Por qué Cambiemos debe luchar contra el populismo, no financiarlo

Encerrado en la trampa del sistema electoral de la partidocracia, el Gobierno no ha reducido las prácticas populistas, ni trata de persuadir a la ciudadanía de la importancia de abandonar esa trampa mortal

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Mauricio Macri cocinando mermelada en la localidad de La Criolla, Entre Rios
Mauricio Macri cocinando mermelada en la localidad de La Criolla, Entre Rios

El populismo peronista, con cualquiera de sus disfraces, es largamente conocido por los argentinos desde hace 70 años, al igual que sus consecuencias. Solo que la subespecie kirchnerista evolucionó hacia formas más alevosas y acaso sorprendentes para quienes tienen poca memoria o han leído el pasado en Twitter, Google o en algunos de las versiones de poshistoria goebbeliana-gramsciana coordinadas por alguna secretaría de pensamiento nacional o similar.

Como se puede constatar analizando los presupuestos y sus datos, el populismo tiene siempre un efecto acumulativo.

Se acumulan las ventajas, dádivas, prebendas, robos, que va inventando cada administración -de algún modo hay que llamarlas-. Por eso esta columna ha propuesto en diversas oportunidades que, aunque fuere a título de análisis y conocimiento, se realizara un estudio de presupuesto en base cero en todas las jurisdicciones.

Para saber cómo debería ser el tamaño y formato del Estado sin la corrupción acumulada contenida y sin las ineficiencias de todos los repartos y experimentos de toda índole. Y por supuesto, para conocer cuál sería el costo de ese Estado sin clientelismos y demagogias y la asignación y prioridades del gasto.

Cambiemos se ofrecía como alternativa al pero-kirchnerismo y al ciclo de coimear a la población para conseguir sus votos (Télam)
Cambiemos se ofrecía como alternativa al pero-kirchnerismo y al ciclo de coimear a la población para conseguir sus votos (Télam)

Ese trabajo – imprescindible si se quiere seriamente pensar un nuevo país – nunca se hará.

La diferencia entre ese modelo teórico y el de hoy es tan grande que sólo la idea de mensurarla resulta inaceptable para el sistema político nacional, en especial porque se vería obligado a hacer algo con la monstruosa e insoportable carga inútil que mata el esfuerzo y las esperanzas de la sociedad.

Hay una suerte de pacto de no agresión en la política que abarca el pasado, el presente y el futuro. Esa parece ser la única política de Estado que se ha podido consensuar: no cambiar.

El rubro principal de esa maraña infranqueable es el costo del populismo. Ese costo debe ser erradicado no sólo por el efecto nocivo y desmotivante sobre la inversión, el crecimiento, la creatividad y la generación de empleo, además de su peso específico mortal sobre la presión fiscal, sino por todo el daño colateral que provoca en la sociedad, que incluyen la corrupción, la falta de vocación de trabajo, la pérdida de derechos fundamentales como el de propiedad, y por sobre todo, la pérdida de la sana meritocracia en cualquier ámbito.

Cambiemos, por la inherente promesa de amplio espectro de su nombre, por la visión de modernidad trasmitida, por la supuesta incontaminación política de muchos de sus candidatos y porque, finalmente, se ofrecía como alternativa al pero-kirschnerismo – cuya principal característica y propuesta había sido, y es justamente, el populismo a ultranza -, creó la expectativa de que el ciclo de irresponsabilidad demagógica de coimear a la población para conseguir sus votos comenzaría a morir desde el 10 de diciembre de 2015.

El kirchnerismo practicó el populismo a ultranza
El kirchnerismo practicó el populismo a ultranza

Como esta columna advirtió en esta nota de hace seis meses y otras anteriores, ello no ha ocurrido.

Ya fuere porque el marketing electoral lo condiciona, porque no está en su ADN, porque no tiene mayorías en las cámaras, porque "la pobre gente se quedaría en la indigencia", porque "incendiarían el país" ante cualquier signo de retroceso, porque no sabe cómo hacerlo, o porque no quiere ni siente hacerlo, Cambiemos no ha reducido el populismo, ni ha comenzado a hacerlo, ni amaga con hacerlo. Sólo ha atinado a tomar deuda para pagar sus costos – no para desarmarlo – y a confiar en que un crecimiento de la economía reducirá sus efectos porcentuales.

Aún cuando se produjeron algunas reducciones en el gasto del Estado, ninguna de ellas ataca o reduce el populismo, que más bien ha aumentado con varias medidas inaceptables. Justamente, endeudarse y endeudar a los contribuyentes del futuro para pagar las políticas populistas es entronizarlas, es darles carácter de derecho adquirido, de gasto justo y merecido. Es garantizar su eternidad.

Al continuar la línea peronista, Cambiemos consolida la enfermedad, la termina por convertir en endemia. Por un lado, convalida el sistema como herramienta política aceptable y protegida por la seguridad jurídica, y ratifica la nociva práctica, que ahora no tiene oposición orgánica en ningún partido significativo del país. Y por otro lado, también acostumbra a la víctima económica y social del populismo, al que produce, al que trabaja, al que crea, al que arriesga, al que se esfuerza, al que estudia, a dar por sentado su yugo, su condición de ordeñado, su martirio y subordinación al voluntarismo de quien gobierne y a las seguramente crecientes demandas populares, o sea al pedido de nuevas coimas electorales por los votantes.

Encerrado en la trampa del sistema electoral de la partidocracia, Cambiemos tampoco predica, ni trata de persuadir a la ciudadanía de la importancia de abandonar la mortal trampa, sólo la administra, y mal. Acaso porque no hay manera de hacerlo bien. No es más de lo mismo. Es peor. En otros términos, hay algo más nocivo que el populismo peronista: el populismo no peronista.

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No es casual que no acudan inversiones al país. El populismo es enemigo del capitalismo. Lo es de la Pyme, madre del empleo, lo es de la flexibilización laboral, de la productividad, del crecimiento, de la realización personal, del bienestar. Es enemigo de la racionalidad, es enemigo del consumidor, es enemigo de la eficiencia. Es enemigo de un gobierno sano. ¿Por qué alguien invertiría en ese ambiente?

El populismo es el otro nombre de la grieta. El populismo es la grieta.

Es también la justificación del estatismo, la autoindexación del gasto, como sostuvo esta columna en reiteradas ocasiones. Porque el populismo siempre crece. Porque es más fácil coimear al electorado que persuadirlo, por miedo de enojar al votante-cliente-siervo, porque una vez que se acostumbra a la sociedad a vivir en la mansedumbre bucólica de la pasividad y la comunidad del subsidio, la masa sólo reacciona ante la falta de pitanza.

Sepultada cualquier vocación de liderazgo por la vocación electoralista de mera obtención del poder, los políticos, gobierno incluido, se ocupan de leer y obedecer las opiniones de las masas cuya voluntad y claridad conceptual han debilitado y nublado primero con la droga del populismo, en vez de utilizar la tremenda herramienta de la persuasión, que la democracia les otorga, como se acaba de probar tras las elecciones de medio término, luego del parto de los montes de la reforma permanente.

Hace unas semanas el prestigioso economista Miguel Ángel Broda sostuvo que el plan de Cambiemos era explosivo, al postergar las reformas de fondo y endeudarse para financiar justamente los costos del populismo.

El también prestigioso periodista Jorge Fernández Díaz lo acusó de irresponsable, ante el hecho incontrastable de que la inmensa mayoría de la sociedad se niega a realizar tales cambios de inmediato. Lo que en definitiva dijo Fernández Díaz es que lo explosivo no es el modelo. Lo explosivo es el país. Tal vez eso deba alarmar más que las afirmaciones acertadas de Broda.

Porque hasta ahora la frase estereotipada para resumir la política argentina era: "no se puede gobernar sin peronismo". Cambiemos será responsable de cambiar ese paradigma por otro: "no se puede gobernar sin populismo". Y eso sí es explosivo.

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