Nos están pidiendo que no seamos ciudadanos

Vizzotti nos pide que no gritemos, que no cantemos, que no riamos. Quizás haya que contradecirla y levantar la voz...

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Carla Vizzotti (Foto: NA)
Carla Vizzotti (Foto: NA)

La viceministra Carla Vizzotti advirtió que no había que hablar fuerte, cantar ni reírse. La recomendación en apariencia es para que no se esparza el virus, pero tal vez haya motivos más secretos que se mueven por detrás de la aparente ingenuidad. Más aún: es posible que ni la funcionaria sepa en realidad con qué monstruos está terciando al abrir esa caja de Pandora. Es la misma señora que unos días antes había cantado junto a la payasa Filomena para festejar el Día del Niño, rebautizando la fecha como día de las infancias, sin saber tal vez la etimología del vocablo infancia: viene del latín, infans, y significa “el que no habla”. Más aún, el verbo fari en latín alude a hablar en público y en ciertos casos a cantar. Sobre llovido mojado, la funcionaria lo dijo dos veces: no se puede hablar, ni cantar, ni reírse y los niños ya no son esos locos bajitos que hacen barullo, gritan y cantan sino los que deben permanecer en silencio.

En El nombre de la rosa Jorge de Burgos, un bibliotecario ciego que ciertamente evoca a Jorge Luis Borges, y el monje franciscano Guillermo de Baskerville discuten acerca de si hay que reír o no, si la risa es beneficiosa o perjudicial. Jorge de Burgos, en línea con la discreta Vizzotti, señala que la risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos. El personaje de Umberto Eco va más allá y señala la existencia de un libro prohibido de Aristóteles que se esconde en los anaqueles de la abadía y que le confiere a la risa un aura temible: migra con Aristóteles la risa de su habitual zona festiva y chistosa hacia un prestigio inesperadamente intelectual: la pérdida del miedo a Dios. Por eso hay que prohibir la risa: es herética.

El historiador francés Pierre Rosanvallon se ha especializado en el estudio del populismo y traza los contornos del fenómeno. Hay uno de esos matices que empalma muy bien con la prevención de Vizzotti, se trata de la señalada en su hora por Napoleón III cuando dijo: “Soy el hombre-pueblo”. Al indicar semejante consigna borró al pueblo, el pueblo era el que lo había elegido pero una vez que esa operación se había producido debía cesar toda intervención. El elegido se convierte en pueblo y la gente se tiene que callar. Todo populismo simplifica al extremo la cuestión de la soberanía del pueblo, sosteniendo que esa soberanía reside exclusivamente en las elecciones. Esto tiene consecuencias catastróficas pues anula la existencia de las minorías: desde luego que esa elección nunca se hará por unanimidad sino por mayoría, pero si el elegido se convierte alquímicamente en “pueblo” entonces quienes no lo votaron carecen de toda representación, debiendo conformarse con esperar cuatro años hasta la siguiente elección. Y anula de paso el control y la crítica de sus propios votantes para el caso de que se desvíe de sus promesas o se convierta en déspota.

Por eso en su momento Cristina Kirchner, siguiendo a Napoleón III (a quien confundía con su antecesor, Napoleón a secas, dado que, como en toda buena lectora de solapas, sus citas son meras aproximaciones), dijo: “Si no les gusta armen un partido y ganen las elecciones”, como si las minorías debieran permanecer en silencio e inactivas en ese hiato entre elección y elección. Lo que Napoleón III, Cristina y Vizzotti (esta última tal vez sin saberlo) quieren es una dictadura de los elegidos. Una “democradura” para usar otro neologismo, y dicho esto solo para provocar la urticaria de los susceptibles.

Por eso Rosanvallon señala que lo más importante de la democracia no es votar sino lo que él denomina “la dimensión narrativa de la representación”. Es decir que durante esos años en que el elegido gobierna el pueblo, lejos de guardar silencio, tome la palabra y grite, cante y se ría, que las realidades que se viven estén presentes en el debate público. El ciudadano es aquel que delibera y que es reconocido en tanto sujeto político activo, no aquel que calla.

Vizzotti nos pide que no gritemos, que no cantemos, que no riamos. No importa que después nos aclare que, con ciertas precauciones, podemos hacerlo en espacios abiertos (suponemos que se refiere al patio de la casa, porque las reuniones públicas están prohibidas). Lo que nos pide en definitiva es que no seamos ciudadanos. Y que no lo seamos en un momento en que, bajo la excusa de la infección, nos impiden salir a la calle, nos impiden trabajar, nos impiden circular, nos impiden ver a nuestros hijos agonizantes y nos impiden velar a nuestros muertos. Peor aún en momentos en que las policías desaparecen y matan ciudadanos: lo ha reconocido públicamente el referente kirchnerista en derechos humanos Horacio Verbitsky.

Tal vez haya que contradecirla, viceministra, y elevar un poco más la voz.

El autor es escritor y periodista. Su libro “Desobediencia civil y libertad responsable”, que escribió junto a Juan José Sebreli, saldrá publicado próximamente por Editorial Sudamericana.