¿Privatización de la diplomacia?

Una actividad de lobby es aceptable en tanto contribuya a difundir una política estatal adecuada y subordinada a una estrategia diplomática. Pero ningún lobby basta para corregir una mala reputación

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El Palacio San Martín, sede histórica de la Cancillería argentina
El Palacio San Martín, sede histórica de la Cancillería argentina

En los últimos días, a través de la Cancillería, el Gobierno Nacional contrató a un destacado ex subsecretario de Estado de los Estados Unidos, Thomas Shannon, para lograr un acercamiento al establishment norteamericano. El propósito, aparentemente, es despejar las “desconfianzas” que despierta el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner en los Estados Unidos.

Sin entrar a juzgar las buenas intenciones de quienes propiciaron la iniciativa, estimamos que la misma resulta innecesaria, costosa y redundará en un nuevo despilfarro del dinero de los contribuyentes argentinos.

A decir verdad, para mejorar las relaciones con los Estados Unidos, potencia que sigue siendo el principal país de la Tierra, el gobierno argentino no necesita contratar a ningún lobbista. Cuenta para ello con distinguidos diplomáticos, comenzando por el embajador ante la Casa Blanca, Jorge Argüello, el saliente embajador ante la ONU Martín García Moritán y muchos otros funcionarios políticos y de carrera capaces de desplegar una política de amistad y cooperación.

En rigor, las relaciones entre los Estados mejoran o empeoran de acuerdo con el comportamiento internacional de sus gobiernos y no en función de los buenos oficios que algunos lobbistas puedan realizar dado que, en la práctica, la política exterior no puede privatizarse.

En lugar de gastar millones de dólares en un contrato sin sentido, el gobierno debería honrar la tradición argentina de respaldar la defensa de la democracia y los derechos humanos en la región, una política que sería muy bien leída en Washington y casi todas las capitales de nuestro hemisferio. Para ello debería reconocer de una vez y sin titubeos la realidad sobre la gravísima situación de los derechos humanos en Cuba, Venezuela y Nicaragua. A su vez, debería cesar en la actitud desafiante contra el actual secretario general de la OEA, una postura que enfrenta a nuestro país con el resto de los países socios del Mercosur y con la mayoría de los estados sudamericanos. Del mismo modo, sería recomendable que el gobierno argentino reconozca las graves implicancias que la relación del régimen dictatorial de Nicolás Maduro mantiene con el gobierno extremista islámico de Irán surgido de la revolución de 1979, un Estado que estimula la destrucción del Estado de Israel, promueve el terrorismo internacional del que la Argentina fue víctima en 1992 y 1994 e impulsa un programa nuclear que inquieta al mundo e implica una amenaza a la paz y la seguridad internacional.

Aunque se contrate al mago Mandrake como lobbista, nada corregirá la mala reputación de algunos destacadísimos integrantes del gobierno argentino, dado que ella surge del comportamiento de quienes ejercen o ejercieron el gobierno en el pasado reciente. La captura de material sensible de un avión militar norteamericano por parte de un ex canciller kirchnerista y la firma del llamado Memorando de Entendimiento con la República Islamista de Irán forman parte de un recuerdo imborrable que ningún lobby podrá contrarrestar. Lamentablemente, la falta de consistencia de algunas declaraciones del Jefe de Estado argentino en la materia implican una marca indeleble en esta materia.

El lobby es una actividad legal y reglamentada en los Estados Unidos y muchos gobiernos recurren a ello con resultados positivos. Sin embargo, la decisión merece nuestra observación en relación al mérito y la oportunidad de su contratación, toda vez que resultará inservible en tanto el gobierno argentino persista en su política de desafío a cada una de las políticas de los Estados Unidos y de la mayoría de los países de la región, comenzando por nuestros vecinos del Mercosur.

La contratación de lobbistas para mejorar la imagen de un país frente a otro puede resultar aceptable en tanto la misma contribuya a difundir una política estatal adecuada y mientras, en los hechos, esa actividad de lobby se subordine a una estrategia diplomática.

Pero cuando un país mantiene una política contraria a la que luego pretende estimular mediante estos instrumentos, dicha actitud sólo puede ser interpretada como innecesaria, costosa y contradictoria.

El autor es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador argentino ante el Estado de Israel y Costa Rica

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