Los gobiernos deben actuar, pero el peor virus es el estatismo

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La Argentina vivió su primer día de cuarentena el viernes (REUTERS/Matias Baglietto)
La Argentina vivió su primer día de cuarentena el viernes (REUTERS/Matias Baglietto)

Mi primer artículo lo escribí cuando tenía 18 años en la revista “Programa” del Movimiento Universitario de Centro de la Universidad de Buenos Aires y se titulaba “Errores bien intencionados” (luego reproducido en mi Contra la corriente, publicado por la Editorial El Ateneo). Era sobre las intromisiones de los aparatos estatales en la vida económica, especialmente referido a los controles de precios.

Es muy tedioso repetir las mismas cosas, pues ahora a raíz del coronavirus se pretende controlar el precio del alcohol en gel y también los barbijos. Escribí algo en estos días sobre el asunto que ahora parcialmente vuelvo a reiterar, pero antes unas reflexiones más generales y dejo para el final un tema sumamente controvertido.

El coronavirus ha influido en el derrumbe de las economías, pues si la gente no puede desempeñar bien sus faenas laborales debido a precauciones y cuarentenas, naturalmente las producciones se resienten. Es una tautología. Pero el problema de fondo en las economías globales no es el coronavirus sino el endeudamiento colosal de los gobiernos que pretenden vivir al día de mañana engrosando sus gastos financiados con deudas astronómicas, impuestos insoportables y manipulaciones monetarias siempre perjudiciales. El virus de marras se acopla y empuja una situación débil al despeñadero que tarde o temprano será otra crisis de proporciones fenomenales, más abarcativas que la actual.

No me voy a detener aquí en los problemas de la deuda pública externa pues lo acabo de hacer en este mismo medio. Solamente apunto, por una parte, que el virus realmente peligroso es el estatismo en el que vive hoy el mundo y, por otra, me detengo en la cita de solo tres obras excelentes sobre el tema de la deuda y su relación con la crisis subyacente lo cual no hice en mi otra columna. La bibliografía en la materia es muy frondosa, pero me limito a mencionar esa terna que recomiendo muy entusiastamente a mis lectores. Se trata de The New Empire of Debt, de William Bonner y Addison Wiggin, The Financial Crisis and the Free Market Cure, de John A. Allison, y The Great Deformation, de David A. Stockman. Estos tres libros ayudan notablemente a entender la trama de la referida crisis que se viene gestando hace tiempo y cómo los endeudamientos estatales significan no solo lo que ya hemos explicado en nuestra columna anterior de endosar la carga tributaria para el repago a próximas generaciones que ni siquiera han participado en el proceso electoral para elegir al gobernante que contrajo la deuda, sino que el aparato productivo está simultáneamente jaqueado por la contablilización de erogaciones que no cuentan con una contrapartida genuina en el presente. El final de la historia será la misma que le ocurre a cualquier familia que en lugar de poner orden en sus finanzas se vuelca al gasto con lo que hoy no tiene. Viven en una simulación perpetua hasta que llega el día del ajuste de cuentas.

Entonces vamos a lo anunciado al comenzar esta nota periodística y, como hemos apuntado, ya adelantamos en otro texto pero por lo visto no es suficiente repetir ad nauseam el mismo discurso que, como también digo, lo vengo haciendo hace más de cincuenta años sin contar con todos los otros escritos en la materia que antes que yo vienen advirtiendo sobre el particular con gran fuerza didáctica. Pero por lo visto, no alcanza.

Es realmente increíble que aun no se hayan comprendido lecciones elementales de economía. A igualdad de cantidades ofrecidas, cuanto más se necesita un producto mayor será el precio lo cual es indispensable a los efectos de atraer la atención de quienes pueden incrementar la oferta.

En un terremoto que destruye muchas viviendas, los precios de las casas y departamentos se elevarán para hacer iguales oferta y demanda. Si algún político trasnochado decide congelar los precios a la situación pre-terremoto inexorablemente provocará escasez pues, dada la nueva situación, la demanda excederá a lo que queda en pie. Esto con el agravante de que no se trasmite la necesaria señal de lo que está ocurriendo en el mercado inmobiliario y no aumentará el atractivo de invertir en ese sector. Esto intensifica la crisis en el mercado de viviendas.

Es interesante ejemplificar lo dicho con los sucesos hace un tiempo ocurridos en Nicaragua. En su momento, sufrió un terremoto devastador. El Gobierno decidió liberar los precios para las viviendas de lujo y dejarlos fijos para las de condición humilde “para proteger a los pobres”. El resultado fue que se normalizó la situación para las viviendas que apuntan a un mayor poder adquisitivo puesto que al subir los precios se incrementó la oferta, mientras que en el segundo caso se condenó a perpetuar la crisis para los más pobres puesto que la antes mencionada escasez se mantuvo inalterada.

Es que, al instante del terremoto, se liberen o no los precios la cantidad de viviendas en pie será inexorablemente menor a la demanda. Pero la diferencia sustancial entre una y otra política respecto a la libertad de mercado es, como queda dicho, que en el caso del congelamiento se mantiene la situación mientras que en el caso de permitir que los precios jueguen el rol de equilibrar el mercado se atraen inversiones al sector, lo cual normaliza la situación.

Esto se repite con los medicamentos: cuando hay una crisis en la salud de la población, los distraídos sostienen que los laboratorios farmacéuticos se aprovechan de la situación sin percatarse de que más que nunca se hace necesario que los precios se eleven, de lo contrario se condena a la gente a sufrir las consecuencias de la enfermedad. Mismo fenómeno ocurre con los alimentos. No se trata de los deseos de uno o de otro, se trata de un proceso que precisamente apunta a resolver problemas.

Cualquier bien al que se imponga un precio inferior al de mercado hace que oferta y demanda se desequilibren y aparece la escasez del producto en cuestión. Para recurrir al lenguaje común, por supuesto que el verdulero “se aprovecha” del deseo de sus clientes de alimentarse, o el que vende bicicletas “se aprovecha” del deseo de pedalear de sus compradores y así con todo. En un mercado libre, los comerciantes están obligados a atender las necesidades de su prójimo para poder prosperar y los precios no son el resultado del capricho de nadie sino de la situación imperante que hacen de indicador de lo que está sucediendo, no lo que a algún político le gustaría que suceda.

Anticipo entonces que en el caso argentino habrá escasez de alcohol en gel debido a los anuncios que acaban de hacerse a raíz del coronavirus, lo mismo puede decirse que ocurrirá con los barbijos y otros insumos si se cede a la tentación de regular políticamente sus precios. En resumen, los precios son señales indispensables para la marcha de la economía, pero cuanto más delicada sea la situación mayor es la necesidad que operen en libertad.

El virus del estatismo empeora cualquier otro virus propiamente dicho pues no solo condena a que se dificulte aun más el combate a la enfermedad sino que arruina los procesos económicos. Estos procesos se agravan exponencialmente si se persiste en los anuncios disparatados de “estímulos monetarios” lo cual significa expansión de la base por parte de la llamada autoridad monetaria que en un contexto de retracción por la antedicha menor actividad hará que los estragos inflacionarios resulten más contundentes.

Ahora viene el tema sumamente controvertido que anuncié al principio (no se me escapa que buena parte de lo que escribo es controvertido). En momentos de elucubrar esta columna, se nota por todos lados el reclamo a los gobiernos para que “hagan algo” respecto a la expansión galopante del coronavirus. En primer lugar, digo que es de desear que cuando se descubra una vacuna contra ese mal los políticos no la emprendan contra los precios de la misma pues con eso bloquearán la posibilidad de contar con una vacuna efectiva y en definitiva difundida entre la población lo más rápidamente que las circunstancias permitan debido a competencias abiertas entre los distintos proveedores, aunque en un primer instante como todos los productos primero de lujo son (si se los deja en paz) de uso generalizado cuya rapidez está en relación directa con el clima de libertad.

En segundo término, un aspecto que debe debatirse con calma y para el futuro pues las improvisaciones arrastran inconvenientes de diverso calibre. Cuanto más extendida sea la asignación de derechos de propiedad mayores serán las defensas contra “la tragedia de los comunes”, es decir, la politización de un producto que cuando es de todos no es de nadie. Entonces, si hay un virus contagioso quiere decir que puede vulnerar derechos de terceros al ponerlos en riesgo por lo que naturalmente en las trabajos, en los bares, en los teatros, en los colegios, en los medios de locomoción y equivalentes se verificará que los usuarios tengan los certificados correspondientes de las vacunas requeridas y la constatación de fiebre y otros síntomas vía los instrumentos del caso (reforzando lo que demanden sus producciones también en mercados abiertos y competitivos) y los que por razones médicas u otras no puedan aplicarse las vacunas y otras prevenciones quedarán aislados. Y todo lo dicho en un proceso evolutivo de mejoras de las vacunas y procedimientos médicos sin que desde el vértice del poder haya que imponer cierto camino que puede probarse contraproducente, además de que se minimizan las posibilidades de corrupción dados los fuertes incentivos que operan en otra dirección. De más está decir que los castigos por fraudes deben ser ejemplificadores en el ámbito de los tribunales de justicia en el contexto de un proceso de descubrimiento del derecho y no de ingeniería social o de diseño.

El tres veces candidato a la presidencia estadounidense y ex congresista Ron Paul explica en su Liberty Report subido a Twitter el 12 del mes que corre los fiascos gubernamentales relacionados al coronavirus y la pretensión del fisco de escudarse en ese pretexto para lograr más poder a través de incrementos en el gasto. Efectivamente hay gobernantes que han adoptado actitudes peligrosa e innecesariamente autoritarias amparándose en el guión del virus, en aspectos que los arreglos contractuales y los respectivos incentivos a todas luces los resuelven mejor.

Lo que dejamos dicho no significa que en esta instancia del proceso de evolución cultural el monopolio de la fuerza deje de cumplir con su misión específica de proteger vidas, libertades y propiedades. En el caso que nos ocupa, se trata del primer valor para lo cual deben hacer todo lo necesario al efecto de que dicha protección resulte efectiva sin por ello negar procedimientos eficaces que surjan de los propios gobernados. Por ejemplo, nunca oponerse a competencias entre vacunas y las cambiantes metodologías de curación en un contexto evolutivo de auditorias cruzadas en base a marcos institucionales que aseguren el respeto recíproco y mucho menos generalizar los controles de precios como algunos han insinuado puesto que se generalizará la escasez y también irrumpirá el mercado negro hasta para el papel higiénico.

De todos modos, más de un político en funciones utilizará una y otra vez el coronavirus como paraguas protector de sus repetidas barrabasadas que apuntan a agrandar los tentáculos de un Leviatán de tamaño descomunal, lo cual nada tiene que ver con la responsabilidad principal del gobierno en lo que hoy son espacios públicos.

En otros términos y en última instancia es muy importante la vacunación intelectual contra el virus del estatismo que acecha por doquier y empeora notablemente cualquier situación y que tiende a esconder el asunto vital de la deuda y agrava el propio tema de la salud con controles y bandos ridículos que conducen a la escasez de lo indispensable para atender el problema. En estos quehaceres recordemos la sabiduría de Mafalda: “Lo único que no tiene garantía cuando se rompe es la confianza”.

El autor es Doctor en Economía y también Doctor en Ciencias de Dirección, preside la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.