Daniel Guebel, el “escritor fracasado” que recibe todos los premios y se educa a sí mismo con sus novelas

Dueño de un estilo caracterizado por su destreza narrativa y una imaginación desbordante, el celebrado autor argentino tiene una obra amplia, que incluye relatos intimistas y ligados a lo autobiográfico. Su última ficción, “Un crimen japonés”, narra la investigación de un asesinato en el Japón del siglo XIV

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(Crédito: Santiago Saferstein)

Daniel Guebel nació en 1956 y es uno de los grandes narradores argentinos. Publicó su primera novela en 1987 (Arnulfo o los infortunios del príncipe) y hoy lleva publicadas unas veinte novelas más, varios libros de cuentos, guiones y obras de teatro. Dueño de un estilo que se caracteriza por su destreza narrativa, una imaginación desbordante y gran creatividad, hay algo de la estructura clásica del relato que nunca lo abandona, independientemente del tema que trate.

En 1990 ganó el Premio Emecé y el segundo Premio Municipal con La perla del emperador. Su novela El absoluto recibió en 2018 el Premio Nacional de Novela y unos meses antes había recibido el premio de la Academia Argentina de Letras. Su libro El hijo judío resultó ganador del premio del jurado de la Feria del Libro en 2019.

Su último libro publicado es Un crimen japonés (Literatura Random House), una novela que narra la investigación de un crimen. Yutaka Kanaka es un joven señor feudal en el Japón del siglo XIV. Un grupo de samuráis enmascarados asesinaron a su padre y deshonraron a su madre y él, luego del frenesí de impotencia al recibir la noticia, se propone limpiar el nombre de su clan.

Lo que sigue son 500 páginas al mejor estilo Guebel, con viajes poblados de anécdotas y peripecias, relatos enmarcados, personajes extravagantes, historias que florecen una dentro de otra, un humor frondoso y un lenguaje que cruza la erudición con argentinismos populares y que, muchas veces, también se mueve con delicadeza e inteligencia al borde de la grosería.

Además de ser un gran escritor, Guebel es un gran lector y produce siempre interesantes reflexiones sobre la literatura y el oficio de escribir. Lo que sigue es la transcripción de la entrevista que tuvo lugar tiempo atrás en el programa Vidas Prestadas de Radio Nacional.

— ¿Cuánto tiempo trabajaste esta historia de Yutaka Tanaka, el señor de Sagami. Quiero decir, ¿cómo surgió la idea? ¿Siempre quisiste escribir tu Hamlet?

— En realidad hace unos 20 o 30 años me aparecía cada tanto en cada relectura de Hamlet una doble sensación. Por un lado me parecía insatisfactoria la resolución, aunque fascinante la idea de producir una escena teatral para revelar al autor de un crimen, pero me parecía que estaba muy adelantada en la historia. Claro, es una pieza teatral.

— Claro.

— Y, por otro lado, me molestaba alguna lectura convencional respecto de que Hamlet era una especie de príncipe débil y vacilante, esa idea tradicional de que Hamlet es un espíritu débil. Cuando, si uno lee más o menos atentamente la obra, se da cuenta de que manda a asesinar a sus íntimos convertidos en espías, Rosencrantz y Guildenstern, que atraviesa a través de una cortina la panza de Polonio pensando que es su tío, el asesino de su padre, y que no mata a Claudio ya convertido en rey en el momento que lo tiene inerme porque Claudio está rezando y si lo mata entonces -y está dicho en el texto-, Claudio aún siendo un asesino, un inmoral, un concupiscente, siendo el hombre que se acuesta con su madre, digamos, se ganaría el cielo porque ha lavado los pecados confesándose y rezando. Por lo tanto, con esas dos ideas siempre flotando, en algún momento eso se cruzó con mi pasión por la “japonesería” y aparece esto. Es decir, acá tengo una investigación en la que difiere el momento de la revelación del criminal, no está en el principio y no voy a decir si está al final o no, digo que mi novela se convierte en una especie de novela policial japonesa con un detective que es también una víctima.

— Y, en el medio, y como en otras oportunidades de tu obra, Las mil y una noches o los relatos enmarcados, o referencias, ¿no? Porque no hay relato lineal sino que se va abriendo a diferentes relatos. Desde que empezaste a escribir que escribís así. O, al menos, desde que se publican tus ficciones.

— Sí, diría que sí. Sí, la digresión es parte de mi sistema, si es que tengo algún sistema. Pero acá lo que hay son historias que siempre acompañan el eje principal, que es el pasaje del protagonista de joven o adolescente a hombre y el intento de relación del crimen de su padre y de la violación de su madre y el intento de restituir el honor de su clan, porque estamos en el Japón del siglo XIV.

Daniel Guebel (Patricio Murphy)

— ¿Estudiaste mucho para escribir esta novela?

— Yo nunca estudio.

— ¿Cómo es eso?

— Pero leo y cruzo materiales. Yo tengo la impresión de que desde hace años... a ver, esto es una especie de confesión personal. Cuando yo en la escuela primaria, a finales de primer grado, me di cuenta de que la construcción silábica y la armazón de las frases me resultaban fáciles, no fáciles, naturales, perdí todo interés en mi educación. Digamos, no aprendí matemática, no aprendí historia, no aprendí geografía. La verdad que no sé cómo atravesé todo el ciclo escolar de la escuela primaria y la secundaria. Y cuando me meto en camisa de once varas con una novela japonesa, asunto sobre el cual no sé nada, tengo la impresión de estar educándome a mí mismo, llenando las falencias de una educación incompleta. Es decir que en el acto de escribir estoy reparando lo que perdí habiendo decidido ser escritor. Tengo que hacer una salvedad, una vez que escribo el libro, olvido todo lo que aprendí.

— ¿Y esos argentinismos que se cuelan en una lengua clásica? Hablo de imágenes como “jóvenes y faroleros” o “Kyoto era una romería”, “para el pueblo lo que es el pueblo, arroz y danza ritual sintoísta”, “más malo que chancho tuerto”. Ese tipo de frases en donde de alguna manera atravesás una lengua clásica con esos modos nuestros. ¿Es como si te burlaras de esa misma educación? ¿Qué es?

— No, no tiene que ver con la educación, tiene que ver con el goce por la perfusión de los lenguajes. Por ejemplo, el Martín Fierro fue el gran refranero nacional del siglo XIX. El peronismo fue el gran refranero del siglo XX. Ahora, las frases más famosas de Perón son refranes rusos, citas de la antigüedad clásica, que se convierten en parte del acervo popular. Por lo tanto yo me permito hacer lo mismo. Y además creo que lo hago ex profeso por amor al cruce de los lenguajes. Digamos, ¿por qué voy a simular todo el tiempo que los que hablan son verdaderos japoneses? Quiero permitirle al lector sospechar que en ese armado que se sostiene en lo verosímil hay excesos y hay defectos.

"El Absoluto" (Penguim Random House), de Daniel Guebel

— Sí, lo que pasa es que eso provoca también por momentos un humor de carcajada que no necesariamente tiene que ver con lo que se está contando.

— Sí. También tiene que ver con el distanciamiento, creé pero no creas todo el tiempo. Suspendé tu credulidad y de golpe separate y volvé a entrar, ¿no?

— Sí claro, con esa idea de la suspensión de la incredulidad y el verosímil y demás, entiendo lo que decís. Mientras lo vas escribiendo, lo vas pensando así.

— Me va apareciendo. Se filtran letras de tango. Ahora empecé a escribir un texto sobre Luis XIV y hay veces que dice cosas propias de un argentino. Es más, diría que no se puede pensar la democracia argentina sin Luis XIV.

(Risas). Bueno, podés hacer un ensayo tal vez.

— Bueno, toda novela, si es potable, es también un ensayo ¿no?

— Me gustaría preguntarte por el tema de las referencias. Una de las cosas que más me gustan de esta novela tiene que ver con lo que en algún momento se llama el reino inexplicable de los autómatas. Y ahí no podía dejar de pensar en Felisberto Hernández, por ejemplo.

— No lo pienso en términos de referencias; los autómatas son un universo que entró en la novela sin pedir permiso y a partir de ahí se generó una teoría que supone que en el desarrollo de los autómatas, de algún modo el Japón medieval pasa del feudalismo al capitalismo. Y, al mismo tiempo, los autómatas permiten trabajar la idea del doble, del simulacro. Digamos, esta es una novela que presume de japonesa, pero es una especie de barroco japonés. Siempre hay terror al vacío. Hay dobles, hay simulaciones dentro de simulaciones, hay momentos en que no se sabe si las personas son personas o son autómatas.

— Mucho teatro.

— Mucho teatro. Y es curioso, ¿no? Porque yo he escrito algunas obras de teatro, me ha ido de mal a peor en el teatro, pero al mismo tiempo el teatro se convierte en una escena central dentro de mi literatura. La representación, la simulación, el engaño. Salvando todas las distancias, diría que padezco o padecí el mismo tormento que Henry James cuando escribió obras de teatro. Bueno, a él le tiraron tomates en el estreno de no sé qué obra, y lo chiflaron.

— A vos no te tiraron tomates. O todavía no.

— A mí todavía no. A mí lo peor que me dijeron fue “vos sos más inteligente que esto que estrenaste” (risas).

— Qué lindo elogio (risas).

— Claro. Con esa frase decidí retirarme de las tablas.

— Al mismo tiempo, esta es una novela que, como tantos otros libros tuyos, tiene que ver con padres e hijos. Hablame un poco de esa idea.

— Bueno, contra la idea general de que cuando un autor toma temas que transcurren en lugares más o menos distantes o exóticos se lo puede acusar de frívolo, creo que es la distancia, o por lo menos en mi caso, la que me permite trabajar con cierta materia pulsional y dramática. Digamos, para mí se da una doble operación, cuando trabajo con materia local la convierto en extraña. Cuando trabajo con materia exótica, la acerco, ¿no? Cuando yo escribí por ejemplo mi libro de cuentos La carne de Evita, cuentos o nouvelle, que hay una obra de teatro también ahí, el núcleo central del texto era la idea de que el peronismo era nuestro propio cuento oriental. Y una novela como Un crimen japonés a mí me parece una novela argentina.

— Es que tiene cosas de Argentina. Y ahí también quería volver a eso que hablábamos en relación a cómo te ponés a estudiar para estas cosas. Esta forma de ponerte a aprender que después olvidás, como decías recién. ¿Nunca estuviste en Japón?

— No, jamás. Es más, hace 30 años que no viajo.

— Lo curioso es que mientras yo leía la novela, chequeaba montones de las cosas y las referencias aparecen, las ciudades aparecen. O sea, es muy difícil ir constatando palabra por palabra, ciudad por ciudad, personaje por personaje. Pero vos fusionás lo que tiene que ver con la ficción con mucho dato real, con lo cual hay un entrecruzamiento súper interesante.

— Sí, el ciclo histórico. Las guerras internas son ciertas. Los cruces entre la corte del Sur y la Corte del Norte son ciertas. El shogun Ashikaga Takauji existió. El período Muromachi existió. Los conflictos entre los clanes feudales por la posesión de tierras eran permanentes y eso explica la emergencia del shogunato. Digamos, podemos pensar que es mi modo de leer la construcción del Estado nacional.

Daniel Guebel

— Por eso decías que para vos es una novela profundamente argentina.

— Claro. Por ejemplo, hay en dos o tres páginas un debate respecto de la economía en términos que podríamos decir groseramente la economía kirchnerista y la economía liberal y los efectos en el país. El otro día, un amigo mío, profesor de historia, postea algo en Facebook, yo lo leo y digo “yo jamás pensé en esto”, y él escribe que es una novela que tiene que ver con la búsqueda de la identidad y de la verdad a partir de la dictadura militar. ¿Por qué? Digo, a mí jamás se me hubiera ocurrido pensarlo. Pero obviamente fui permeado por la modalidad horrenda de los militares de retirar militantes políticos de la vida, suprimir su existencia y no decir dónde estaban ubicados los cuerpos.

En mi novela lo primero que se debate es cómo puede ser que un grupo de samuráis enmascarados, cuando todos los japoneses somos valientes, ataque a mi padre, lo mate, lo descuartice, lo retire, viole a mi madre y no diga quiénes fueron y no reconozcan quiénes fueron. Es decir, me retiren la posibilidad de enterrar a mi padre y de restaurar mi honor. Tema que en la Argentina importa menos, el honor, digo, ¿no?

— Entiendo. Igual lo que estás señalando en relación a las lecturas del otro, ¿vos sentís eso que puede ser como un lugar común acerca de que lo que escribís se completa en la lectura de los otros?

— Sin dudas.

— Al mismo tiempo, uno llega a una obra con una enciclopedia propia y entonces necesariamente tiene su propia interpretación, ¿no?

— Exacto. Estaba pensando, digo, yo te di la referencia de Hamlet, pero yo no podría haber escrito este libro sin haber visto Kagemusha la sombra del guerrero de Kurosawa, sin haber leído La historia secreta del señor de Musashi de Junichiro Tanizaki y sin haber leído La causa justa de Osvaldo Lamborghini.

— Ahí me quedé enganchada, ves. Me quedé pensando.

La causa justa es un texto sobre el imperativo categórico, lo que debe ser hecho, lo que debe ser dicho, ¿no? Hay una discusión genial sobre la relación entre el discurso y la verdad y un japonés le viene a decir a los argentinos “si usted dijo tal cosa usted tiene que cumplirla”, y los argentinos le dicen “pero Tokuro, ¿vos sos pelotudo? Yo dije que si fuera tal cosa haría tal otra, pero yo no soy, y si usted lo dijo lo es.” Y Tokuro mata y muere por defender la verdad de la palabra pronunciada, la relación entre palabra y acto.

"El Hijo Judío"

— Vos empezaste a publicar en los 80 pero si uno quisiera marcar ciertos hitos en lo que es ya una larga carrera como escritor, se podría decir que, por ejemplo, con Derrumbe se arma como un momento diferente en la carrera de Guebel escritor. Y se podría decir que El absoluto y El hijo judío, publicadas más recientemente, fueron como otro momento que podría marcarse como un hito. ¿Lo ves así?

— Sí, pero eso tiene que ver más con la percepción de los demás que con la propia. Digamos, puedo registrar mínimamente más allá de las ventas, que en mi caso siempre fueron modestas -además yo no vendo, yo escribo-, si hay diferencias en la percepción. Igual, quiero hacer una salvedad, porque cuando vos mencionás Derrumbe, es cierto que en relación a la clase de escritor que yo venía siendo Derrumbe abre o produce un corte.

La escritura de El absoluto demoró 7 años. Cuando salí de escribir El absoluto ya no sabía qué era la literatura contemporánea, había perdido todo registro.

— Así es.

— En el sentido en que me abre una posibilidad que yo venía atisbando. Libros como Derrumbe o como El hijo judío en donde el duelo es el motor literario aparecen de golpe aunque estaban previstos. Digo, esto lo sé yo, Derrumbe era una de las partes que yo tenía previstas para El absoluto, donde hay una parte en la que la propia narradora cuenta la declinación y caída de su padre, que es un pianista, Sebastián Deliuskin, como él olvida las teclas, olvida las notaciones y se entrega a la muerte, ¿no? La escritura de El absoluto demoró 7 años. Cuando salí de escribir El absoluto ya no sabía qué era la literatura contemporánea, había perdido todo registro. Pero bueno, ese relato yo lo tenía previsto para la parte prácticamente final del libro, o la anteúltima, y cuando acontece mi separación matrimonial yo tengo el impulso de escribir y Derrumbe invierte esa ecuación, es el padre el que cuenta la pérdida de la hija. Lo cual es figurado, en el sentido de que yo me separé pero mi hija sigue siendo mi hija. Y eso está contado. Pero el dolor de la pérdida, digo, yo coloqué en ese momento la separación de mi hija; como no podía dar buena cuenta del dolor de la separación de la que era mi esposa lo puse en la distancia con mi hija. Porque, después de todo, los adultos son adultos y se casan de nuevo, hacen las mismas cagadas, tienen más o menos hijos, pero el momento de distancia con mi hija de la convivencia estaba marcado cuando ella tenía 4 años.

— Es un duelo y ahí puede vincularse con El hijo judío porque esa pérdida es como una pérdida absoluta. Dejar de vivir con un hijo es una pérdida, más allá de que uno sigue teniendo al hijo: hay algo ahí que se rompió… Y lo mismo, claro, cuando ocurre la pérdida de un padre ¿no?

— Exacto.

— Ahora, hablamos del duelo como motor literario, y yo pensaba en una palabra que en un comienzo uno diría que no está en tu diccionario de escritura y que es la palabra emoción, pero en el sentido más ligado al duelo, ¿no?

— Sí.

— Uno habla de tu literatura y puede hablar de la cuestión más fantástica, de la cuestión más creativa, de las ficciones más entretenidas, puede hablar del humor. Pero acá, lo que empieza a aparecer con Derrumbe y que aparece muy fuertemente en El hijo judío, tiene que ver con la emoción.

— Sí. Sí, sí, sin duda. Con la inmediatez de los hechos y la imposibilidad del que escribe de manejarlos.

— Sí, y con la tendencia del lector a identificarse más fácilmente. Hay más empatía claramente.

— Claro, exactamente. Pero, al mismo tiempo, yo no hago, a ver, si puedo hablar bien de mí, yo no hago una operación tan sencilla. A ver, te voy a dar un ejemplo.

— Sí, vos no sos vos.

— Claro, no soy yo todo el tiempo. No soy alevoso. No quiero manipular al lector para que piense…Digamos, yo no soy la clase de escritor que cree que puede prever los comportamientos de los demás y las relaciones de lectura. Y que tiene la posición vanidosa de pensar que puede manejar esas emociones, manipularlas. Yo creo que hay escritores que sí lo hacen y lo hacen extraordinariamente bien, y son escritores espectaculares.

— Claro, pero cuando uno habla de Derrumbe o de El hijo judío uno puede pensar también que en ese escribir para otros también estás escribiendo para vos, no quiero usar la palabra catarsis hay algo que estás saldando ahí en esa literatura, ¿no?

— Sí, pero en todos los textos ocurre eso. Hay algunos en donde eso aparece como más inmediato. Pero al mismo tiempo descubrí muy tempranamente en mi proceso de escritura que en el trabajo con las propias emociones, aunque se manejen en una vena fantástica o imaginativa, el padecimiento tiene estructura de relato.

— Sí claro.

— Cuando uno padece, y más allá de que ese padecimiento tenga que ver o no con experiencias personales -puede ser un padecimiento en relación a la escritura-, el padecimiento es una emoción intensa que dota de sentido y de temporalidad al instante. Cuando uno está más o menos bien, pasa por los días, dice bueno, ahora me voy a tomar un cafecito, en un rato voy a ir a tal lado. En cambio, cuando uno está padeciendo intensamente, cada segundo parece definitorio. Desde esa perspectiva el universo narrativo tiene infinidad de cosas para ser contadas.

— ¿Hay días que no escribís?

— Sí, hay un montón de días que no escribo.

— ¿Ah, sí?

— Pero no es que la pase muy bien (risas). Es decir, la paso mejor cuando escribo. Y cuando siento que lo que escribo funciona. Pero hace un par de días estaba hablando con mi novia, quejándome de lo mal que me iba en el libro que estoy empezando a escribir, y me dijo: pero si con Un crimen japonés te pasaba lo mismo. Ibas por la mitad de la novela y decías “esto no sirve”.

— Bueno, en Derrumbe al comienzo el narrador dice que es un escritor fracasado, que hace obras maestras de segunda categoría, que escribe para todos pero no es leído por nadie.

— Bueno, a ver, en Derrumbe el narrador hipertrofia mis quejas, las convierte en un asunto entre lírico y ridículo y yo, la verdad, con Derrumbe escribí la historia de mi padecimiento y fui muy feliz escribiéndola y estaba completamente tranquilo y me divertía también en el sentido de que el personaje es completamente hiperbólico, quejoso, envidioso, tiene todos los rasgos que constituyen la parte sorete de mi humanidad y de las que, por lo menos, puedo reírme.

— Sí, pero durante bastante tiempo también tenías esa idea, o por lo menos manifestabas esa idea que tiene que ver con la cuestión del fracaso. Todo el tiempo hacés bromas en relación con eso y, tantos años después, ya no te queda premio por ganar, no te queda crítica favorable por recibir. Y esa cosa judía quejosa la seguís sosteniendo.

— Voy a hacer un chiste judío: cómo ¿me dieron el premio Nobel y no me enteré?

— No, bueno, ese todavía te falta, ves. Pero en los últimos años los premios llegaron y llegaron por obras muy diferentes, también. No tiene nada que ver con esa idea de escritor fracasado.

— No, qué bronca que me da. Ahora ya no soy tan fracasado como quería. Pero sí puedo quejarme, porque recién ahora me empiezan a traducir. Mis libros nunca entran en la lista de los 100 más vendidos. ¿Cómo puede ser?

— Todavía te quedan temas de queja.

— Claro, para la queja siempre tengo un tesoro por descubrir.

— Recién decías que escribías Derrumbe y la pasabas bien. Te voy a preguntar algo y espero que no me odies para siempre: ¿lloraste mientras escribías alguno de los libros?

— Con El hijo judío, digo porque lo tengo más presente, Derrumbe lo escribí hace 14 años. Con El hijo judío yo no sé si lloraba mientras escribía pero cuando releí alguna de sus partes sí, sin duda lloraba. Sí. No sé si lloraba derramando infinidad de lágrimas, pero…

— Pero te conmovías.

— Exactamente.

— Y antes hablábamos de saldar deudas. Cuando terminas de escribir tus libros imagino que las sensaciones son diversas, la satisfacción por escribir, por haber terminado, por haber concluido una idea. Pero hay libros que están vinculados con cosas personales más fuertes. ¿Cuál es la sensación una vez que terminaste de escribirlo?

— La sensación de alivio dura poco. Uno tiene, sí, utilizaste la palabra reparación. Uno tiene la impresión de que con esos textos repara algo pero también destruye algo. Digamos, El hijo judío a buena parte de mi familia no le gustó. Hay integrantes de mi familia que no quisieron leer el libro porque no querían saber ni lo que yo decía de mí ni lo que yo decía de mi padre.

— Ni tu mirada, claro, sobre la familia en general digamos.

— Exacto. Pero sí puedo decir que yo publiqué El hijo judío cuando tuve cierta sensación, no certeza, sensación, de que el dolor se compensaba reparatoriamente con el amor en la adultez. Es decir que yo me había acercado a mi padre y mi padre se había acercado a mí.

— ¿Te importa mucho lo que piensan los que de alguna manera están tocados por tu ficción cuando se encuentran en esa ficción?

— Mira, sí. Hay una anécdota que a mí me encanta de Truman Capote. Cuando Truman Capote escribe Plegarias atendidas, que iba a ser su En busca del tiempo perdido, trabaja con la gente que él conocía, que era de la clase alta neoyorquina.

— Sí, cuando se gana todos los enemigos, digamos.

— Claro. Y los traiciona, porque él se hace amigo de las mujeres histéricas, toma el té con las señoras de alta sociedad, se entera de todos los chismes, de los cruces sexuales, de los manejos de dinero, de las traiciones y de los asesinatos y después escribe el libro. Y la alta sociedad neoyorquina le planta una puerta en la cara. Y Truman Capote dice pero qué pensaban, ¿que yo era un payaso? Yo soy un escritor. Bien, cuando uno trabaja con un material que tiene que ver con la intimidad de una familia, el material es más sensible.

— Obvio.

— Te cuento una anécdota. El primer libro que yo trabajé en término de ficciones familiares no lo publiqué nunca.

— Temiendo esta reacción.

— No. No, no. No solo temiendo, dando por hecho. Yo conté una historia que no es de mi familia directa pero es de mi ámbito familiar, una historia completamente tormentosa e intrincada, y la persona que me la contó me prohibió que yo la publicara, bah, no me prohibió, me pidió que no lo publicara hasta que ella muriera, su marido muriera y los implicados en la historia murieran. De esto hace 15 años.

— Y seguís esperando que mueran.

— Hablé hace poco con mi tía que tiene 93 años, la llamé para pedirle permiso y me dijo “mirá Dani, el otro día yo me encontré con el ejemplar que vos me diste y lo puse en la máquina picadora, porque cuando me muera no quiero que lo lea mi hija”. Le digo “pero tía, si la historia es terrible, es tremenda”. Me dice “es una porquería, por qué no escribís cosas buenas” (risas).

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