El comunismo y la falacia haitiana

La segunda falacia es la de suponer que al Primer Mundo se llega por medio de una simple receta económica que implica la suspensión de la democracia para evitar el destino haitiano

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¿Por qué las personas no escarmientan en cabeza ajena? El comunismo provocó más de cien millones de muertos e incontables miserias a lo largo del siglo XX, pero cinco millones de españoles votaron por Podemos, una formación política leninista financiada en sus orígenes por el chavismo y por Irán, cuyos dirigentes apoyan a Nicolás Maduro, a los Castro y a cualquier manifestación antidemocrática que se les plantee en el Parlamento español o en el europeo.

Federico Jiménez Losantos trata de buscar explicaciones a esta suicida terquedad en un libro formidable, Memoria del comunismo: de Lenin a Podemos, un irrefutable tomo de 700 páginas publicado con éxito notable por Esfera de los Libros (nada menos que seis reimpresiones antes de la presentación formal de la obra).

El propio Fidel Castro brindó una pista segura para entender el error de suscribir la visión comunista. Ocurrió en los noventa, cuando el comandante se negó varias veces a rectificar el rumbo empobrecedor y criminal de su gobierno tras la desaparición de los subsidios soviéticos. Entonces dijo y repitió varias veces: "Nos invitan a que cambiemos al sistema capitalista, pero no al de Suiza, sino al de Haití, que es el que sueñan con imponernos". En efecto, en Haití, un país infinitamente pobre y mal gobernado, existe propiedad privada y, al menos formalmente, una estructura republicana dotada de una Constitución bellamente escrita (24 veces) en francés, pese a lo cual la nación es un miserable desastre que exhibe tres millones de transterrados (de un total de 10) por falta de oportunidades, casi todos radicados en República Dominicana, Estados Unidos y Canadá.

La primera falacia, origen de todos los disparates, deriva de la teoría de la dependencia, una estupidez conceptual a la que renunció hace muchos años Fernando Henrique Cardoso, uno de sus creadores. Fidel Castro, el paranoico en jefe, suponía que existía un concierto de países capitalistas del Primer Mundo que les imponía un modelo económico y político subalterno a los del Tercero. No se enteró de cómo, entre otros, Corea del Sur, Irlanda, Israel, Taiwán o España, mientras inauguraban o preservaban las libertades, se habían convertido en sociedades relativamente prósperas en las que predominan los grupos sociales medios.

Fidel Castro ni siquiera sabía que la diminuta Suiza, en 1848, escarmentada tras la última revolución en la que participó, había optado inequívocamente por la paz, la neutralidad, la propiedad privada y el Estado de derecho, transformándose paulatinamente de un país exportador de mercenarios a otro que exportaba maquinarias precisas y se limitaba a auxiliar a los heridos y recoger los cadáveres de sus belicosos vecinos por medio de la Cruz Roja.

La segunda falacia es la de suponer que al Primer Mundo se llega por medio de una simple receta económica que implica la suspensión de la democracia para evitar el destino haitiano. No es cierto. La libertad es un valor en sí mismo y no tiene sentido orillarla en aras del desarrollo. Los países que han optado por una u otro han terminado, generalmente, pobres y esclavizados permanentemente.

La economía de mercado (el injustamente vilipendiado neoliberalismo), dotada de propiedad privada, es un requisito, pero se trata de un fenómeno mucho más complejo. Ahí comparecen el Estado de derecho, la separación de poderes, la ausencia de privilegios e impunidades, la meritocracia, el gobierno limitado y compuesto de servidores públicos, no de mandamases, un sistema de estímulos que refuerce el ímpetu de los emprendedores y de los innovadores, junto a la voluntad de colocarse bajo el imperio de la ley que muestra la mayor parte de los ciudadanos.

Como se sabe, el éxito o el fracaso dependen del capital intangible, de los valores, las creencias y las actitudes del conjunto de los ciudadanos, como demostró el Banco Mundial es su estudio del año 2009 ¿Dónde está la riqueza de las naciones? No debe extrañarnos que ningún país latinoamericano se sitúe en la locomotora del planeta, si ni siquiera uno —incluyo a Chile, Argentina, Brasil o México— figura entre los primeros 50 del planeta en el terreno de las innovaciones, como no se cansa de advertir Andrés Oppenheimer, aunque todos admitamos que vivimos en la era de la información y la tecnología.

Y queda, por supuesto, el factor tiempo. Una sociedad puede decidir que quiere abandonar la miseria y hacerlo en dos o tres generaciones, como los japoneses en 1867 o los israelíes poco antes de surgir como un Estado independiente, en 1948, pero el desarrollo, al margen de los elementos señalados, implica crecimiento acumulado, educación generalizada, incorporación de las mujeres a la fuerza laboral y saber que Estados Unidos solo ha crecido a algo más de un 2% anual, pero durante 230 años más o menos consecutivos.

El camino, pues, es largo y arduo, pero se conoce. Lo han transitado dos docenas de naciones. Ninguna, por cierto, era comunista.

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