también personas espirituales? Les puedo asegurar que sí.
La modernidad nos hizo creer que somos seres ‘separados’, que podemos usar uno u otro sombrero en función del contexto. Las redes sociales son la máxima expresión de esa fragmentación. En Facebook somos familia; en LinkedIn, profesionales; en Instagram, pura ‘estética’, y en TikTok, diversión.
Este paradigma también nos alejó de la muerte. Los progresos científicos y tecnológicos nos evitaron el ‘displacer’ de pensar en nuestra propia finitud y los ritos vinculados a la muerte se redujeron a su mínima expresión. ¿Cuánto hace que no vamos a un velatorio o al cementerio? ¿Cuánto tiempo permanecimos allí la última vez que fuimos?
Pero de repente, el Covid-19 puso ante nosotros lo innegable, que somos frágiles, que morimos y, también, que somos sujetos ‘indivisos’: somos cuerpo, mente y también, espíritu.
Yuval Noah Harari, el pensador israelí, diría que la búsqueda de lo trascendente es innata al ser humano, que somos la única especie que se pregunta por la vida después de la muerte y que busca conscientemente conectarse a un ser o fuerza superior. Y que es alrededor de las historias que se construyen para responder a estos grandes interrogantes que la humanidad progresa.
Las escuelas de negocios les abrieron las puertas a este cambio de paradigma e incorporaron contenidos vinculados a la fe en sus currículas. Harvard, por ejemplo, inauguró la facultad para la Espiritualidad y la Divinidad y Stanford, el grupo que se conoce como Good Society.
Muchas empresas también reconocieron que la dimensión espiritual de sus colaboradores es tan importante como la física y la mental, y promovieron iniciativas como grupos de oración, estudios bíblicos, clases de meditación y otros recursos basados en el respeto y la diversidad.
La espiritualidad es parte de la agenda del trabajo del futuro, donde las personas, integralmente, son el centro. Las nuevas tendencias del Management, como la resiliencia, la empatía y el propósito, son muestra de ello.
Es que está probado que reconocer la dimensión espiritual de las personas, aumenta los estándares morales de una compañía, contribuye a la atracción y retención de talento, y permite a las personas desarrollarse integralmente. Y, finalmente, tiene un impacto positivo sobre el negocio.
Tal vez, si como en el Coloquio, en nuestro país se hablara más de estos temas, reduciríamos la corrupción, retendríamos a los argentinos que están pensando en emigrar y podríamos, como decía el título del Coloquio, convertirnos en ese país que queremos ser.
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