“¿Qué más ratas (roedores) que dieciséis?”, los escritos de Arnaldo Calveyra, el poeta que fue fumigador

Había llegado desde Entre Ríos a La Plata y consiguió un trabajo entre cucarachas y ratas, en los barcos. A partir de esa experiencia escribió “Diario de un fumigador de guardia”, que esperó 30 años en un cajón hasta que pudo ser publicado.

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Arnaldo Calveyra, el poeta que murió en París. (Télam)
Arnaldo Calveyra, el poeta que murió en París. (Télam)

En junio de 1951 el joven entrerriano Arnaldo Calveyra, finalmente, consiguió trabajo. Vivía y estudiaba Letras en La Plata desde hacía un año, necesitaba un sustento. Leyó en un clasificado que ofrecían el puesto de fumigador en el puerto de Ensenada, a 9 kilómetros de la capital de la Provincia de Buenos Aires. “Se trataba de limpiar los barcos que llegaban de cualquier lado y que estaban llenos de cucarachas, de ratas. Había de todo. Era un trabajo muy insalubre, peligroso, había que tener una máscara…Yo estaba muy contento, no tenía una idea muy clara del peligro y estaba feliz de llevar un diario, imagínense, alguien destinado a la escritura”, recuerda unos cuarenta años después en una nota de Pablo Gianera y Daniel Samoilovich que salió en Diario de Poesía en 2005).

Así comienza Diario del Fumigador de guardia: “Somos cinco los que subimos por la escalera de emergencia, ya les echamos un último vistazo a las máscaras y las recomendaciones alegres”. El libro es el fruto escrito de esa experiencia, de un poeta que trabaja de fumigador de barcos los fines de semana. Un fruto poético en forma de prosa, algunas pocas veces en verso, pero siempre con gusto a poesía. Porque “es el ritmo lo que impide que sea una prosa discursiva”, afirma Calveyra. Mientras, escribe en el Diario“Silencioso cuando la llovizna comienza su tarea y la proa de los barcos se distancia detrás del biombo de humedad, proas que son agua a la espera de ser estuario”. Registra de manera cotidiana la observación de la tarea del fumigador casi sin dar cuenta de ella, de las aguas sucias, las ratas muertas, lo visto de una a otra orilla mientras fumigan con gas; “La sirena de volver a tierra. Que no quede nadie a bordo. Los compañeros ya levantaron los tachos vacíos de cianhídrico por encima de la borda”.

Propone el poeta que “el trabajo consiste en ver qué pasa con los adjetivos. Hay que tratar de que los adjetivos desaparezcan lo más que puedas”, pero con una música que no necesita del verso para ser poesía. Así, fiel a su estilo, desde un principio, gran parte de la obra de Calveyra tiene el aspecto de cartas, apuntes o diarios; “tengo en mente los poemas en prosa de Baudelaire”, dice. Convocan estas formas, entonces, en su escritura alguna rutina, algún hecho concreto que en algún momento se abstrae y se va por las ramas. Como la oralidad que él dice rescatar de su infancia, “del habla de la gente de campo de Entre Ríos”. De allí viene su primer libro Cartas para que la alegría (1959), luego Iguana, iguana (1988) El hombre de Luxemburgo (1997), Libro de las mariposas (2001), Maizal del gregoriano (2005), entre otros, hasta llegar al póstumo Diario francés (2017).

Arnaldo Calveyra fue uno de los secretos mejor guardados de la poesía argentina hasta el final del siglo XX. Nacido en 1929 en el campo entrerriano, a 7 kilómetros de Mansilla; muere en París en el 2015. Tras su secundario se traslada a la ciudad de La Plata. Allí se relaciona con el poeta también entrerriano Carlos Mastronardi. Ese encuentro providencial lo lleva a la poesía: “Durante años me vi todos los fines de semana en Buenos Aires con Mastronardi con quien hablábamos de poesía, de filosofía”.

En 1960 viaja a París con una beca. Allí conoce a Alejandra Pizarnik, a Julio Cortázar, a Aurora Bernárdez, luego a Juan José Saer, y escribe su primera obra de teatro Moctezuma (1969). A principios de los ‘70 va a Londres para trabajar con el director de cine y teatro Peter Brook. En los ‘80 comienza a editarse en Francia su poesía: Guide pour un jardín de plantes (1980), Lettres pour que la Joie (1983); mientras que en la Argentina continúa inédito hasta 1986. Ese año se estrena en el Centro Cultural San Martín Cartas de Mozart y la revista Diario de Poesía publica un reportaje del poeta Jorge Fondebrider junto con una selección de su poesía inédita en español. Luego, se publica Cartas para que la alegría/ Iguana, iguana (1988) y el resto de su producción hasta llegar a la Poesía reunida en la editorial Adriana Hidalgo en el 2012.

Diario del fumigador de guardia fue editado recién 36 años después, en 1987 en París, y en 2002 en la editorial Vox de Bahía Blanca. Escrito en 1951 quedó guardado en la Argentina en un arcón durante 30 años, entre humedades, hasta que el autor en 1983 se lo llevó a París y lo reescribió. Es un buen ejemplo de lo que son los procesos de escritura en sus poemarios. Como si su escritura y la observación de las cosas se encapsularan en el tiempo, se tomaran no solo una distancia en el momento de su notación sino también en el momento de relectura, reescritura y corrección. Como el habla espontánea de la que luego quedan dando vueltas algunas imágenes, algunas ideas en nuestra cabeza: “Es una cosa bastante lenta. Y a veces pasan años, veinte, treinta años entre el comienzo de un poema y su terminación; un día sucede verlo de nuevo, y ver que sigue vivo y terminarlo. No tiene mucho que ver con el tiempo”, reflexiona Calveyra (de El hombre de Luxemburgo, Débora Vázquez y Matías Serra Bradford, 2002).

“A veces pasan años, veinte, treinta años entre el comienzo de un poema y su terminación; un día sucede verlo de nuevo, y ver que sigue vivo y terminarlo”. Arnaldo Calveyra

Quienes hemos conocido a Arnaldo Calveyra hemos tenido la suerte de encontrarnos con una de las personas más encantadoras y humildes. Alguien para quien el mundo, campo o ciudad, personas y animales eran dignos de captar con su escritura. Porque todo era un paisaje para él. Alguien a quien le gustaba mirarte a los ojos, escucharte y anotar con cuidado eso que llegaba a sus oídos en sus pequeñas libretas. Alguien que aún veía con inocencia a los demás y al cielo, que conservaba y compartía como un tesoro la espontaneidad y la alegría. Sí, Arnaldo en su voz y en su canto entrerriano, a veces un susurro, sigue vivo en su literatura.

Diario de un fumigador de guardia

Volví a la bodega. Pese al pampero queda olor a cianhídrico. Ni rastros de las tres ratas que vi pasar esta mañana. ¡Qué hondo el cielo desde aquí! ¿Acaso porque una de las puertas de la bodega no cierra y deja un hueco como de un pozo para un hombre estupefacto? Levanto los brazos como indicando “ya no”, y de todos modos frío directo y este barril anillado me puede.

Olor a gas de nuevo, olor a la onda peregrina. Almendral que llegas del mar, llamando.

-¿Qué más ratas (roedores) que dieciséis? La flamante insistencia por que haga entrar las colitas dentro del tarro de inspección.

-¡No quiero ver ni una colita que sobresalga de la lata!

-Están muertas desde ayer por la tarde, señor, duras ya, no pueden sino volver a salirse de la lata…

(En Poesía reunida, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2012)

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