“Dejá que todo fluya”: el disfraz con el que exageramos nuestro empoderamiento y ocultamos lo que sentimos

Muchas veces cuando recién conocemos a alguien nos escudamos en el “fluir” pensando que eso significa vivir las cosas de manera relajada y, en realidad, no es más que una capa que oculta las emociones. Y nos pasamos de rosca con nuestro empoderamiento: no estamos menos empoderadas por estar tristes por un varón

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Fluye, escrito sobre la piel (mx.tattoofilter.com)
Fluye, escrito sobre la piel (mx.tattoofilter.com)

Salir con alguien es siempre, de alguna forma, enfrentarse con la diferencia. Y si bien esto puede ser (y es) muy divertido, también resulta muy agotador. Presentarse, conocer y dejar que te conozcan: volver a contar a qué te dedicás, los nombres de tu familia, los de tus perros, tu comida favorita, tratar de cambiar la anécdota graciosa de siempre, la tierna, la zarpada… Todo eso es muy desgastante porque requiere de tiempo, ganas y paciencia. Una trilogía difícil de conseguir a la hora de vincularnos con gente. Tal vez por eso aparezca, al menos en mí, cierto alivio cuando conocemos a alguien que nos gusta. Porque entonces el tiempo deja de ser un elemento arduo, la paciencia ya no pesa y las ganas se vuelven las protagonistas de la película. Aparecen, cada vez más, la confianza y el deseo. Un combo donde podemos descansar de las máscaras y tratar de ser lo más nosotres mismes que podamos.

Pero no todo es color de rosa (¿dónde y cuándo sí lo es?). En esta apertura, aparece la exposición y con ella la sensación de vulnerabilidad. Y la vulnerabilidad siempre asusta, nos hace sentir más débiles. Caen las barreras y nos volvemos blandites como una tortilla de papa bien babé, o un merengue recién hecho, o la espuma blanca de un café con leche. Une se afloja, relaja el cuerpo y el pensamiento y puede reposar en lo gozoso de lo que siente, sin estrategias ni armaduras. Tan solo atravesar la experiencia, sin controlarlo todo.

A principios de este año conocí a alguien que me gustó mucho. Se dio entre nosotres lo que mencionaba antes: el glorioso combo de la confianza y el deseo. Construimos un vínculo a partir de encuentros llenos de interés, intercambio, humor y disfrute. En ese bienestar generamos un diálogo que estaba bueno y eso nos llevó a decidir irnos de viaje una semana a la playa. Mar y vino; ¿qué puede salir mal, no? ¡Nada! Y de hecho así fue. No solo nada salió mal sino que todo salió bien, incluso mejor de lo que esperábamos. No porque se esperara algo malo, pero convivir no es fácil y menos con alguien con quién nunca lo habías hecho. Sin embargo, el viaje terminó y, con él, una parte de nosotres. Algo de ese diálogo quedó trabado en aduana, o tal vez sumergido en el mar, porque ya de vuelta en la Argentina, todo había cambiado.

En fin, por unas semanas, las cosas estaban raras y yo no tuve mejor idea que hacer la gran “fingir demencia” por meras inseguridades y por seguir consejos de amigas más inseguras que yo. Me ahorro los detalles por una cuestión de privacidad, pero me endurecí, me puse rígida y me enojé conmigo por sentirme así. Me ocupé únicamente de mi discurso emocional y me puse el disfraz del “que fluya” a pesar de que era solo mentirme a mí misma. No podía entender por qué estábamos actuando como desconocides, por qué no nos decíamos lo que nos estaba pasando.

Muchas veces nos escudamos en el “fluir” pensando que eso significa vivir las cosas de manera relajada y, en realidad, no es más que una capa que oculta las emociones y las oprime estratégicamente porque nos aterra la pérdida. Nos da muchísimo miedo de que, si decimos lo que sentimos y pensamos, lo que nos hace bien y lo que nos hace mal, le otre se vaya de nuestras vidas. ¡No tenemos que dejarnos intimidar por la amenazante pérdida! Ni por la falsa certeza de que expresarnos es volvernos un flanco débil. ¿Quién fue el salame que nos educó para pensar que dialogar significaba perder y no ganar? ¿Y el que nos hizo creer que al decir la verdad, nos volvíamos menos erotizantes, menos deseades?

Carismático, Babasónicos

Hace unos días una amiga subió un texto a Instagram que decía: “Cómo las relaciones sexo afectivas no van a estar cagadas si crecimos escuchando canciones como la de los Babasónicos que dicen tengo que aprender a fingir más y no mostrar lo que siento…”. Cabe aclarar que amamos a los Babasónicos, pero este ejemplo sirve para que nos preguntemos: ¿por qué alguien habría de aprender a fingir lo que siente? Eso hacemos quienes actuamos: fingir, pretender y poner en escena una ficción.

¡Qué horrible hacerlo en la vida real! No estoy hablando de cometer sincericidios, ni de estar dale que te dale diciendo cada palabra que se nos cruza por la cabeza, pero por qué incluso quienes podemos expresar las emociones con facilidad, volvemos a cerrarnos y convencernos de que no nos afecta lo que no se dice.

Después de la semana de full fingir demencia, me di cuenta de que no tenía sentido “hacerme la boluda”, pero por sobre todo, de que no quería. Me di cuenta de que esa situación me estaba haciendo comportarme como todo lo que siempre digo que no soy y que no quiero ser: una calculadora de emociones. Entonces lo llamé. Tuvimos una charla super franca y de mucho entendimiento en la que ambes dijimos lo que sentíamos y blah blah blah y en la que definimos, en conjunto, vernos a ver qué nos pasaba.

Cuando corté el teléfono me sentí aliviada y contenta de no ser cómplice de las estrategias heredadas y modernas de las relaciones sin cuidados ni compromisos. Me alegró el entendimiento y confirmar que, una vez más, “cuentas claras mantienen la amistad”. Es decir, conversar las cosas sostiene los vínculos y los compromisos, del tipo que sean. Cuando hablo de compromiso me refiero a la construcción, no de un futuro, sino de un presente. Me refiero a una herramienta de cuidado, de empatía, de respeto. Me pregunto en qué momento y cómo nos obsesionamos tanto con nuestro yo, nuestras cosas, nuestro tiempo, al punto de descuidar a la persona que tenemos enfrente.

A pesar de la charla, las cosas no cambiaron y lo que vino después fue más de lo mismo. Recién ayer pude admitirme que estaba triste. Y que, lo que más triste me ponía, no era el hecho de dejar de ver a una persona que me gustaba, ni la sensación inevitable del rechazo. Lo que más me angustiaba era el personaje que yo, sin darme cuenta, había estado montando durante semanas: el disfraz que me puse por pasarme de rosca con mi empoderamiento.

La imagen creada por la artista Romina Lerda es hoy un símbolo de empoderamiento femenino
La imagen creada por la artista Romina Lerda es hoy un símbolo de empoderamiento femenino

El feminismo y el empoderamiento fueron el balde de agua fría que necesitábamos para aprender a valorarnos y cuidarnos de la desvalorización masculina (el famoso “date cuenta, amiga”). Pero a veces estos discursos estimulan un tipo de relato en el que el amor propio se convierte en un mandato que no nos permite dejarnos atravesar por las experiencias, incluso cuando no sean las mejores. No estamos menos empoderadas por estar tristes por un varón, parece loco decirlo así, una obviedad ¿no? Pero pasa. Me pasa a mí y le pasa a mis amigas. Nos resguardamos en el cuento de lo que es ser valientes en los tiempos que corren, esa idea sostenida por las redes sociales y los consumos en la cual todes estamos bien todo el tiempo; y nos desligamos al punto de creer que está mal angustiarse por lo que nos pasa con un otre.

En mi opinión, una forma más sana de empoderamiento y de amor propio tiene que ver con tener la capacidad de ver y aceptar aquello que nos lastima, que nos hace sentir invisibles, que nos hace mentirnos incluso a nosotres mismes. Esa aceptación de que somos humanos falibles es una forma de hacer política, también lo es aceptar que nuestros actos repercuten en la gente que nos rodea.

Cuidarse no es volverse un robot ni un superhéroe, no tiene que llevarnos a ponernos un disfraz impermeable al cual ni la lluvia lo roza. Las cosas sí nos rozan, las cosas nos afectan y también afectan a les otres, y a veces, por suerte, no hay piloto que nos cubra. Porque en dejarnos atravesar, en ese hacernos cargo de lo que sentimos, crecemos y aprendemos. Es donde dejamos de fingir y disfrazarnos, para poder fluir de verdad; es donde empezamos a ser.

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