Lo que no vemos en la góndola

La diferencia entre alimentos procesados y ultraprocesados genera debate, confusión y, muchas veces, decisiones poco informadas

Un ejemplo claro de un procesamiento necesario es el de la pasteurización de la leche (Imagen ilustrativa Infobae)

En medio de la conversación permanente sobre qué es sano y qué no, siento que muchas veces se pierde algo fundamental: entender qué estamos comiendo sin miedo ni prejuicios. Como nutricionista, veo a diario cómo se demoniza a los alimentos por el solo hecho de estar procesados, cuando en realidad procesar un alimento no lo vuelve dañino por definición. El problema no es el procesamiento en sí, sino cómo, para qué y hasta dónde se procesa.

La diferencia entre alimentos procesados y ultraprocesados genera debate, confusión y, muchas veces, decisiones poco informadas. No se trata de evitar todo lo que tenga una etiqueta, sino de aprender a interpretarla. Entre la ciencia, la regulación y el sentido común existe un punto de equilibrio posible: comer con conciencia, sin miedo y sin dietas de exclusión innecesarias.

No todo lo industrial es sinónimo de artificial, ni todo lo casero garantiza salud. El procesamiento forma parte de la cadena alimentaria y cumple una función esencial: permite que los alimentos sean seguros, nutritivos y duraderos. Sin él, no podríamos conservar ni garantizar la inocuidad de muchos alimentos básicos. Un ejemplo claro es la pasteurización de la leche y de los alimentos que entran en su cadena de producción, como el yogur, que es casi el único alimento fermentado que seguimos llevando a la mesa de manera cotidiana. Su matriz es versátil, favorece la salud digestiva, fortalece los huesos por su alto contenido de calcio y aporta proteínas de alta calidad.

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Uno de los mayores errores de comunicación de los últimos años fue poner en la misma categoría a todos los alimentos que pasan por una planta industrial. Se instaló un prejuicio contra lo procesado cuando en realidad, sin ese paso tecnológico, muchos productos serían inviables o incluso peligrosos. El problema aparece cuando los procesos son tan complejos que el alimento pierde su identidad original. Pero reducir todo a una sola etiqueta no ayuda: necesitamos diferenciar, no demonizar.

Cuando entramos a un supermercado, todo parece simple: un envase, una etiqueta, un color. Pero detrás de cada producto hay una historia que no se ve. Desde una leche pasteurizada hasta un pan integral, casi todo lo que llega a la mesa fue procesado de algún modo para mejorar su calidad y su inocuidad. La Clasificación NOVA ayuda a ordenar esta discusión al distinguir entre alimentos mínimamente procesados, ingredientes culinarios, alimentos procesados y ultraprocesados elaborados con mezclas de componentes industriales, aditivos y saborizantes.

La tecnología alimentaria no es el enemigo. Es una herramienta que puede proteger la salud y preservar los nutrientes de los alimentos. No es lo mismo una leche pasteurizada que una bebida vegetal sabor a leche. Esa diferencia importa y debe ser explicada con claridad.

La confusión se acentúa cuando hablamos de alimentación infantil. Muchas familias buscan opciones más sanas, reemplazan productos o preparan versiones caseras sin advertir la cantidad de azúcar, grasas de mala calidad o sal que agregan sin querer. A veces creemos que porque algo es casero automáticamente es bueno, y no siempre es así. Muchas preparaciones caseras o de venta libre tienen exceso de azúcares, grasas de baja calidad, sal y están basadas en harinas refinadas. Lo que define la calidad nutricional no es dónde se hizo un alimento, sino con qué y para qué se hizo.

Entiendo que los lácteos han sido demonizados; sin embargo, siguen siendo parte importante de las guías de alimentación saludable. Hoy existen yogures sin sellos y con excelente perfil nutricional. Eso demuestra que la industria también puede evolucionar hacia fórmulas más saludables. Cuando ese proceso no se comunica correctamente, lo que se genera es miedo y desinformación.

En los últimos años, muchas empresas reformularon productos para reducir azúcares y eliminar sellos de advertencia, impulsadas tanto por nuevas normativas como por un consumidor más atento. Frente a este escenario, la educación alimentaria es la herramienta más poderosa que tenemos.

Aprender a leer una etiqueta es clave. Si se reconocen la mayoría de los ingredientes, probablemente sea una buena opción. Si la lista parece un laboratorio, conviene buscar una alternativa. No podemos poner en la misma categoría un yogur natural, un paquete de snacks y una gaseosa. Hay una diferencia científica, y no todo es lo mismo.

El equilibrio existe. Comer con conciencia, sin miedo y sin exclusiones innecesarias es posible. Se necesitan adultos responsables en sus elecciones alimentarias, autoridades sensibles a la equidad alimentaria e industrias comprometidas con los cambios. Solo entendiendo que todos somos parte del sistema podremos avanzar hacia un bien mayor.

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