La hora de Macri

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El Presidente ha decidido meter cambios en el equipo. En épocas de Mundial, en donde los tiempos son cortos y un resultado insatisfactorio puede decidir al técnico a introducir modificaciones sustanciales, el Presidente se parece a un cabeza de grupo que debe echar mano al banco, porque lo que le ha entregado el equipo que puso en cancha hasta ahora no solo no lo ha conformado a él, sino que tampoco ha despertado el enamoramiento del público.

En los últimos días reemplazó al presidente del Banco Central, suprimió el Ministerio de Finanzas y echó al ministro de Producción, Francisco Cabrera y al de Energía, Juan José Aranguren.

En un primer momento se sospechaba que Mauricio Macri imitaría lo que había hecho con Luis Caputo y que suprimiría los ministerios de Producción y de Energía para ponerlos bajo la supervisión de secretarías en la órbita de Nicolás Dujovne, lo que lo hubiera asemejado a una conducción más clásica de la economía. Pero no. Finalmente, el Presidente rellenó los cargos con caras nuevas y mantuvo la división de las carteras como si no quisiera resignar aquel diseño que les entrega a la coordinación y al trabajo en equipo un papel trascendental que hasta ahora muchos señalan como una parte del problema más que de la solución.

Los nuevos ministros son Javier Iguacel, en Energía, y Dante Sica en Producción. De los dos, el más conocido es este último, porque, además de su tarea en el ámbito privado de la profesión, ha trascendido bastante en los medios y ha sido una fuente de consulta en privado para el Presidente. Iguacel era el titular de Vialidad y tenía del Presidente la mejor de las impresiones por su gestión en el diseño de la nueva red de autopistas y de mejoramiento de las rutas.

De todos modos, la cuestión no va a agotarse aquí en un cambio de nombres. Es verdad que la impronta y las convicciones personales de los seres humanos pueden imponerle a una gestión un sesgo u otro. Pero los lineamientos generales de la política económica está claro que no pasan, ni pasarán, por Iguacel o Sica, sino por una definición mayor que proviene, o debe provenir, del propio Presidente.

En ese sentido, va siendo ya demasiado evidente que Macri debe revisar la concepción general del Gobierno, porque está claro que con la que ha tenido hasta ahora no ha hecho otra cosa más que perder votos y adhesiones.

El Presidente apostó, desde el inicio, a la especulación de que haciendo las cosas de modo gradual y tratando de hacer el menor "daño de golpe" iba a lograr, al mismo tiempo, la mejora y el reacomodamiento de los "fundamentals" de la economía, sin provocar una eclosión social de dimensiones inmedibles.

Pues bien, a más de dos años de haber asumido, no ha logrado ni una cosa ni la otra: lo poco que ha hecho para reacomodar los "fundamentals" ha sido limitado para lograr esos objetivos, pero ha sido interpretado por la sociedad poco menos que como un ajuste brutal. Y el reconocimiento por no haber sometido a los más vulnerables a un acomodamiento violento de la economía nadie se lo hace. Con lo cual se ha quedado sin el pan y sin la torta. Alguien que se hubiera propuesto hacer las cosas tan al revés no lo hubiera logrado tan bien.

Ahora Macri se ha dado cuenta que el tiempo se le va, su período se acaba, ya no es seguro que sea reelecto sin temores, y su presidencia corre el riesgo de caer en un vacío tan grande como su propia desilusión. Es verdad que enfrente no hay nadie que capitalice estas ventajas. El peronismo no deja de emitir señales preocupantes para todos y su regreso al poder solo puede ser visto como el retorno de aquello que fue la causa del trastorno.

El Presidente debe asumir el rol protagónico que le cabe en este momento. Más allá de los cambios de nombres en la plantilla del equipo, el país no es como el fútbol, donde son los jugadores los que definen los partidos, más allá de los planes de los técnicos, sino que es la cabeza del Estado la que debe decidir lo que se debe hacer y, fundamentalmente, los tiempos para hacerlo.

El Presidente quizás debería pensar que, desde el punto de vista de la Argentina, es mejor que él plantee los cambios necesarios y los momentos en que deben lograrse y que intente cumplirlos en el tiempo que le queda, antes que hacer lo "políticamente correcto" pero saber, en el fondo, que por allí no se resolverá nada. Que los pobres serán más pobres y las clases medias estarán más apretadas de lo que ya están.

En ese caso, es posible que su futuro político esté condenado a terminar. Pero, a la luz de la historia, al menos habrá quedado como quien intentó decir algo diferente, hacer algo distinto y poner los problemas de la Argentina sobre una mesa, en blanco y negro.

Ante esa eventualidad sí que será la sociedad la que cargará sobre sus espaldas la responsabilidad de no haber acompañado un proceso de sinceridad económica por una vez en la vida.

Así, con un presidente a medias tintas, los argentinos siempre tendrán una excusa para eludir su responsabilidad personal y social. Con alguien que nos diga la verdad de frente y que, en función de esa verdad, nos cuente lo que tenemos que hacer y lo que nos espera, al menos seremos nosotros los que tomaremos la decisión de reinventarnos o hundirnos. Conociéndonos, tengo más certezas de que elegiríamos hundirnos echándole la culpa a otro (probablemente al propio Macri), pero al menos él quedaría tranquilo con su conciencia de que no se guardó nada, que dijo lo que había que hacer y que, hasta donde pudo, intentó hacerlo. Quedarse con esa sensación es mucho más saludable que llevar por siempre el sabor amargo de la frustración y la pusilanimidad.